Las sábanas apenas lograban tapar los tobillos y
el edredón hacía tiempo que se había guardado en el altillo del armario de la
habitación. El sudor se hacía una constante en los cuerpos y las persianas
sólo dejaban entrever gotas intermitentes de una luz solar que parecía quitar
la respiración, que volvía a abrasar a dos amantes que, para nada, necesitaban
de un tercer ente que los hiciera entrar en calor.
Se bastaban ellos solitos.
Sus manos descendían entre la fina capa de sudor
y se perdían en los más recónditos y secretos recovecos. Peleaban con sus bocas
como si de dos tigres en combate se tratasen: sin tregua, sin pudor, sin atisbo
de piedad o descanso alguno. Las uñas de ella se clavaban en la piel de él y ni
siquiera los gritos de dolor intenso lograban que se detuviesen, más bien todo
lo contrario. Se miraban con celo y con recelo, con pasión y sin compasión, con
una lujuria tal que únicamente con eso, con la mirada, volvían a encender sus
cuerpos una y otra vez, sin amnistía o sospecha de cese en tan frenética y enardecida
batalla.
