La Universidad de Whichita (Kansas, EEUU) concluyó hace más de una década que
el día más triste del año es el tercer lunes de enero. El Blue Monday, como así lo llaman, no es más que otro estudio social
basado en conceptos abstractos y mediciones subjetivas propias de las siempre
sobrevaloradísimas ciencias sociales y que, a efectos prácticos, no tiene
validez ninguna sobre la población española, ya que todo el mundo sabe que el
día más triste del año en este país es el lunes después de haber perdido el
clásico. De toda la vida de Dios.
Hoy, 23 de marzo, es ese día. El
frío de una primavera que parecía asentada se vuelve a instaurar en las calles
de un país mustio, lúgubre, nubloso e impregnado por una lluvia intermitente y maliciosa
que nos recuerda que ayer el Madrid perdió en el Camp Nou. Lunes, para más
inri, el peor día de la semana, la peor semana del año, el peor año desde que
ganamos la décima. Todo mal, muy mal.
Y de entre todas las almas
apesadumbradas que hoy vagamos sin un rumbo por las calles de cualquier ciudad,
pueblo o aldea de este planeta que se levanta afligido, hay una que a mí me
llama especialmente la atención: la de Cristiano Ronaldo.
No es casualidad que la crisis
del Madrid vaya de la mano de la de CR7, por supuesto. El mejor jugador del
mundo, emblema del mejor equipo de la historia, ha sido, es y será fundamental
para la consecución de las metas del club de mis amores y, con él ausente, todo
se hace más cuesta arriba.
Cristiano está fuera, por desgracia para todos nosotros. Desde que las campanadas del 2015 anunciaban la venida del nuevo año se le ve apenado, taciturno, indiferente y tremendamente solo. ¿La culpa? Del amor, de quién si no.
Cristiano está fuera, por desgracia para todos nosotros. Desde que las campanadas del 2015 anunciaban la venida del nuevo año se le ve apenado, taciturno, indiferente y tremendamente solo. ¿La culpa? Del amor, de quién si no.
No creo que Irina Shayk tuviese constancia del daño que le hacía a más de doscientos millones de madridistas el día que decidió marcharse de su lado. Ahí, en el momento en que le rompía el corazón al pilar donde se sustentaba el mejor Madrid, nos destrozaba, sin saberlo, el alma a todos nosotros. Porque desde entonces Cristo dejó de ser Cristo y empezó a ser el enamorado en pena que todos hemos sido en alguna ocasión, el ser desilusionado con la vida que se levanta cada mañana con cara de pocos amigos y el recuerdo de un amor que parecía inapagable y, de repente, se esfumó como el humo de una cerilla recién apagada.
Ayer Cristiano no fue el peor, ni
mucho menos. Marcó un gol y estuvo presente y combativo en la mayor parte del
encuentro, pero se nota que no es el mismo. Se nota demasiado. Sus piernas
parecen no correr con la potencia que lo hacían hace dos meses, sus números han
descendido hasta tal punto que su máximo rival deportivo ha recortado una
distancia goleadora que parecía insalvable. Su mirada se pierde en el basto
infinito de los estadios, como si buscase en la grada la sonrisa cómplice de
una bella rusa que lo volviese a aupar a la gloria. Pero no la encuentra, él se
pierde y con él se van nuestras ilusiones.
Si había algo que podía hacer
tambalear al mejor jugador de la historia reciente del Real Madrid no podía
ser otra cosa que eso, el amor. Esa ruptura ha sido como el puñal de Vellido Dolfos
a las puertas de Zamora, como las treinta monedas de plata de Iscariote o el
beso de Pepe a Mourinho. Imposible de perdonar.
El amor, no hay nada que te haga oscilar
más en la curva de la felicidad que ese sentimiento. Cómo lo he maldecido durante toda la mañana.
Hoy, el lunes más triste del año, el madridismo se tambalea y las recriminaciones sobrevuelan las barras de los bares, las oficinas y las tertulias deportivas. Desde la portería hasta el banquillo pasando por la defensa o la delantera, todos son culpables. Pero yo, desde el prisma de un romanticismo que me impide ver las cosas con la objetividad que debería, me niego a acusar a Cristiano de los males del Madrid aunque probablemente sea la parte más culpable de esta crisis. Pero es que uno, que tantas veces lloró por amor, no puede más que compadecerse de un hombre con el corazón roto que intenta correr y no puede, que intenta reír y sólo llora, que intenta marcar pero no lo consigue y que se intenta levantar pero su corazón no le deja. Porque cuando ese músculo que bombea sangre está roto, todo cuesta mucho más, incluso si te llamas Cristiano Ronaldo.
Hoy, el lunes más triste del año, el madridismo se tambalea y las recriminaciones sobrevuelan las barras de los bares, las oficinas y las tertulias deportivas. Desde la portería hasta el banquillo pasando por la defensa o la delantera, todos son culpables. Pero yo, desde el prisma de un romanticismo que me impide ver las cosas con la objetividad que debería, me niego a acusar a Cristiano de los males del Madrid aunque probablemente sea la parte más culpable de esta crisis. Pero es que uno, que tantas veces lloró por amor, no puede más que compadecerse de un hombre con el corazón roto que intenta correr y no puede, que intenta reír y sólo llora, que intenta marcar pero no lo consigue y que se intenta levantar pero su corazón no le deja. Porque cuando ese músculo que bombea sangre está roto, todo cuesta mucho más, incluso si te llamas Cristiano Ronaldo.