sábado, 24 de enero de 2015

Noche de viernes

El hielo, que hasta no hacía mucho había llenado el vaso, se había derretido ya.
La botella, que hasta no hacía demasiado permanecía precintada, comenzaba a ver su final.
Él, que hasta no hacía tanto había estado sobrio, comenzaba a pelear con sus pies para no trastabillar.
La luz, que había cegado sus ojos no muchas horas atrás, se apagaba con cada sorbo de un whisky cada vez más dulce, más placentero, más cálido al paladar.
El mundo, que había rodado sin descanso durante siglos, no daba síntomas de seguir haciéndolo en la actualidad.
La luna, que lucía en lo alto del firmamento, volvía a escuchar sus aullidos de súplica una vez más.
Las estrellas, que se habían escondido entre nubarrones, rayos y centellas, brillaban como faros marcando un camino al que ya no volverá.
La cama que tantas veces había humedecido con su sudor, se sentía fría, aburrida y deseosa de gritar.
La quietud, que siempre había sido nota discordante en la partitura de sus días, se había convertido ahora en una constante difícil de escapar.
La música, que durante meses había permanecido apagada, volvía en el ambiente con fuerza a resonar.
La inspiración, que durante semanas había estado ausente, encontró el camino para regresar.
El texto, que se iba llenando de lexemas y morfemas con el teclear de sus yemas, clamaba por terminar.
Los dedos, deseosos de acariciar pieles ajenas, se conformaban con aporrear un teclado cansado de penar.
Sus ojos, adormecidos y cansados, se empezaban a entornar.
Su alma, encogida de tristeza y melancolía, suspiraba por irse a descansar.
Y el punto, que tantas había sido seguido, de repente y sin darnos cuenta, se convirtió en uno final.