Lo hice cansado de no poder llamarte cada noche en sueños, enervado
al ver cómo seguías tu camino sin pararte frente a mí. Tuve que ponerte un sustantivo
al hartarme de los calificativos. Los ‘guapa’, ‘bonita’ o ‘preciosa’ se
hacían demasiado repetitivos y los posesivos como ‘mi vida’, ‘mi amor’ o ‘mi
cielo’ parecían querer encerrarte entre unos brazos que nunca buscaron otra
cosa aún a sabiendas de que jamás lo conseguirían. Me inventé tu nombre para
hacer que la cruel realidad se transformase, dentro de mi subconsciente, en la
más maravillosoa de las ensoñaciones
Todo comenzó con aquel taconear en una calle cualquiera un
día tiempo atrás. Siguió el siguiente y el siguiente. Tu melena
contoneándose al son de tus caderas mientras tus zapatos marcaban el ritmo de
una melodía que ya hubiese firmado para sí cualquier compositor de prestigio. Un día tras
otro, camino de ida y de vuelta.
Mi oficina entera plantada en la ventana con la puntualidad de un reloj suizo a las nueve de la mañana y, de nuevo, a las dos de la tarde. No faltaba nadie, ni un solo hombre o mujer. Había peleas por coger el mejor sitio y comentarios que variaban de lo cómico a lo burdo, de lo erótico a lo chabacano los minutos de antes y los minutos de después.
Hasta que te veíamos llegar, entonces sólo se escuchaba el silencio.
Tu taconeo parecía retumbar por encima de los bocinazos de una ciudad que se callaba, como todos nosotros, para presenciar ese espectáculo. El metrónomo era tu zapato, la partitura tu caminar, los oyentes, media docena de adormecidos oficinistas deseosos de comenzar a pecar. Y el resto, eso... silencio.
Mi oficina entera plantada en la ventana con la puntualidad de un reloj suizo a las nueve de la mañana y, de nuevo, a las dos de la tarde. No faltaba nadie, ni un solo hombre o mujer. Había peleas por coger el mejor sitio y comentarios que variaban de lo cómico a lo burdo, de lo erótico a lo chabacano los minutos de antes y los minutos de después.
Hasta que te veíamos llegar, entonces sólo se escuchaba el silencio.
Tu taconeo parecía retumbar por encima de los bocinazos de una ciudad que se callaba, como todos nosotros, para presenciar ese espectáculo. El metrónomo era tu zapato, la partitura tu caminar, los oyentes, media docena de adormecidos oficinistas deseosos de comenzar a pecar. Y el resto, eso... silencio.
No se oía nada más que la
respiración entrecortada de algún enamorado que, al igual que yo, empezaba a
fabular historias de pasión junto a ti, junto a esa señorita sin nombre
conocido que todos deseábamos desnudar en alguna habitación que sirviera de
campo de batalla para una lucha vigorosa y tremendamente placentera. Todos
comenzábamos a narrar un cuento donde la desnudez fuera el único vestuario de
dos actores ansiosos por comerse de una punta a la otra sin descanso alguno.
Me inventé tu nombre por la necesidad apremiante de gritarlo
ante el mundo o de susurrárselo a la noche cuando mi cama, vacía de ti, llora
amarga y solitaria. Tuve que concebirlo para aferrarme a él como lo haría a tus
piernas si tuviera el valor de invitarte a cenar y después engañarte para
atraerte a mi cuerpo. Ideé ese sustantivo para agarrarme a él con toda la
fuerza del mundo y decirte cada día que me tienes enamorado de la cabeza a los
pies. Me ingenié la forma de hacerte mía aún a sabiendas de que jamás lo serás
y para eso recurrí a mi imaginación, mi más leal compañera, que fue tan
generosa como siempre y me obsequió con ese nombre que ahora repito muy bajito
cada vez que te veo pasar. Con ese nombre nuestra historia empezó y, no te
quepa duda, con ese nombre te haré mía por el resto de mis días. Es lo único que tengo de ti y, seguramente, no necesite nada más.