domingo, 12 de abril de 2015

A Verónica

Querida amiga:

Aún con el sabor a vino rosado inundando mi boca, me siento aquí, frente a una página en blanco y con música de fondo, para escribirte esta carta abierta dejando constancia de la enorme dicha que nos desborda a todos desde el día de ayer. Debo volver a expresarte mi más sincera enhorabuena una vez más por el gran paso que acabas de dar y del que me siento plenamente orgulloso. Y lo hago por escrito, con tu permiso, para que dentro de unos años, cuando leas esto, recuerdes lo feliz que me sentía al verte radiante y emocionada caminar hacia un futuro que a buen seguro será tan grato como sólo tú mereces.

Nunca te vi tan bonita como ayer cuando entraste de blanco impoluto, sujeta al brazo de tu padre, a un templo que se abría de par en par para ti, para la verdadera protagonista del día. Siempre con esa sonrisa incombustible en la cara, cambiaste su mano por la del hombre que te esperaba frente al altar. Me acordé de algo que le escuché en una ocasión a una actriz holliwoodiense y que venía a decir algo así como que, en las bodas, todo el mundo mira a la novia cuando entra a la iglesia, pero que para ver la plenitud del acontecimiento habia que centrarse en el otro protagonista, en ese muchacho que espera paciente a que ella venga hacia él. Me di cuenta de que llevaba razón y supe que andabas en la dirección correcta cuando observé cómo ese chico con esmoquin y dorada corbata te miraba con los ojos de un quinceañero enamorado desde la otra punta. Ahí, en ese instante, respiré tranquilo, pues sabía que habías elegido bien.

La carta de Pablo a los Corintios volvía a ser la lectura obligada. “Si no tengo amor, no soy nada” decía el apóstol hace más de dos mil años y yo, desde la quietud de una casa vacía y con Sabina de fondo, no puedo estar más de acuerdo tantos siglos después. Ayer pude ver y palpar esos resquicios de amor que parecen tan escondidos en estos días de crisis, inmundicia y podredumbre moral. Pude ver la consecución de un destino que parecía escrito desde hace mucho tiempo, de una compensación casi divina que tenía que llegarte más temprano que tarde, porque si alguien se merece lo mejor en este mundo que tan mal nos trata en ocasiones, esa eres tú, la persona más bondadosa, amable y altruista que he conocido en todos los días de mi vida.


La tarde pasó entre copas y risas, y de entre todas la tuya brillaba con más fuerza que ninguna. Te vi enamorada, feliz y risueña en todo momento, peleando con la cola de un vestido que dejaba constancia de que tú, la chica con la que me reí tanto aquel verano de hace unos años, pasaba a ser una señora casada. Me acordé de la piscina, de tantas horas de conversación sobre un futuro que parecía que nunca llegaría pero que ya está aquí, y de cómo te recriminaba que te conformaras con el suelo cuando aspirabas al cielo. No sabes lo que me alegro de que, por fin, decidieras echar a volar hacia él.

Y cierro ya esta misiva recordando a Pablo y su carta, volviendo a recalcar ese “si no tengo amor, no tengo nada” que tanto significa y que, en ocasiones, parece que no le damos la importancia que se merece. Si la vida se reduce a eso, al amor, ayer pude constatar que la tuya es extremadamente plena, que tu familia, tus amigos y el hombre al que ahora llamas esposo te queremos tanto que puedes salir a la calle y gritar a los cuatro vientos que eres la persona más rica del mundo. Te prometo que nadie se alegra más de eso que yo, que el día después y con la resaca todavía a cuestas te vuelvo a recordar envuelta en un manto de felicidad y me sigues sacando una sonrisa. Porque si tú eres feliz, querida, todos los que te queremos lo somos. Y yo, hoy, soy muy muy feliz.

Atentamente:

Tu amigo.

lunes, 6 de abril de 2015

Estrechando el espacio

El sol brillaba con fuerza en una calle repleta de gente dichosa, ebria y deseosa de primavera. El calor en el interior se hacía sofocante y el ambiente ahogaba a una muchedumbre que, intermitentemente, salía afuera para encontrar un soplo de aire fresco que aliviase sus sudorosas pieles.

Ella bailaba a lo lejos una vez más. En esta ocasión le habían estrechado las baldosas, dejando menos espacio de maniobra a una danza que, a pesar de todo, no había perdido ápice alguno de sensualidad.
De nuevo la vio contonearse al son de alguna conocida canción y, otra vez, sufrió el enésimo amago de infarto. Su blusa blanca ondeaba en el ambiente como la bandera que aquel pobre infeliz hubiese querido levantar para pedirle que, por favor, dejara de atormentarlo cada vez que se encontraban. Su pelo se mecía de un lado al otro al compás de unas caderas que marcaban el ritmo de ese cuerpo de escándalo del que no podía despegar la mirada. “Hace mucho calor, ¿no?” le preguntaba un amigo de vez en cuando. “Vaya que si hace” contestaba él sin apartar la mirada de sus piernas.


La vio sonreír y pensó que se despeñaba contra el suelo. Se recordaba a sí mismo, media vida atrás, en alguna plaza desértica cruzándose con ella y sintiendo lo mismo, cayendo rendido ante los oscuros ojos de una preciosa mujer que parecía que nunca dejaría de arrancarle un suspiro.

Apenas consiguió entablar conversación con ella a pesar de que no hacía otra cosa que buscar una excusa para pasar por su lado. Demasiadas cosas los separaban, demasiados factores buscaban hundir el barco de un marinero que eligió mal todo, desde el perfume que ponerse esa tarde hasta el momento de nacer en aquella vida.

Pensó en ello, en los besos que no vendrían, en las caricias que se quedarían sin nacer. Vislumbró las noches de abrazos y pieles desnudas, de miradas silenciosas y de gemidos de pasión que quedarían mudos en dos bocas que parecían destinadas a no encontrarse nunca… y se le vino el mundo abajo.

Trató de sobreponerse rápido, pero no pudo. La tarde ya no calentaba igual, el sabor amargo del alcohol y el comienzo de la resaca llevó a que, poco a poco, los asistentes se marchasen a sus respectivas casas a guarecerse bajo las sábanas tras un sábado maravilloso que pasó tan rápido que parecía un chiste de mal gusto o una macabra broma. Y en el fondo, lo fue.

La noche lo volvió a atrapar entre sus redes, pero ya nada era como antes. Volvía a surcar los bares como si de océanos por explorar se tratasen, pero nada era igual. Las mujeres bailaban, los vestidos se ceñían, las risas se contagiaban e incluso los besos se producían, pero todo era más descafeinado, más soso, demasiado real para unos ojos que se habían colmado unas horas atrás y ahora parecían aburridos, distantes y cansados. 

Así que se marchó. Cogió las riendas de una noche mustia y triste y volvió a perderse en los recovecos de su memoria recordando la fabulosa estampa de unas horas atrás, rememorando las curvas de una chica que lo llevaba volviendo loco tanto tiempo que llegó a dudar que alguna vez hubiese estado realmente cuerdo. Morfeo los reunió poco después, y allí sus labios sí fueron inseparables, sus manos sí consiguieron desnudarla y sus palabras sí nacieron de su boca para decirle que, aunque pudiera vivir mil años, jamás encontraría a otra mujer que, necesitando tan poco espacio para bailar, consiguiera arrastralo a una locura más febril.

martes, 31 de marzo de 2015

El vestido azul

Entró al bar acaparando todas las miradas, como siempre había ocurrido desde que él podía recordar. Taconeaba firme, decidida y con la vista fija en la mesa donde la esperaban, como queriendo evadirse de los ojos de los curiosos, de los pensamientos libidinosos a los que ya estaba más que acostumbrada y que parecía que no terminaban de agradarla del todo.

Llevaba un vestido azul que se ceñía a su cuerpo de una manera tal que era imposible apartar los ojos de una silueta que se contoneaba con una distinción nata, con esa mezcla de naturalidad y sensualidad sólo al alcance de unas pocas. La tela se estrechaba desde la cima de la rodilla y casi se podía atisbar el tacto de su piel, o al menos eso desearon las dos docenas de hombres que la devoraron con la mirada en aquel restaurante. Incluido él, por supuesto.

Se sentó en una mesa lejana pero sus ojos no pararon de mirarla en todo momento, desgranando cada detalle de ese espectáculo que acababa de transformar una noche más en el principio de todas sus noches, de todos sus días, de cualquier relato que pudiera empezar después.

Sus ojos irradiaban elegancia y brillaban bajo los focos con una magnificencia que dejaba pocas dudas al espectador de la naturaleza señorial de lo que él recordaba como una chica que, de repente, se hizo mujer en algún lugar lejano y sin que se diese cuenta. Sus labios se humedecían de vez en cuando en el vino de una copa que no se terminaba de vaciar jamás. Sus manos, frágiles como las de una niña, se entrelazaban nerviosas de un lado al otro sin saber dónde parar. Su cuerpo se mecía pausando el tiempo, como si de un diapasón se tratase, hacia adelante y hacia atrás, acompañando el ritmo del tintineo de cubiertos o de las risotadas de un grupo de amigos que volvía a reencontrarse una vez más. Sobre ella se escribía la partitura de la velada, cada nota sonaba a su alrededor, cada compás empezaba y terminaba en su vestido azul. 

El chico estuvo tentado de pedir un bolígrafo al camarero para inmortalizar sobre papel todos los detalles de la escena, pero pronto cambió de opinión. Comprendió que no era necesario, que la trascendencia de aquel instante quedaría manchada por la tinta y que las palabras, aunque fueran conducidas por la inspiración colosal del momento, no podrían compararse a lo que su mente, días después, magnificaría para su deleite personal. Así que prefirió no perder el tiempo entre versos,  palabras o figuras retóricas y siguió allí exprimiendo cada detalle de una postal que, más pronto que tarde, debía llegar a su fin.

Y, finalmente, ella se marchó. 

No sin antes volver a acaparar los piropos mudos que un ejército de hombres parecieron querer gritar pero que, al final, quedaron en el tintero para jamás ver la luz. Él, por su parte, siguió bebiendo durante toda la noche sin dejar escapar la imagen de ese vestido azul que entró en tropel en su vida y se negó a volver a salir. Porque siempre le quedaría eso: la encomiable tarea de encontrar las palabras adecuadas para dejar constancia que, de vez en cuando, aparece de entre la nada una mujer que te deja sin aliento, que te eriza la piel, que es capaz de hacer que una inspiración que parecía dilapidada vuelva a resurgir como la lava de un volcán. Y para eso, queridos amigos, para que una noche más se convirtiera en el principio de todas las noches, sólo hizo falta un sonrisa preciosa, unos ojos que te atrapan y un cuerpo de locura encerrado bajo llave en las entrañas de un bonito vestido azul.

martes, 24 de marzo de 2015

Mirando al cielo

Supongo que muchos de vosotros conoceréis la celebérrima canción de Huecco "Mirando al cielo". Un tema muy bonito (o por lo menos que a mí me gusta mucho) que habré escuchado cerca de los veinticinco millones de veces y que sigo sin cansarme de oír. Si alguien todavía no sabe de qué le estoy hablando AQUÍ se lo dejo
Pero a pesar de haber escuchado una y otra vez la misma canción, el otro día le encontré una parte que había pasado inadvertida antes para mí. Es un trozo rapeado y que, quizá por estar ya al final de la propia canción, no le había dado mucha importancia anteriormente. Sin emabergo, escuchándola de nuevo y prestando atención a lo que dice, me parece sin duda alguna lo mejor de toda la composición:

"Lejos, extremadamente lejos de tus besos,
intentando en vano cazar las estrellas con los dedos;
echándote de menos: tu carita de melocotón, tu boca, tu pelo...
Mirando al cielo, implorando un tiempo muerto al dueño del universo,
pa´ que escuche mis versos
y me mande de regreso directo a la tierra del fuego,
a tu cama en llamas, con besos de queroseno.
Y me enveneno aquí sin ti,
extraño tu presencia que es parte de mi esencia
duele más tu ausencia que las balas del infierno"

lunes, 23 de marzo de 2015

Con el corazón roto

La Universidad de Whichita (Kansas, EEUU) concluyó hace más de una década que el día más triste del año es el tercer lunes de enero. El Blue Monday, como así lo llaman, no es más que otro estudio social basado en conceptos abstractos y mediciones subjetivas propias de las siempre sobrevaloradísimas ciencias sociales y que, a efectos prácticos, no tiene validez ninguna sobre la población española, ya que todo el mundo sabe que el día más triste del año en este país es el lunes después de haber perdido el clásico. De toda la vida de Dios.

Hoy, 23 de marzo, es ese día. El frío de una primavera que parecía asentada se vuelve a instaurar en las calles de un país mustio, lúgubre, nubloso e impregnado por una lluvia intermitente y maliciosa que nos recuerda que ayer el Madrid perdió en el Camp Nou. Lunes, para más inri, el peor día de la semana, la peor semana del año, el peor año desde que ganamos la décima. Todo mal, muy mal.
Y de entre todas las almas apesadumbradas que hoy vagamos sin un rumbo por las calles de cualquier ciudad, pueblo o aldea de este planeta que se levanta afligido, hay una que a mí me llama especialmente la atención: la de Cristiano Ronaldo.

No es casualidad que la crisis del Madrid vaya de la mano de la de CR7, por supuesto. El mejor jugador del mundo, emblema del mejor equipo de la historia, ha sido, es y será fundamental para la consecución de las metas del club de mis amores y, con él ausente, todo se hace más cuesta arriba.

Cristiano está fuera, por desgracia para todos nosotros. Desde que las campanadas del 2015 anunciaban la venida del nuevo año se le ve apenado, taciturno, indiferente y tremendamente solo. ¿La culpa? Del amor, de quién si no.

No creo que Irina Shayk tuviese constancia del daño que le hacía a más de doscientos millones de madridistas el día que decidió marcharse de su lado. Ahí, en el momento en que le rompía el corazón al pilar donde se sustentaba el mejor Madrid, nos destrozaba, sin saberlo, el alma a todos nosotros. Porque desde entonces Cristo dejó de ser Cristo y empezó a ser el enamorado en pena que todos hemos sido en alguna ocasión, el ser desilusionado con la vida que se levanta cada mañana con cara de pocos amigos y el recuerdo de un amor que parecía inapagable y, de repente, se esfumó como el humo de una cerilla recién apagada.

Ayer Cristiano no fue el peor, ni mucho menos. Marcó un gol y estuvo presente y combativo en la mayor parte del encuentro, pero se nota que no es el mismo. Se nota demasiado. Sus piernas parecen no correr con la potencia que lo hacían hace dos meses, sus números han descendido hasta tal punto que su máximo rival deportivo ha recortado una distancia goleadora que parecía insalvable. Su mirada se pierde en el basto infinito de los estadios, como si buscase en la grada la sonrisa cómplice de una bella rusa que lo volviese a aupar a la gloria. Pero no la encuentra, él se pierde y con él se van nuestras ilusiones.

Si había algo que podía hacer tambalear al mejor jugador de la historia reciente del Real Madrid no podía ser otra cosa que eso, el amor. Esa ruptura ha sido como el puñal de Vellido Dolfos a las puertas de Zamora, como las treinta monedas de plata de Iscariote o el beso de Pepe a Mourinho. Imposible de perdonar. 

El amor, no hay nada que te haga oscilar más en la curva de la felicidad que ese sentimiento. Cómo lo he maldecido durante toda la mañana.

Hoy, el lunes más triste del año, el madridismo se tambalea y las recriminaciones sobrevuelan las barras de los bares, las oficinas y las tertulias deportivas. Desde la portería hasta el banquillo pasando por la defensa o la delantera, todos son culpables. Pero yo, desde el prisma de un romanticismo que me impide ver las cosas con la objetividad que debería, me niego a acusar a Cristiano de los males del Madrid aunque probablemente sea la parte más culpable de esta crisis. Pero es que uno, que tantas veces lloró por amor, no puede más que compadecerse de un hombre con el corazón roto que intenta correr y no puede, que intenta reír y sólo llora, que intenta marcar pero no lo consigue y que se intenta levantar pero su corazón no le deja. Porque cuando ese músculo que bombea sangre está roto, todo cuesta mucho más, incluso si te llamas Cristiano Ronaldo.