La botella, que hasta no hacía
demasiado permanecía precintada, comenzaba a ver su final.
Él, que hasta no hacía tanto había
estado sobrio, comenzaba a pelear con sus pies para no trastabillar.
La luz, que había cegado sus ojos
no muchas horas atrás, se apagaba con cada sorbo de un whisky cada vez más
dulce, más placentero, más cálido al paladar.
El mundo, que había rodado sin descanso
durante siglos, no daba síntomas de seguir haciéndolo en la actualidad.
La luna, que lucía en lo alto del
firmamento, volvía a escuchar sus aullidos de súplica una vez más.
Las estrellas, que se habían
escondido entre nubarrones, rayos y centellas, brillaban como faros marcando un
camino al que ya no volverá.
La cama que tantas veces había
humedecido con su sudor, se sentía fría, aburrida y deseosa de gritar.
La quietud, que siempre había
sido nota discordante en la partitura de sus días, se había convertido ahora en
una constante difícil de escapar.
La música, que durante meses había
permanecido apagada, volvía en el ambiente con fuerza a resonar.
La inspiración, que durante
semanas había estado ausente, encontró el camino para regresar.
El texto, que se iba llenando de
lexemas y morfemas con el teclear de sus yemas, clamaba por terminar.
Los dedos, deseosos de acariciar
pieles ajenas, se conformaban con aporrear un teclado cansado de penar.
Sus ojos, adormecidos y cansados,
se empezaban a entornar.
Su alma, encogida de tristeza y
melancolía, suspiraba por irse a descansar.
Y el punto, que tantas había sido
seguido, de repente y sin darnos cuenta, se convirtió en uno final.