Fue tocar su piel y saber que mis
manos no volverían a surcar otro cuerpo.
Fue vislumbrar la silueta de su
cadera desnuda y jurar que nunca escribiría sobre otra.
Fue escuchar el palpitar de su
corazón acelerado y engrandecerme como un gigante henchido de orgullo.
Fue desabrochar la hebilla de
aquel sujetador y percibir que mis dedos comenzaban a temblar.
Fue oler el perfume de su cuello
y omitir para el resto de mis días cualquier otra fragancia.
Fue divisar que la temperatura de su cuerpo se acrecentaba y concluir que ya no tenía escapatoria.
Fue sentir su lengua enlazarse
con la mía y tensar cada músculo de mi anatomía.
Fue advertir su respiración
entrecortada y suplicar al cielo para que no se fuera jamás de mi lado.
Fue notar que mi mente se
aclaraba y darme cuenta de que el primer ‘te quiero’ estaba por caer.
Fue besar esa boca que enloquece
y entender que, inevitablemente, estaba condenado a pasar el resto de mi vida
encerrado entre sus brazos, anclado a su pecho, enclaustrado en su cama y
apresado a sus besos.