El encanto de Budapest reside en un factor con el que pocas
ciudades cuentan: el contraste.
Uno llega a la capital húngara y se topa de lleno con toda una
escala de grises que suben desde el pavimento hasta las azoteas de unos edificios tan
altos como apagados. Todavía colean por allí los últimos retazos de ese
comunismo tan felizmente desterrado del viejo continente como extrañamente
añorado por unos pocos. Las construcciones se antojan iguales, las avenidas se
ensanchan y el centro de la ciudad se mueve entre el militarismo de la
antigua URSS y la tristeza arquitectónica de una ciudad que por momentos
parece anclada en la Guerra fría.
Sin embargo, todo cambia cuando el río aparece frente a ti.
Tenía dudas de por qué me decían que Budapest dependía tanto
del Danubio hasta que lo tuve delante. Ese río es media ciudad… o quizá más
aún. No lo es sólo por la unión de la verticalidad de Buda y la
horizontalidad de Pest, es la franja que embellece todo el cuadro, el trazado
de color sobre un fondo oscuro, la pincelada de pasión sobre un lienzo apagado.
De día, el sol se refleja sobre sus aguas y hace relucir todo a su alrededor;
de noche, la artificialidad de millones de luces la hacen tan bonita que uno consigue
enamorarse de ella a pesar de que creyó que sus destinos nunca llegarían a
unirse. La ‘Perla del Danubio’ es el mejor calificativo que se le puede asignar
a Budapest, su belleza nace, vive y muere por y para él.
El puente de las cadenas fue nuestro hogar durante la mayor
parte del tiempo. La cerveza corría por nuestro cuerpo como lo hacía el caudal
bajo él. Compartimos junto al monumento y el majestuoso castillo de Buda
muchas risas, nuevas amistades y viejas anécdotas que nunca se llegan a marchar
del todo. El parlamento impresiona, cierto; pero si tuviera que elegir lo más
magnífico de toda la ciudad me quedaría con la instantánea que uno puede
grabar a fuego en su memoria para el resto de su vida si sube hasta el mirador de la
Ciudadela. Allí te haces el rey de Hungría por un momento y crees tenerla a tus
pies. Apenas dura un instante, pero tu mente te hace creer durante ese segundo que
todo lo que alcanzas a otear te pertenece por derecho divino.
La noche se hace tan corta que cuando quieres darte cuenta
el sol ya está calentando sobre tu cabeza. Las mujeres son bonitas, la comida
es copiosa, la cerveza suave y quizá echas en falta alguna sonrisa perdida…pero
merece la pena, merece mucho la pena perderse por sus calles tanto de noche
como de día, al amanecer y al atardecer, despacio pero sin prisa. Budapest se
quedó atrás pero yo me llevo su recuerdo, que es algo que nadie me podrá quitar
jamás. Hasta siempre, linda. No te olvidaré.