Las sábanas apenas lograban tapar los tobillos y
el edredón hacía tiempo que se había guardado en el altillo del armario de la
habitación. El sudor se hacía una constante en los cuerpos y las persianas
sólo dejaban entrever gotas intermitentes de una luz solar que parecía quitar
la respiración, que volvía a abrasar a dos amantes que, para nada, necesitaban
de un tercer ente que los hiciera entrar en calor.
Se bastaban ellos solitos.
Sus manos descendían entre la fina capa de sudor
y se perdían en los más recónditos y secretos recovecos. Peleaban con sus bocas
como si de dos tigres en combate se tratasen: sin tregua, sin pudor, sin atisbo
de piedad o descanso alguno. Las uñas de ella se clavaban en la piel de él y ni
siquiera los gritos de dolor intenso lograban que se detuviesen, más bien todo
lo contrario. Se miraban con celo y con recelo, con pasión y sin compasión, con
una lujuria tal que únicamente con eso, con la mirada, volvían a encender sus
cuerpos una y otra vez, sin amnistía o sospecha de cese en tan frenética y enardecida
batalla.
Siguieron así durante unos minutos, unas horas o
unos días, nunca lo llegaron a saber con certeza. Entre embestidas y gemidos de
fogosidad, entre exhalaciones y mordiscos, caricias faltas de decoro y una
ausencia absoluta de clemencia por el rival. Prosiguieron su acuartelamiento
hasta que ambos cayeron rendidos sobre unas sábanas totalmente empapadas de sudor,
que los recibieron frías y pegajosas. Los cuerpos desnudos de los amantes
permanecieron inmóviles y recostados, casi ahogados por un ejercicio físico tan
placentero como agotador. “Podría acostumbrarme a este deporte” dijo con sorna
él. Ella rio, lo miró de reojo y, a toda velocidad, volvió a subirse encima
suyo para, de nuevo, comenzar un ritual que por un momento pareció concluido. “Hoy
vas a tener agujetas” respondieron sus labios ardientes. Y no hizo falta nada
más para que el juego volviera a dar comienzo.