Lunes, primer día de trabajo después de muchos de
vacaciones. La rutina y la monotonía del principio de un largo invierno
comienzan a hacerse patentes en mí: el coche, la empresa, las carreteras
atestadas de gente, los anocheceres tempranos, las horas que pasan sin cesar…
pero aún resopla con dulzura un recuerdo todavía muy vivo, aún me
parece recordar la brisa mañanera de una tierra que desconocía pero que me
atrapó con tanta fuerza que, creo, no me dejará escapar jamás.
El Camino fue la excusa para volver a subirme a un avión. La
redención y el reencuentro parecían los objetivos de una semana que estoy
seguro que no olvidaré.
Bajé de aquel vuelo de Ryanair y comencé a notar que aquello era distinto.
Allí, en el centro de las montañas de Santiago, el aire se hacía más limpio, más
nítido y más apacible que en ningún otro lugar que recordase. Pasé la tarde
recorriendo en bus todo el trayecto que, días después, volvería a hacer
andando, y no podría asegurar en cuál de los dos comencé o terminé de
enamorarme de esa tierra con olor a eucalipto, sabor a pan de pueblo,
sonido a gaita y tacto de preciosa mujer.
Galicia es tan verde que parece que vives en una película.
No había visto jamás tanta vida como en sus bosques, tanta paz como en las
calles de sus aldeas, tanta armonía como en el cauce de sus ríos y tanta
riqueza como en cada uno de los caminos de flechas doradas que me llevaban,
paso a paso, al destino final.
En Galicia se come bien, se bebe bien, se duerme bien, se vive bien y se besa bien. De todo ello dan fe mis pies cansado, mis piernas agarrotadas y mi estomago saciado kilómetros después del inicio. De todo ello dan testimonio los miles de peregrinos que, como yo, se enamoraron alguna vez de esa tierra que parece escondida en un cuento de hadas pero que tenemos a apenas un tiro de piedra de nosotros. Qué estúpidos somos a veces los españoles, qué manera de desperdiciar nuestras riquezas en luchas fratricidas y en éxodos voluntarios. Aquí tenemos todo y parece que no nos damos cuenta de nada. El mejor país del planeta tierra está habitado por imbéciles desagradecidos que no saben valorarlo. La triste historia de una triste nación.
Desde aquí, con vuestro permiso, os aconsejo que vayáis; que os perdáis como lo hice yo por entre sus caminos pedregosos o sus calzadas adoquinadas. Que descubráis uno a uno los pueblecitos que van a apareciendo en el horizonte, la hospitalidad de una gente que te cautiva con el habla y te conquista por su amabilidad. Que bebáis buena cerveza y probéis los manjares que tienen por allá. Os recomiendo que no perdáis un minuto más, cojáis el medio de transporte que tengáis más a mano y viajéis a Galicia, sea de peregrinación, por trabajo o simple placer; pero id. Y cuando lleguéis allí dejad el móvil en la mochila, pasad de los auriculares y la televisión, usad la habitación del hotel únicamente para dormir unas pocas horas o comeros a besos, y salid a la calle cuanto antes. Allí, fuera, hay tanto por descubrir que una semana os parecerá un día y un año apenas siete. Yo me volví de allí sabiendo que me traigo mucho de ella y ella se queda mucho mío. Y algún día, Dios quiera que más pronto que tarde, volveremos a encontrarnos frente a la Catedral de Santiago y emprenderemos un nuevo viaje juntos. Qué bonita eres, Galicia querida. Gracias por todo, de corazón.