martes, 24 de marzo de 2015

Mirando al cielo

Supongo que muchos de vosotros conoceréis la celebérrima canción de Huecco "Mirando al cielo". Un tema muy bonito (o por lo menos que a mí me gusta mucho) que habré escuchado cerca de los veinticinco millones de veces y que sigo sin cansarme de oír. Si alguien todavía no sabe de qué le estoy hablando AQUÍ se lo dejo
Pero a pesar de haber escuchado una y otra vez la misma canción, el otro día le encontré una parte que había pasado inadvertida antes para mí. Es un trozo rapeado y que, quizá por estar ya al final de la propia canción, no le había dado mucha importancia anteriormente. Sin emabergo, escuchándola de nuevo y prestando atención a lo que dice, me parece sin duda alguna lo mejor de toda la composición:

"Lejos, extremadamente lejos de tus besos,
intentando en vano cazar las estrellas con los dedos;
echándote de menos: tu carita de melocotón, tu boca, tu pelo...
Mirando al cielo, implorando un tiempo muerto al dueño del universo,
pa´ que escuche mis versos
y me mande de regreso directo a la tierra del fuego,
a tu cama en llamas, con besos de queroseno.
Y me enveneno aquí sin ti,
extraño tu presencia que es parte de mi esencia
duele más tu ausencia que las balas del infierno"

lunes, 23 de marzo de 2015

Con el corazón roto

La Universidad de Whichita (Kansas, EEUU) concluyó hace más de una década que el día más triste del año es el tercer lunes de enero. El Blue Monday, como así lo llaman, no es más que otro estudio social basado en conceptos abstractos y mediciones subjetivas propias de las siempre sobrevaloradísimas ciencias sociales y que, a efectos prácticos, no tiene validez ninguna sobre la población española, ya que todo el mundo sabe que el día más triste del año en este país es el lunes después de haber perdido el clásico. De toda la vida de Dios.

Hoy, 23 de marzo, es ese día. El frío de una primavera que parecía asentada se vuelve a instaurar en las calles de un país mustio, lúgubre, nubloso e impregnado por una lluvia intermitente y maliciosa que nos recuerda que ayer el Madrid perdió en el Camp Nou. Lunes, para más inri, el peor día de la semana, la peor semana del año, el peor año desde que ganamos la décima. Todo mal, muy mal.
Y de entre todas las almas apesadumbradas que hoy vagamos sin un rumbo por las calles de cualquier ciudad, pueblo o aldea de este planeta que se levanta afligido, hay una que a mí me llama especialmente la atención: la de Cristiano Ronaldo.

No es casualidad que la crisis del Madrid vaya de la mano de la de CR7, por supuesto. El mejor jugador del mundo, emblema del mejor equipo de la historia, ha sido, es y será fundamental para la consecución de las metas del club de mis amores y, con él ausente, todo se hace más cuesta arriba.

Cristiano está fuera, por desgracia para todos nosotros. Desde que las campanadas del 2015 anunciaban la venida del nuevo año se le ve apenado, taciturno, indiferente y tremendamente solo. ¿La culpa? Del amor, de quién si no.

No creo que Irina Shayk tuviese constancia del daño que le hacía a más de doscientos millones de madridistas el día que decidió marcharse de su lado. Ahí, en el momento en que le rompía el corazón al pilar donde se sustentaba el mejor Madrid, nos destrozaba, sin saberlo, el alma a todos nosotros. Porque desde entonces Cristo dejó de ser Cristo y empezó a ser el enamorado en pena que todos hemos sido en alguna ocasión, el ser desilusionado con la vida que se levanta cada mañana con cara de pocos amigos y el recuerdo de un amor que parecía inapagable y, de repente, se esfumó como el humo de una cerilla recién apagada.

Ayer Cristiano no fue el peor, ni mucho menos. Marcó un gol y estuvo presente y combativo en la mayor parte del encuentro, pero se nota que no es el mismo. Se nota demasiado. Sus piernas parecen no correr con la potencia que lo hacían hace dos meses, sus números han descendido hasta tal punto que su máximo rival deportivo ha recortado una distancia goleadora que parecía insalvable. Su mirada se pierde en el basto infinito de los estadios, como si buscase en la grada la sonrisa cómplice de una bella rusa que lo volviese a aupar a la gloria. Pero no la encuentra, él se pierde y con él se van nuestras ilusiones.

Si había algo que podía hacer tambalear al mejor jugador de la historia reciente del Real Madrid no podía ser otra cosa que eso, el amor. Esa ruptura ha sido como el puñal de Vellido Dolfos a las puertas de Zamora, como las treinta monedas de plata de Iscariote o el beso de Pepe a Mourinho. Imposible de perdonar. 

El amor, no hay nada que te haga oscilar más en la curva de la felicidad que ese sentimiento. Cómo lo he maldecido durante toda la mañana.

Hoy, el lunes más triste del año, el madridismo se tambalea y las recriminaciones sobrevuelan las barras de los bares, las oficinas y las tertulias deportivas. Desde la portería hasta el banquillo pasando por la defensa o la delantera, todos son culpables. Pero yo, desde el prisma de un romanticismo que me impide ver las cosas con la objetividad que debería, me niego a acusar a Cristiano de los males del Madrid aunque probablemente sea la parte más culpable de esta crisis. Pero es que uno, que tantas veces lloró por amor, no puede más que compadecerse de un hombre con el corazón roto que intenta correr y no puede, que intenta reír y sólo llora, que intenta marcar pero no lo consigue y que se intenta levantar pero su corazón no le deja. Porque cuando ese músculo que bombea sangre está roto, todo cuesta mucho más, incluso si te llamas Cristiano Ronaldo.

domingo, 22 de marzo de 2015

Fue

Fue rozar sus labios y comprender que el mundo jamás volvería a saberme igual.
Fue tocar su piel y saber que mis manos no volverían a surcar otro cuerpo.
Fue vislumbrar la silueta de su cadera desnuda y jurar que nunca escribiría sobre otra.
Fue escuchar el palpitar de su corazón acelerado y engrandecerme como un gigante henchido de orgullo.


Fue desabrochar la hebilla de aquel sujetador y percibir que mis dedos comenzaban a temblar.
Fue oler el perfume de su cuello y omitir para el resto de mis días cualquier otra fragancia.
Fue divisar que la temperatura de su cuerpo se acrecentaba y concluir que ya no tenía escapatoria.
Fue sentir su lengua enlazarse con la mía y tensar cada músculo de mi anatomía.
Fue advertir su respiración entrecortada y suplicar al cielo para que no se fuera jamás de mi lado.
Fue notar que mi mente se aclaraba y darme cuenta de que el primer ‘te quiero’ estaba por caer.
Fue besar esa boca que enloquece y entender que, inevitablemente, estaba condenado a pasar el resto de mi vida encerrado entre sus brazos, anclado a su pecho, enclaustrado en su cama y apresado a sus besos.

lunes, 9 de marzo de 2015

A mí dame...

A mí dame mil noches sin dormir y quédate tú con los madrugones. Dame risas entre amigos y, para ti, las forzadas en reuniones de alto standing. A mí dame besos y abrazos, caricias en camas ajenas y te regalo todo el dinero del mundo. Dame botellas de vino, dame partidos de fútbol, dame olor a hierba mojada, sol y cerveza, momentos de locura y de perder la cabeza.

A mí dame una falda blanca y unas gafas grandes de sol. Dame labios sin pintar y pieles libres de maquillajes, dame un desfile de Victoria´s Secret y quédate para ti París, Cibeles, Milán y Gaudí. A mí dame sonrisas puras y sonrojos por piropos y métete donde te quepa el frío del invierno, la vergüenza del fracaso, las camas vacías y los sábados de descanso.

A mí dame una vida corta pero intensa, la certeza de que dentro de unos años mi memoria no recordará todas las locuras que hice porque fueron tantas que muchas las ha tenido que omitir. Prométeme que siempre habrá una mujer que recuerde mis besos y sienta mi piel desnuda aunque haya pasado tanto tiempo que ni se acuerde cómo besaba ella, ni cómo tiritaba la suya.

A mí dame medio millón de lunas llenas y otro medio de estrellas brillando sin cesar, dame una botella de buen whisky, una mirada lasciva, una falda que levantar, un mar susurrando al fondo, un avión sobrevolando la noche en algún lejano lugar o una nueva copa vestida de blanco que algún capitán se atreva, frente al cielo de Madrid, a levantar.

A mí dame cada uno de los deseos de mi lista y podré decir que no pasé por este mundo como uno más, que viví cada instante como si fuera el último y que, cuando me llamaron a filas, me fui con la sonrisa de quien ha saboreado el momento, de quien lo ha exprimido todo, de quien quiso más de lo que su corazón podía albergar y de quien será recordado por lo único que todos deberíamos: por haber disfrutado de la vida con toda la intensidad.

miércoles, 4 de marzo de 2015

En mi estadio NO

Supongamos que usted tiene trabajo un fin de semana cualquiera y un amigo le pide las llaves del piso de la playa. Usted, a sabiendas que no lo va a utilizar, queda dubitativo en primera instancia y, cuanto menos, intentará exponer alguna excusa para pensar cinco minutos y a solas sobre si es buena idea o no. Probablemente, si el amigo es íntimo, usted acabará cediendo aunque no por ello dejará de avisar desde el rellano de su puerta y mientras él se marcha escaleras abajo con las llaves en la mano que, por favor, tenga mucho cuidado. Si, tal y como decíamos, el amigo es de fiar, a buen seguro le dejará todo ordenado cuando termine su retiro y le devolverá las llaves en el periodo establecido, con un agradecimiento eterno, efusivo y profundo. Usted, cuando vuelva a ese apartamento, verá que la confianza depositada en él ha sido devuelta en forma de cuidadoso decoro y ningún destrozo material, se alegrará ver que su amigo ha demostrado con hechos que es digno de confianza y la historia terminará con un final feliz.

Supongamos ahora que un amigo íntimo viene a pedirle su piso en la playa para un compañero de trabajo que usted no conoce. Usted, estupefacto, sonreirá en primera instancia pensando que todo es una broma de mal gusto. Cuando finalmente se dé cuenta de que no es así, le preguntará si se ha fumando alguna mierda rara y le recordará lo valioso que es ese piso para usted y que, por supuesto, si ya le costaría trabajo dejárselo a él, ni habiéndose bebido tres botellas de orujo se lo dejaría a un desconocido. Su amigo, avergonzado, le pediría perdón por la impertinencia y, tras unos días de estar molesto con él, usted accederá a perdonarlo sin dejar de salir, eso sí, del asombro que le produjo semejante ida de olla.

Pongámonos ahora en un tercer caso: Imagine que se encuentra por la calle con un chico que siempre que lo ve por la calle se mete con usted, que lo insulta y lo vilipendia sin motivo aparente. Un energúmeno al que tuvo que denunciar una vez por apedrearle el coche y que no sólo lo molesta a usted, si no que en reiteradas ocasiones se ha metido con su esposa y sus hijos. Imagine que ese tipo lo para por la calle y, de repente, le pide que le deje las llaves de su piso en la playa. Cuesta trabajo pensar cuán lejos no lo mandaría, pasando por diferentes tipos de excrementos de animal, después de que se atreviese a  pedirle semejante favor con el historial semi delictivo y totalmente irrespetuoso que ha tenido con usted y con su familia. Por supuesto, se negaría y, casi con total seguridad, la cosa acabaría con la policía de por medio.

Por último, póngase en la tesitura de que no es uno, sino setenta mil individuos como el último los que le piden, ya no su casa de la playa, sino su vivienda habitual, para irse de juerga un sábado cualquiera. Imagine que esos setenta mil personajes tienen intención manifiesta de destrozarle el hogar de punta a punta, respetando únicamente el trozo que el 'segurata' de la comunidad de vecinos les prohíba. Imagine también que, además, pretenden corear, con cientos de cámaras de televisión grabando y retransmitiendo para el mundo entero, cánticos en contra suya, de su familia y de su país. Piense que utilizarán su casa para fines propagandísticos y que, aprovechando su hospitalidad, intentarán desprestigiarlo frente a todos sus vecinos, amigos, compañeros de trabajo o simplemente conocidos. Por último, véase usted llegando el lunes por la mañana y encontrando su salón, su cocina, sus baños y su comedor totalmente destrozados y, cuando tenga intención de reclamarles el pago de los daños, ya no sólo no conseguirá un céntimo de sus carteras sino que, probablemente, se encuentre con una risa burlona y algún "ahora te jodes" por detrás.


Ahora, con calma, piense si usted, querido amigo, dejaría el estadio Santiago Bernabéu para que se disputase en él una final de Copa del Rey (o de España) entre los dos equipos que más odian al Santiago Bernabéu, al Real Madrid, al rey y a España. Yo, desde luego, lo tengo claro: si quieren un campo donde demostrar su mala educación y su falta de respeto, que se busquen otro. En el mío esa escoria no entra, en el mío esa gentuza no demuestra que lo es y, en definitiva, en mi estadio, esa panda de energúmenos no juega. Ojalá el presidente de mi club piense como yo.


PD: Ahora que me vengan a decirme que no todos son así y que no es justo que paguen todos por uno, que yo les remitiré al vídeo que he enlazado.

viernes, 27 de febrero de 2015

La cama, el sudor y el vino

La besaba tan bien que ella tardó un buen rato en darse cuenta de que la estaba desnudando. Cuando se percató de que sus manos ya habían desabrochado dos de los tres botones de su vaquero, pensó que era demasiado tarde como para resistirse. Así que se dejó llevar. Y no se arrepintió.

Sus lenguas guerreaban en una batalla sin cuartel que únicamente se detenía cuando él, de vez en cuando, abandonaba la boca para comenzar a besarle el cuello con una dulzura inusitada. Mientras ella se relamía como una gata, él se deslizaba por debajo de la camiseta y la apretaba con pujanza contra sí, intentando despertar una llama que, sin saberlo, hacía ya tiempo que había prendido con fervor bajo la piel de una amante que dejó de lado la mesura y la compostura para volverse fiera, salvaje y, por minutos, totalmente irracional.

Ella gemía y se retorcía como un muelle a punto de saltar sobre su eje, estrujando con fuerza los dedos de sus pies y acariciando la cabellera de un hombre que, poco a poco, iba descendiendo más y más hacia el instante donde tendría que desprender con su boca la traba en forma de botón que suponía la última barrera para dos seres que ardían por dentro y por fuera y que buscaban desquitarse de cualquier prenda de vestir para aliviar ese calor sofocante que los atenazaba. Aunque probablemente sólo conseguirían lo contrario.

Las camisas volaron por los aires y los pantalones se perdieron entre las sábanas antes de que el primer suspiro de pasión se hiciese ensordecedor en el cuarto. Los cristales, empañados; las sábanas, húmedas; los amantes, excitados. Y toda una noche para hacer realidad cualquier fantasía imaginable.
El sudor comenzaba a supurar por los poros y, por un momento, el radiador que había calentado la habitación horas antes se antojó inservible. Los dedos resbalaban por unas pieles que, a pesar de la temperatura casi hiriente del cuarto, conseguían erizarse como si estuvieran bajo cero. Los besos se hacían eternos y las bocas recorrían cada centímetro de sus anatomías, cada milímetro de sus seres, cada recodo de un terreno vasto y por explorar. El aliento de uno se mezclaba con el del otro y el segundo se lo devolvía a la primera de nuevo. El vino aún manchaba los labios de ambos y, cuando no era así, la botella, que se encontraba semi desnuda y casi vacía en la mesita, los volvía a embarrar del néctar que los había hecho fluir de pasión como tantas veces sucedió antes y tantas otras sucedería después. Y así pasaron unas horas que se convirtieron en minutos como por arte de magia.


La mañana los cogió desnudos y el sol bañó con su luz una despedida mucho más mustia que la escena que la luna había visto tiempo atrás. Ella se marchó por la puerta mientras él quedó exhausto sobre el colchón. Se miraron por última vez jurándose, curiosamente sin decir nada, que no sería la última. Había demasiado que explicar y muy pocas palabras, había demasiado que gritar sin un hilo de voz, demasiado que sentir con tan poco corazón, demasiado que vivir y tan poca vida pero, sobre todo y ante todo, quedaba todavía muchísimo por disfrutar y para eso, a buen seguro, sí que habría tiempo. Todo el del mundo, toda una vida... y mucho más.

miércoles, 25 de febrero de 2015

Whiplash

Con la resaca de los Oscars aún presente, ahondo en la que, para mí, era sin duda la película más talentosa de las ocho nominadas. De Whiplash como film ya he hablado más o menos en Twitter y quizá hasta escriba algo más extenso en los próximos días. Hoy, sin embargo, quería dejaros un diálogo de la película que ya de por sí vale un premio. Os pongo en situación ya que, aunque voy a intentar subir el vídeo a Youtube, dudo mucho que no lo retiren en pocas horas.


La escena se desarrolla en un bar donde Terence Fletcher (J.K Simmons) toca junto a su banda. Su ex alumno, Andrew Neyman (Miles Teller) pasa por la puerta y ve anunciada la actuación del profesor que más le ha puteado la vida. Entra y lo escucha tocar. Finalizada la pieza, Fletcher lo ve y se acerca a hablar con él invitándolo a una copa. Ahí comienza un diálogo que habla de la motivación del maestro al alumno, de cómo a veces es necesario apretar la naranja con toda la fuerza del mundo para poder sacar el zumo. Y lo cuenta así:

Fletcher: “La verdad es que no creo que la gente entendiese qué es lo que yo hacía en Shaffer*. Yo no estaba allí para dirigir, cualquier imbécil puede mover las manos y mantener el tiempo de una banda. Yo estaba allí para exigir a cualquier alumno más de lo que se espera de él y creo que esa es una necesidad apremiante. De otro modo privaríamos al mundo del siguiente Louis Armstrong o del próximo Charlie Parker. ¿Te he contado la historia de cómo Charlie Parker se convirtió en Charlie Parker?"
Neyman: "Joe Jones le tiró un platillo".
Fletcher: "Exactamente. Parker era un chico joven, muy bueno con el saxo, pero en un concierto va y la caga. Jones casi lo decapita por eso y el público se ríe de él. El chaval llora toda la noche pero, ¿qué hace al día siguiente? Practica. Practica una y otra vez con un solo objetivo: que nadie vuelva a reírse de él nunca más. Al año siguiente vuelve al Reno Club y toca el jodido mejor solo de saxo que se haya escuchado en la historia. Así que imagina por un momento que Jones, en vez de lanzarle un platillo a la cabeza, le hubiera dicho “está bien Charlie, no te preocupes, no estuvo mal. Buen trabajo” Entonces Charlie habría pensado “a la mierda, es verdad, no ha estado mal”. Fin de la historia, no hay Bird*. Para mí eso es una tragedia absoluta, pero es lo que el mundo quiere ahora mientras se pregunta por qué el jazz está muriendo. Por eso te aseguro que cada nuevo álbum de jazz que pasan en algún Starbucks prueba lo que digo, que no hay dos palabras más dañinas en nuestro idioma que “buen trabajo”
Neyman: "¿Pero hay un límite? ¿quizá fuiste demasiado lejos y desanimaste al próximo Charlie Parker?"
Fletcher: "No hombre, no… porque el próximo Charlie Parker nunca se rendiría".


Notas: 
Shaffer: Academia musical donde Fletcher impartía clases
Bird: Apodo con el que se conocía al músico Charlie Parker

lunes, 23 de febrero de 2015

El error de Andrés

Creo que existen pocas cosas en el mundo más tristes que un sábado de invierno en un pueblo del interior. La gente de bien se cobija bajo las sayas de una mesa de camilla mientras los despojos de la sociedad salimos a la calle a enfriar en la escarcha de las aceras un corazón que, como diría Sabina, hace ya tiempo que está podrido de latir.


Fue junto al candor del whisky y el relampaguear del neón cuando me encontré con Andrés una vez más. Nos fundimos en un abrazo cariñoso y recurrimos, de nuevo, a la charla que siempre nos acompaña y de la que nos sentimos profundamente orgullosos: nuestro madridismo. Nos acordamos de todo y de todos, desde la periferia de la capital hasta el barrio más docto de Londres, y comenzamos a reír y a burlarnos, como buenos madridistas que somos, de cualquiera que eligió incomprensiblemente alejarse de la felicidad máxima que supone amar al Real Madrid.

El reloj no dejó de correr como nunca lo hizo antes ni lo hará después, y del fútbol pasamos al otro tema recurrente de cualquier hombre que se precie, mas si el alcohol ya fluye por lo más profundo de tu ser: las mujeres. Y fue con eso cuando su cara cambió por completo.
Me señaló con el índice hacia el fondo del bar, donde un grupo de chicas de su edad bailoteaban al son de la música. Entonces pude ver una cara de consternación que me sobresaltó. Nunca lo había visto así, alicaído, preocupado y, si me apuran, hasta melancólico. Lo dejé momentáneamente con sus pensamientos mientras volvía a llenar de Johnny Walker la copa y pude ver cómo se alejaba para reunirse con el grupo y, poco después, con una chica en particular de la que con casi sin decirme nada me lo había dicho todo.
Los vi charlar durante un rato con ella mientras yo me limitaba a observarlos desde la lejanía. Permanecía allí quieto y expectante viendo cómo, por una vez, era otro hombre el que intentaba conquistar a la chica del bar. Pero aquello era algo más que una simple conquista.


La miraba distinto, no como un hombre deseoso de llevarse a su presa a la cama, sino como un enamorado ñoño que no se atreve a levantar demasiado la voz por si asusta a la chica, por si dice alguna tontería que lo prive de su compañía, de su perfume o de su media sonrisa cuando consigue, de vez en cuando, hacerla reír. Lo vi cómo mimaba, sin caricias físicas pero con lo que quise entender que eran bonitas palabras, a una mujer que sin duda era especial para él. Y, finalmente, me animé a acercarme.
No sé si hice bien al intentar echar un cable a mi amigo, pero el que caso es que lo hice. Comenzamos a hablar los tres y yo, en ocasiones, intentaba sacar un punto común entre los dos para decir lo buena pareja que hacían o alguna mierda similar con la más que evidente intención de que se la ligase. Sin embargo, veía cómo él se alejaba de los convencionalismos de otras ocasiones y parecía que eso, el engañarla para irse juntos, era lo que menos le interesaba. Me dio la impresión de que le sabía a poco, de que quería mucho más.

Tras media hora de conversación, la chica se tomó un descanso de nuestras coñas para volver con sus amigas y quedamos Andrés y yo solos en medio de un pub que cada vez parecía más vacío también. Me hizo un ademán y nos apartamos un poco del grupo. 
-        “Es muy guapa” – dije
-       “Es más que eso” – respondió con un tono que, incluso en medio de la triste estampa, me pareció lúgubre y mustio, triste y afligido.

Me contó que una vez la tuvo y que la dejó escapar, y me lo narró como si de una novela de Márquez se tratase, con tono majestuoso y tremendamente apabullante. Repitió tantas veces palabras como “la cagué” o “es perfecta” que consiguió emocionarme, darme cuenta de que ahí había algo mayor que el típico ligoteo de un sábado por la noche. Muchísimo más grande.

Quedamos charlando un rato y al final lo perdí de vista. Recuerdo que me dijo “tendrías que escribir algo sobre esto” y me he animado a hacerlo una noche fría de febrero porque creo que ya no sólo lo merece él, que también; sino que esa conversación sirve de ejemplo para volver a traer a colación ese refranero popular que nos avisa que es cuando perdemos lo que tenemos al lado cuando comenzamos a extrañarlo. Todos lo hemos comprendido en alguna ocasión y, sea por los motivos que sea, seguimos cayendo en el mismo error una y otra vez. Sin embargo, a pesar de lo triste de la escena, sí creo fervientemente una cosa: que cuando alguien mira con esos ojos de amor puro con los que mi amigo miraba a esa muchacha, cualquier cosa es posible, cualquier peldaño es superable y cualquier decisión mal tomada puede revertirse un día de estos. Y estoy seguro de que así será, no me cabe la menor duda.

domingo, 1 de febrero de 2015

Las mujeres más bellas

Dice Vargas Llosa que las mujeres normales son las más bellas… y yo no puedo estar más de acuerdo con él. Escribe el peruano que “las bellezas reales son las que beben cerveza y no controlan cuántas patatas han comido, las que se sientan en los bancos del parque a comer pipas o acarician con ternura a un perro que se les acerca a olerlas”. Asegura que "las mejores son las que derrochan belleza y no glamour, desgastan sonrisas, cruzan las piernas y arquean la espalda. Salen en fotos rodeadas de gente, esperan en la parada del bus y huelen a limpio". Pero hay mucho, mucho más.

Las mujeres más bellas son las que usan vestidos anchos y cortos en verano, sonríen mucho y no paran de hablar. Son las que te miran con ojos vidriosos, se muerden el labio inferior, adoran el café o te dicen, sin pararse a reflexionar, que te quieren con locura. Para mí, las mujeres más bellas taconean con estilo pero se descalzan cuándo y dónde quieren, alargan una caricia o buscan un beso en la oscuridad. Huelen a fresco perfume y saben a gloria bendita.

Las mujeres más bellas saben besar muy bien, cosa que no todo el mundo puede decir. Encuentran tu mano en el cine o tu pecho cuando se van a dormir y estampan su aliento en tu boca porque no tienen otra forma de conciliar el sueño que la de estar a tu lado. Son rubias, morenas o castañas que tuestan su piel al sol de Julio y tienen los pies congelados en enero. Usan tonalidades alegres cuando el calor aprieta y recurren al cuello largo, los guantes, la bufanda ancha y las botas altas en invierno. 

Las encontrarás vibrando con un partido del Madrid en algún bar de tu ciudad. Puedes directamente pedirle matrimonio si lleva la camiseta blanca y se molesta si la llamas ‘pipera’. Beben cerveza por las tardes y vino por la noche, sobre todo si las invitas a tu casa a disfrutar de una botella en un baño de espuma. Leen a la luz de la mesita con gafas de pasta dura y un pijama rosa de niña de once años. Te abrazan por las noches para que las calientes o te roban el edredón sin querer queriendo. Las mujeres más bellas tardan una hora en arreglarse y medio minuto en desnudarse, una semana en dejarse besar y seis meses en atreverse a decir ‘te quiero’. Se sonrojan con los piropos y te contestan halagadas con un ‘gracias’ a cada uno de éstos. Cantan en la ducha, sonríen por la calle y los domingos no quieren salir de la cama. Las mujeres más bellas están compuestas de mil detalles que te enamoran para siempre, que consiguen hacerte jurar que darás todo cuanto tienes por hacerla feliz. Te miran de reojo y se te cae el mundo al suelo, te besan en los labios y te dejan sin respiración. Te acarician el pelo y detienen el tiempo y, después, cuando el reloj vuelve a echar a andar, te das cuenta de que la mujer más bonita de entre todas las más bellas es aquella que, pudiendo estar en cualquier otra parte, prefiere estar ahí contigo. Y a esa no debes dejarla ir. Jamás.

sábado, 24 de enero de 2015

Noche de viernes

El hielo, que hasta no hacía mucho había llenado el vaso, se había derretido ya.
La botella, que hasta no hacía demasiado permanecía precintada, comenzaba a ver su final.
Él, que hasta no hacía tanto había estado sobrio, comenzaba a pelear con sus pies para no trastabillar.
La luz, que había cegado sus ojos no muchas horas atrás, se apagaba con cada sorbo de un whisky cada vez más dulce, más placentero, más cálido al paladar.
El mundo, que había rodado sin descanso durante siglos, no daba síntomas de seguir haciéndolo en la actualidad.
La luna, que lucía en lo alto del firmamento, volvía a escuchar sus aullidos de súplica una vez más.
Las estrellas, que se habían escondido entre nubarrones, rayos y centellas, brillaban como faros marcando un camino al que ya no volverá.
La cama que tantas veces había humedecido con su sudor, se sentía fría, aburrida y deseosa de gritar.
La quietud, que siempre había sido nota discordante en la partitura de sus días, se había convertido ahora en una constante difícil de escapar.
La música, que durante meses había permanecido apagada, volvía en el ambiente con fuerza a resonar.
La inspiración, que durante semanas había estado ausente, encontró el camino para regresar.
El texto, que se iba llenando de lexemas y morfemas con el teclear de sus yemas, clamaba por terminar.
Los dedos, deseosos de acariciar pieles ajenas, se conformaban con aporrear un teclado cansado de penar.
Sus ojos, adormecidos y cansados, se empezaban a entornar.
Su alma, encogida de tristeza y melancolía, suspiraba por irse a descansar.
Y el punto, que tantas había sido seguido, de repente y sin darnos cuenta, se convirtió en uno final.

miércoles, 14 de enero de 2015

Microcuento (VII)

Dibujé un mapa del tesoro que comenzaba en tu ombligo, que recorría tus piernas, que escalaba tus pechos y que moría en tu boca. Una caminata de pocos centímetros y muchas paradas, de piel erizaba y susurros lascivos, de las que te vuelven loca, de las que te sacan de quicio, de las que aligeran el paso, desechan lo casto y enaltecen el vicio.

Encontré el cofre de tus besos perdidos, de tus caricias regaladas, de tus labios prohibidos, de tus ojos perdidos y mis manos atadas. Atadas a un cuerpo que no quiero que huya, que hoy es mío para siempre, que no suelto por nada, que no dejo que se marche, que no quiero que se escape, que no consiento que me deje, que no permito que se aleje.

Te encontré de norte a sur y de este a oeste, y nombré territorio adjudicado los cuatro puntos cardinales en los que en una noche de empañados cristales, con permiso y sin reparo, te hice mía para siempre. Y fue ahí, entre sábanas de franela y un colchón que no paraba de gritar, donde puse de manifiesto a los dioses conocidos que en aquel país recién explorado no habría más habitante que un muchacho obsesionado, que un joven entregado, que un niño desamparado, que un hombre enamorado. Fue allí, en la alcoba donde te vi desnuda, donde supe con toda certeza y no tuve ninguna duda, de que mi cama no volvería a quedar viuda y que en mi puzle, por fin, comenzaban a encajar las piezas. Allí, a la luz de un radiador mutilado, reconocí ante el mundo que me habían conquistado.

lunes, 5 de enero de 2015

El beso que nunca llegó

El ambiente permanecía iluminado, tenuemente, por la luz que desprendía un cartelito azul de un canal de una radio cualquiera de la TDT. Una manta vieja servía de arropo ante el frío invernal de un salón que hacía demasiado que permanecía gélido, sin vida, destinado a una soledad total. Debajo de ese trozo de tela, las manos de dos amigos se entrelazaban después de todo un día deseando hacerlo y no atreverse a ello. Quedaba poco tiempo y había que aprovecharlo.

Sobre la oscuridad casi absoluta del lugar, resplandecían los mechones de su pelo dorado. Habían hablado de todos y de todo, sin excepción, sin esconderse de nada ni de nadie, aunque sólo, y por desgracia, en el sentido figurado de la expresión. Sus ojos se encontraban de vez en cuando y se miraban con el cariño que lo hicieron antaño, en algún mundo lejano donde todo era distinto, más alegre, menos dañino, más quimérico y menos real. Una época que había quedado atrás hacía tanto tiempo que, por un momento, pareció que jamás hubiese ocurrido.

Él pensaba que no la encontraría más guapa que por aquel entonces pero, de nuevo, se equivocó. Los años habían impregnado en ella un aura de madurez que la hacía, todavía, más interesante, más bonita, más mujer. Atrás quedaba esa niña que resoplaba cuando su boca se perdía en su cuello. Ahora, frente a él, se hallaba una mujer hecha y derecha, como dicen las viejas de pueblo. Una señora de los pies a la cabeza, con la elegancia que siempre la caracterizó y el carácter dulce y amable que un día estuvo a puntito de enamorarlo para siempre. Aunque nunca era tarde para eso.

Las circunstancias de la vida, eso sí, eran bien distintas a las de esa época idílica que había desaparecido. Lo que una vez consideró como suyo, como la fortaleza donde guarecerse en las frías noches de enero, ya no lo era más. Otro ejército moraba ahora allí y él debía acomodarse en los aposentos que se le reservaban, con caballerosidad manifiesta y una honda y escondida decepción. No quedaba más remedio, por muy difícil que se le hiciese todo.

Sin embargo, ambos sabían que esa reunión no era solamente amistosa. Ni mucho menos.
Sus cabezas se acercaban más y más con el transcurrir de los minutos, ansiando un primer beso que no terminaba de llegar. Las miradas se alargaban, las sonrisas nerviosas relucían, los labios se humedecían de vez en cuando para preparase para un instante que los dos deseaban pero que no se terminaba de producir. Ni se podía producir. 
Se miraban las bocas, se abrazaban con fuerza, se acariciaban las pieles y, finalmente, volvían a mantener la distancia. Temerosos, respetuosos con aquellos con los que debían serlos y, sobre todo, con ellos mismos. Y así debía ser.

El reloj fue consumiendo la tarde y la hora del adiós llegó. El sofá de la fría habitación quedó atrás y un hall deshabitado fue el escenario elegido ahora por los actores para el acto final de una tragicomedia maravillosa que concluía ahí, al menos en su primera parte. Los abrigos ya estaban en las manos y la oscuridad de una casa que volvía a quedar en penumbra una semana más, lo ocupaba todo, como siempre debió ser en cualquier acto romántico que se precie. Ella le pidió un abrazo y él, acongojado y acojonado, se lo dio. Notaba como su corazón latía con fuerza y eso le evocó otra retahíla de recuerdos. Se separaron despacio y él pudo notar su aliento en el cuello. No alcanzó a recordar una vez que deseara más arrebatarle un beso a alguien, perderse en su lengua durante toda la noche. Pero no lo hizo. De nuevo, no pudo hacerlo. En lugar de aquel beso pasional y romántico salió a relucir el que quizá él más odiaba: uno lento y fraternal en su frente. Probablemente el beso más descafeinado de todos cuantos existen. 

La miró por última vez y la dejó escapar a los brazos de otro. Entre improperios y lamentos, la chica que adoraba y que tan feliz le hacía, el talismán que le devolvía la suerte, su amuleto, su amiga y su amor, se marchaba lejos para volver a la cama de quien en su momento sí pudo y quiso amarla. De un chico sin nombre ni apellidos que supo darse cuenta del tesoro que le había caído del cielo y que no dudó un segundo en luchar por él hasta el final. “Hombre afortunado aquel” pensó el muchacho. “Y bastante más listo que yo”.
Y de la opacidad de la casa, sin darse cuenta, se vieron envueltos en el manto de una luna llena que les marcaba el camino a otra. El anillo con el que había jugueteado durante toda la tarde se marchaba a hacerlo con las manos de otro. Esos ojos pardos que lo habían mirado con cariño, se iban lejos de nuevo. La constelación de lunares que poblaban su pecho se alejaban de allí para ser exploradas por algún astronauta que sí tuvo el valor de subirse a la nave espacial en su día mientras él, el cobarde que no quiso, pudo o supo hacerlo, quedó en el hangar de la estación espacial con el casco en la mano y la mirada perdida, maldiciendo el día en que dejó escapar su oportunidad y prefirió quedarse en la dureza de la tierra antes de volar al espacio con la mujer más maravillosa de que se tiene constancia.

sábado, 3 de enero de 2015

2014-15

Las últimas gotas de cera de la vela del año 2014 van cayendo sobre la gran mesa del infinito espacio-tiempo mientras, casi sin darnos cuenta, la mecha de la siguiente comienza a calentarse al fondo de la habitación para iluminar, ya mismo, el nuevo 2015 que se nos ha echado encima. ¡Qué nervios, qué emoción!
El año del ébola, el pequeño Nicolás, Felipe VI, Pablo Iglesias o el mordisco de Suárez a Chiellini se va cabizbajo en un taxi después de haberse puesto las botas en media docena de cenas navideñas, comilonas de empresa y quedadas de amigos o compañeros de clase. En la memoria, mil y una historias que contar, doscientos millones de momentos, algún que otro beso robado, cientos de resacas y, todavía, algunas lágrimas que, por desgracia, no se terminan de ir. 

Trescientos sesenta y cinco días que ya no volverán. Doce meses con 109 casos (conocidos) de corrupción, casi a diez por cada uno tocamos. Ocho mil setecientas sesenta horas que parecían interminables y que ya están a punto de clausurar un calendario que se nos queda sin hojas. Más de medio millón de minutos donde todavía sigue resonando con fuerza ese maldito vocablo al que juramos que desterraríamos y que no se acaba de marchar. Esa crisis déspota y asquerosa que sigue instalada en cada provincia, en cada ciudad y en cada barrio de un país al que ya no se le puede exigir un sacrificio más, al menos no a los que vienen sacrificándose desde hace ya demasiado tiempo: a tu vecino y al mío, a su abuelo, primo, sobrino o amigo de éste, suyo o el de aquel que tienes ahora mismo al lado o te mira de reojo desde la butaca del salón.

El 2014 ya se encuentra en el hall de casa intentando cerrar la última de las maletas para transitar hacia algún desconocido lugar. Mientras, afuera, otro caballero con traje gris y corbata color caoba enciende la alarma de su coche para subir después los peldaños que los separan de la cena de fin de año que le espera calentita en la cocina. El primero se lleva consigo a Robin Williams, Lauren Bacall, Luis Aragonés, Cayetana de Alba, Adolfo Suárez o don Alfredo Di Stéfano. El segundo, por su parte, nos trae alguna cigüeña que otra para compensar. Siempre ha sido así y siempre así será.
El año del fracaso del Mundial deja paso a otro sin Campeonato del Mundo, Eurocopa, juegos Olímpicos o tan siquiera esa apestosa Copa Confederación. Se avecina uno de esos ‘verano de mierda’ como se conoce vulgarmente en mi círculo más cercano a los estíos donde no hay más fútbol que las pachangas de las ocho de la tarde en la pista del pueblo. Finiquitamos el año de la décima, el de Mireia Belmonte y Marc Márquez, aquel en que Alonso dejó Ferrari para poder ganar y Roger Federer no dejó de hacerlo. Hay cosas que parece que nunca van a cambiar.


A lo lejos se atisba a ver de nuevo una ceremonia de los Oscar donde DiCaprio no lo ganará, como tampoco lo hizo meses atrás ante un Matthew Mcconaughey que le arrebató merecidamente la estatuilla más preciada a uno de los actores que, seguramente, más la ha merecido. Star Wars, Jurassic World y hasta si me apuran 50 Sombras de Grey coparán la celulosa de las grandes salas mientras Intellestelar, El Hobbit o la infravaloradísima Her quedan desterradas a la quietud de la estanterías de grandes DVD´s de casa. Por otro lado, peores sitios hay que ese.
Se despide un año de amor y besos y les deseo otro con mayor porcentaje de estos en sus vidas. Que el confeti los empape y las lágrimas sólo sean de felicidad. Que disfruten del buen cine, de las grandes series y de la mejor compañía, desterrando de sus vidas la mediocridad, lo grotesco y lo tosco. Que el 2015 los encuentre bañados en alcohol y sonriéndole a un mundo que cada vez parece más mustio, más gris, menos alegre y más pútrido en muchos lugares del país, comenzando por ese hemiciclo flanqueado por leones. Les deseo salud, dinero y amor, como ya hacían Cristina y los Stop allá por el año 67 del pasado siglo. Que no les falten buenas películas en el año en que se cumplen cien del nacimiento de Orson Welles; sexo en el que Linda Evangelista cumple cincuenta (un saludo para Linda, que sé que nos lee), o música cuando pasa un cuarto de siglo desde aquel Blaze of Glory de un Jon Bon Jovi que se iniciaba en solitario.

En definitiva, espero de corazón, un final de año tan increíble que sólo pueda ser eclipsado por un principio de 2015 mil veces mejor. Que se pierdan en noches interminables, que se encuentren en días que deseen que no terminen jamás. Que los acompañe la dicha, la lujuria, la fortuna y la felicidad y que recordemos el nuevo 2015 que ya comienza por ser el mejor de nuestras vidas. Intentémoslo al menos, que no se diga que no pusimos toda la carne en el asador, que no nos tachen de cobardes, que no puedan reprocharnos que no exprimimos cada instante como si fuera el último. Que lo que viene sea siempre mejor que lo que se va. Ojalá sea así, para ustedes y, si mi permiten decirlo, también para mí. Ojalá todo venga a mejor, ojalá lo malo lo podamos, de una vez por todas, terminar de desterrar.