jueves, 14 de noviembre de 2024

Muerto en vida

Hace dos semanas que el cielo se desplomó sobre Valencia. Quince días de imágenes desgarradoras, de sonidos desesperantes, de testimonios que hielan la sangre, de barro y lodo, de lágrimas y desesperación, de pena, de angustia, de rabia y desolación.

He visto tantas cosas en mi vida que pienso que ya poco puede sorprenderme, que hay desgracias a las que me he acostumbrado de tal manera que me apena haber perdido cierta humanidad en ese aspecto. Lo que ayer te erizaba de pena la piel hoy pasa ya casi desapercibido y eso, con el paso de años, te va demonizando poco a poco hasta el punto de que a veces cuesta ver algo de ser humano en uno mismo. Sin embargo, hay días en que la vida te vuelve a hacer persona, te sacude de tal forma que vuelves a sentir hasta un punto que no creíste posible y el demonio impertérrito ante el mal ajeno se convierte en un hombre que se rompe con el dolor de los demás, que vuelve a la vida con una noticia y es ahí cuando uno siente que su alma no está tan perdida como creía. Ayer, a eso de las ocho y media de la tarde, yo volví a ser una persona frágil con lágrimas en los ojos y el corazón totalmente podrido de dolor.

"Se han identificado los cuerpos sin vida de los pequeños Rubén e Izán, de 3 y 5 años, desaparecidos en Torrent por la DANA" sería un titular ya de por sí suficiente para desgarrarte por completo. Pero, tristemente, había más: "los niños desaparecidos hace quince días cuando la fuerza del agua los arrastró mientras que su padre logró agarrarse a un árbol, donde permaneció cuatro horas".

No soy capaz, por mucho que lo intente, de poder comprender el dolor inhumano que ese hombre debió sentir durante esas cuatros horas. Me ha venido a la mente unas trescientas veces durante estas veinticuatro últimas horas lo que tuvo que soportar, lo que fue aquella sensación y la amalgama de desolación, impotencia y rabia que debió surgir en su interior. Lo imagino colgado de un árbol, empapado hasta las cejas de agua, barro y maleza, observando cómo la corriente se lleva consigo a sus dos pequeños. Lo veo llorando, bramando de rabia y de pesadumbre, enfrascado en una batalla interna entre la racionalidad que lo lleva a seguir agarrado de esa rama y un corazón maltrecho que lo anima soltarse para ir a una muerte segura en busca de sus niños. Lo veo destruido, muerto en vida, formando una diabólica contradicción entre un cuerpo que se acaba de salvar con un alma perdida que acaba de ser asesinada, que ha muerto en ese instante y que es perfectamente consciente de que jamás volverá a vivir. La imagen de los cuerpecitos perdiéndose en la oscuridad de la noche, la de sus manos soltándose, el grito seco de suplicio al hacerlo y cuatro eternas horas de soledad para recriminarse si se puedo hacer más. El tiempo pasando tan despacio que parece que jamás existió, el manto de una noche fría envolviéndolo todo, la lluvia golpeando con fuerza y el viento agitando las copas de árboles como ese mismo al que está sujeto. Si el infierno existe no creo que difiera mucho de lo que tuvo que ser esa estampa para aquel maltrecho corazón intentando salvar una vida que ya nunca más tendrá sentido.

Cuatro horas. Doscientos cuarenta minutos de terror, de una pena inmensa. El desconsuelo mezclado con el sonido de la corriente, el pavor al ver los coches chocando contra casas y árboles, el sabor del barro en la boca, el frío del ambiente acrecentándose por la ropa calada, la impotencias por bandera, la frustración de no haber podido hacer más, el odio a un Dios que te ha abandonado y se ha llevado consigo lo que más querías y tanto dolor dentro como jamás creíste que fuese posible sentir. Lo pienso, lo pienso y lo vuelvo a pensar y cada vez duele más, cada vez me hace más daño ese pavor ajeno que siento como propio y que, creo, cualquier puede hacer suyo. En todos mis años, de todas las historias que he escuchado en mi vida, no creo que haya muchas que más hayan marcado y me hayan hecho empatizar tan de cerca con un desconocido al que no pongo cara ni nombre pero al que no puedo más que intentar tratar como alguien cercano al que, ojalá, pudiera mandar fuerza en forma de palabras o de un cálido abrazo. Qué crudeza más grande, qué pena más inmensa y qué dolor incalculable causa en ocasiones la vida, tanto que ni las palabras pueden acercarte a él por mucho que uno lo intente, tanto que el despertar de un nuevo día ya no tiene sentido, tanto que una imagen te perseguirá para siempre y no te soltará jamás. Qué crudeza más grande debe ser seguir respirando sabiendo que moriste un día de lluvia donde la naturaleza te lo arrebató todo y te dejó vivo para que lo recuerdes eternamente. 

viernes, 1 de noviembre de 2024

Una gota

Supongo que todo tuvo que comenzar con una gota. Al final, si lo piensas bien, casi todo lo grande de esta vida empieza con un suspiro, con la levedad incrementándose poco a poco hasta hacerse magnífica. Una gota cayendo desde decenas de kilómetros de distancia y yendo a morir contra el parabrisas de un coche, contra las hojas de un árbol, contra el sombrero de un caballero o contra el alquitrán de algún camino recién asfaltado. Una gota.


Y luego, el infierno.


Intento ponerme en la piel de quien, de repente, comienza a ver un hilo de agua entrando por la rendija de su puerta. Corriendo, acude al cuarto de baño para coger algunas toallas que impidan el paso de la corriente pensando que pueda destrozarle la tarima, quizá la pintura de las paredes o algún mueble recién comprado pero sin imaginarse, porque quién sería capaz de hacerlo, que ese es el principio del fin, que ahí se acaba todo.


Me es imposible no sentir el pánico de esa pareja que, estando a punto de salir a recoger a los niños al colegio, se quedan sorprendidos de lo mucho que llueve. Observan, primero impactados, cómo las calles de un pueblo recóndito y repleto de quietud, se van llenando de agua poco a poco y luego, cuando el torrente de las montañas hace su aparición, el impacto pasa a ser pavor y las palabras de todos los días se transforman en rezos a un dios que parece haberte abandonado. Cómo puede cambiar tan rápido una vida, cómo puede ser la naturaleza tan cruel.



Barro y lodo, agua oscura portando consigo ramas, tierra, rocas y destruyendo todo lo que ve a su alrededor. Agua, la misma sustancia imprescindible que mantiene viva tus células es ahora la que te arranca la vida arrastrándote como un muñeco de trapo sin posibilidad alguna de hacerle frente. Fango y miedo, gritos de terror y llamadas de auxilio, pensamientos fugaces que se cruzan con un nivel que no deja de ascender, que ya casi te atrapa, del que no puedes escapar.


El pueblo del agua se ahoga y sus calles empedradas han quedado cubiertas de cieno. Las casas, arrancadas como si fuesen de paja; no queda rastro de sus fuentes, de su piscina natural, de las escalinatas que conducían a la plaza, de sus paredes blancas, sus árboles milenarios, la tenue luz de las farolas o las sonrisas de sus noches de verbena. Todo se ha perdido y tan sólo quedan el horror y la pena.


El horror de convivir con los muertos, de notar cómo el corazón se detiene con cada conteo de víctimas, con los testimonios de quien lo ha perdido todo, de quien brama de rabia porque la ayuda no llega o de quien muere de dolor porque la corriente se llevó consigo a quien más quería. 


Pena. Inmensa pena. Mensajes que encogen el alma, testimonios que hielan la sangre e historias que te vuelcan el corazón. Abuelos con el agua por las rodillas, bebés recién nacidos que no volverán a reír, muñecas repletas de barro que dan a entender que quien la portaba ya no está, padres llorando la peor de las pérdidas, hijos con la mirada perdida sin saber qué decir y tantas caras de desolación que la impotencia te abruma, que el desconsuelo se apodera de ti que el miedo te eriza la piel.


Rabia de ver a la peor calaña robando tiendas y saqueando comercios, como si no fuera poco para el autónomo que lo ha perdido todo ver cómo una panda de malnacidos le arranca de las manos lo poco que le queda. Qué curiosa es la vida y qué fácil saber, por otro lado, quién está en el lado bueno. Puentes abarrotados de gente con palas a la derecha de sus pantallas, escoria inmunda corriendo con móviles y botellas de cerveza a la izquierda. Ustedes deciden con qué se quieren quedar.


Miedo al volver a ser conscientes de la fragilidad de la vida, de lo rápido que todo puede desaparecer en un momento dado. Pavor a que tú pudieras haber sido uno de ellos y la melancolía de que los tuyos podrían estar ahí. Todas las emociones del ser humano que permanecen escondidas en la cotidianidad de los días, despiertan con toda la fuerza del mundo en situaciones como estas y te recuerdan que no eres nada y que estar aquí un segundo más es un regalo del cielo. Así que, joder, aprovéchalo. 



toda esa amalgama de sentimientos y emociones, de pensamientos y reflexiones comenzó con una gota de agua que luego pasó a ser un tifón. Pero también, con una gota empezó la esperanza de un pueblo que nunca deja a nadie atrás aunque sus gobernantes sí lo hagan. Cientos de personas desplazándose a donde el barro lo ocupa todo, a donde el agua lo abnega todo y a donde el miedo todo lo puede para dar esperanza a quien la perdió, para arrimar el hombro junto a quien ya no tiene fuerzas y para compartir con ellos lo poco que uno tiene.


Saldremos de esta, no os quepa duda… y convertiremos una gota de esperanza en una tormenta de generosidad y fraternidad como pocas veces se ha visto porque al final, como decíamos al principio, todo lo grande comienza con un suspiro, ya sea la peor de las tormentas o el más bello de los milagros.