Era inexplicablemente temprano cuando los primeros rayos de
sol atravesaron las rendijas de una persiana especialmente semilevantada para que el
amanecer le despertara. Quedaban por delante un par de cientos de kilómetros y
había que ser raudos y prestos para evitar posibles embotellamientos en la
carretera.
Se vistió con lo primero que encontró a mano: un bañador celeste,
una camiseta blanca y unas zapatillas deportivas. En la mochila, por otra
parte, guardó la crema solar, sus chanclas azules y una toalla enorme donde se
recostaría durante horas cuando llegase a su destino.
Como siempre, tuvo que esperar entre veinte y veinticinco
minutos a que su acompañante terminase de arreglarse. “Hija, que vamos a la
playa, no a una boda” le repetía desesperado cada cinco minutos. Ella, lejos de
hacerle caso, seguía acicalándose a conciencia ante la desesperación de su
novio, a punto ya de abandonar todo el plan y volver a uno de los lugares más
mágicos, confortables y tremendamente divertidos del mundo: la cama.
Justo en el desfiladero que separa la desesperación del
suicidio, ella, por fin, enfiló la puerta de la casa rumbo al coche. Por
supuesto, una maleta exageradamente grande quedaba en el umbral esperando a que
él, una vez más, cargase con ella hasta el maletero al son de “Y eso que vamos
a pasar el día, no sé que te ibas a llevar si nos fuéramos una semana”.
El motor bramó como un toro a la salida de toriles y el
vehículo comenzó a rodar por una carretera secundaria del centro de la nación
con el firme propósito de pasar un día en uno de los lugares más sobrevalorados
del planeta tierra: la playa. Conocido por todos era la reticencia del
conductor a ese lugar alejado de la mano de Dios pero ahí estaba, una vez más,
cayendo en las malévolas redes femeninas y dirigiéndose a toda prisa hasta la costa levantina.
Apenas ochenta kilómetros después, se dio cuenta de que esa
decisión, por desgracia, no había sido única y exclusivamente suya. Medio
millón de conductores, muchos en la misma tesitura que él, se movilizaban hacia
la playa entre el sonido estridente del claxon del coche y la lentitud pavorosa
de un atasco que parecía no tener final. De vez en cuando, cuando apenas
lograba avanzar un par de metros seguidos, cruzaba la mirada con otros hombres
que conducían en paralelo y, con complicidad masculina, podía llegar
a pensar lo que otros mártires de la causa le querían decir: “Con lo a gusto que
estábamos en el sofá y míranos donde paramos”.
Casi dos horas después de un viaje que debía haber durado
apenas una y media, el mar comenzó a entreverse por el horizonte. Quizá fuese
ese el único momento en que nuestro amigo no se arrepentía de haber salido de
casa. Le encantaba mirar el azul infinito del Mediterráneo y sentirse
insignificante ante él. Ver el agua era su gran placer y, seguramente, el único
ligado a los viajes a la playa.
El atasco de entrada no tuvo mucho que envidiar al que había
acompañado a la mayor parte del viaje pero se quedó en mantillas comparado con
el que vino después. Nuestro amigo, cargado con nevera, sombrilla, sillas,
palas y demás utensilios, seguía la estela del vestido blanco de su amada que
le amimaba a que se diese prisa mientras se movía con ligereza en busca de un
hueco entre el mar de sombrillas que adornaba el paisaje. Tras veinte minutos
de búsqueda, por fin una superficie de poco más de medio metro cuadrado sirvió
de campamento base para los dos enamorados.
Nuestro protagonista abrió la sombrilla y extendió la
toalla. Se recostó posteriormente sobre ella y se juró que no se movería de allí
en toda la tarde.
Pocas cosas le producían más repugnancia a aquel joven que
el contacto de la crema en su piel. La notaba pegajosa y viscosa, la
combinación perfecta para que toda la arena del litoral acabase pegada a su
cuerpo y, efectivamente, así sería más tarde. Embadurnado de crema y todavía de
mala leche por el viaje infernal que había vivido, el muchacho pudo encontrar,
por fin, un poco de calma bajo el cobijo de la sombrilla. Pero duró poco,
demasiado poco.
Lejos de proporcionar algo de fresco, el paraguas hizo la
vez de un invernadero improvisado y sólo diez minutos después de haberse
acostado, el chico comenzó a sudar como un pollo en el horno. Notaba cómo las
gotas iban invadiendo su cuerpo y cómo la arena que un niño malcriado que
danzaba por ahí había exparcido, se iba
pegando a su cuerpo proporcionando un rebozado digno de un filete de ternera
empanado.
Harto de esa sensación, decidió adentrarse en el agua para
eliminar toda la arena de su cuerpo pero, como suele pasar en la playa, el
remedio fue peor que la enfermedad. Si el contacto con la crema le producía
asco extremo, cuando su cuerpo se fue sumergiendo en el agua salada, ese
malestar creció todavía más. Veía algas pasar por su lado, a veces bolsas de
comida o incluso de la compra. Esquivaba pedruscos y rocas, viejas haciendo
topless y niños salpicando con sus pistolas de agua. Nadó lo suficientemente
profundo como para no encontrarse con nadie más y se halló sólo por fin. La
tranquilidad lo envolvía y creyó por un momento que todo iba a comenzar a
cambiar. Lo hizo, pero seguro que no como esperaba. De repente comenzó a sentir
un extraño picor en las axilas y las ingles. La sal marina comenzaba a hacer un
efecto escozor que dañaba su piel y que lo hizo salir del agua rápidamente. No
encontró una sola ducha donde poder quitarse con agua dulce aquel picor por
la política del gobierno de eliminarlas para ahorrar agua. Volvió a la toalla
desesperado y se tumbó, olvidando que el ese niño del demonio seguía jugando
por ahí. En ese momento, el pequeño cayó a pocos centímetros de distancia y lo
embadurnó de arena de cabeza a pies. Asqueado hasta límites indescriptibles,
buscó en la cara de su novia un atisbo de cercanía, algo que pudiera hacerle
saber que ella lo estaba pasando tan mal como él pero, increíblemente, no fue
así. Ahí estaba ella, sonriendo y disfrutando como una niña en la mañana de
reyes. Tomando el sol, únicamente haciendo eso. Podía pasarse horas y horas dando
vueltas como una salchicha en la sartén y no necesitaba nada más. Ni una
cerveza, ni una revista, ni un bocadillo… nada. Sólo sol.
Él jamás pudo entenderlo.
Los segundos se hacían horas, los minutos, lustros; las
horas, siglos. El muchacho rezaba a cualquier dios que pudiese oírlo para que,
por favor, acabase con su sufrimiento y, mucho tiempo después, sus plegarias
surgieron efecto. “Vámonos, que contigo no se puede ir a ningún lado” fue lo
primero que dijo ella casi ocho horas después de haber llegado. Su gesto
torcido contrastaba con la cara de estupefacción de él que, encima que la había
llevado y aguantado toda esa tortura, volvía a quedar, una vez más, como el
malo de la película. Sin embargo, se encontraba feliz. Volvía a
casa, a tumbarse en el sofá viendo cualquier evento deportivo con una cerveza
bien fresquita en la mano y el aire acondicionado a todo trapo en el salón. Una
sonrisa alumbró su rostro, pero pronto la ocultó en cuanto la mirada de su señora
lo atravesó.
Tras otro par de horas de viaje de regreso, aguantando
quejas y reproches femeninos, picores por todo el cuerpo y granos de arena en
agujeros que ni él sabía que existían, su querido pueblo se erigió por fin.
Bajó todos los artilugios que en ningún momento habían llegado a usar y se fue
directo a la ducha. Se quitó como bien pudo cualquier recuerdo del lugar donde
había estado y se marchó agotado al sofá. De nuevo, la tranquilidad invadía su
hogar y, de nuevo, se juró que jamás volvería a ir a la playa. Tristemente para
él, pronto volvería a darse cuenta de que esa última promesa era imposible de
cumplir y que, más temprano que tarde, ese trozo de infierno en la tierra lo
volvería a acoger para, otra vez, joderle la existencia. Después de todo, ¿para qué servía la playa si no?