Creo que existen pocas cosas en
el mundo más tristes que un sábado de invierno en un pueblo del interior. La gente de
bien se cobija bajo las sayas de una mesa de camilla
mientras los despojos de la sociedad salimos a la calle a enfriar en la
escarcha de las aceras un corazón que, como diría Sabina, hace ya tiempo que
está podrido de latir.
Fue junto al candor del whisky y
el relampaguear del neón cuando me encontré con Andrés una vez más. Nos
fundimos en un abrazo cariñoso y recurrimos, de nuevo, a la charla que
siempre nos acompaña y de la que nos sentimos profundamente orgullosos:
nuestro madridismo. Nos acordamos de todo y de todos, desde la periferia de la
capital hasta el barrio más docto de Londres, y comenzamos a reír y a burlarnos,
como buenos madridistas que somos, de cualquiera que eligió incomprensiblemente
alejarse de la felicidad máxima que supone amar al Real Madrid.
El reloj no dejó de correr como
nunca lo hizo antes ni lo hará después, y del fútbol pasamos al otro tema
recurrente de cualquier hombre que se precie, mas si el alcohol ya fluye por lo más profundo de tu ser: las
mujeres. Y fue con eso cuando su cara cambió por completo.
Me señaló con el índice hacia el fondo del bar, donde un grupo de chicas de su edad bailoteaban al son de la música. Entonces pude ver una cara de consternación que me sobresaltó. Nunca lo había visto así, alicaído, preocupado y, si me apuran, hasta melancólico. Lo dejé momentáneamente con sus pensamientos mientras volvía a llenar de Johnny Walker la copa y pude ver cómo se alejaba para reunirse con el grupo y, poco después, con una chica en particular de la que con casi sin decirme nada me lo había dicho todo.
Los vi charlar durante un rato con ella mientras yo me limitaba a observarlos desde la lejanía. Permanecía allí quieto y expectante viendo cómo, por una vez, era otro hombre el que intentaba conquistar a la chica del bar. Pero aquello era algo más que una simple conquista.
Me señaló con el índice hacia el fondo del bar, donde un grupo de chicas de su edad bailoteaban al son de la música. Entonces pude ver una cara de consternación que me sobresaltó. Nunca lo había visto así, alicaído, preocupado y, si me apuran, hasta melancólico. Lo dejé momentáneamente con sus pensamientos mientras volvía a llenar de Johnny Walker la copa y pude ver cómo se alejaba para reunirse con el grupo y, poco después, con una chica en particular de la que con casi sin decirme nada me lo había dicho todo.
Los vi charlar durante un rato con ella mientras yo me limitaba a observarlos desde la lejanía. Permanecía allí quieto y expectante viendo cómo, por una vez, era otro hombre el que intentaba conquistar a la chica del bar. Pero aquello era algo más que una simple conquista.
La miraba distinto, no como un
hombre deseoso de llevarse a su presa a la cama, sino como un enamorado ñoño
que no se atreve a levantar demasiado la voz por si asusta a la chica, por si dice
alguna tontería que lo prive de su compañía, de su perfume o de su media
sonrisa cuando consigue, de vez en cuando, hacerla reír. Lo vi cómo mimaba, sin
caricias físicas pero con lo que quise entender que eran bonitas palabras, a una mujer que sin duda era especial para él. Y, finalmente, me animé a acercarme.
No sé si hice bien al intentar echar un cable a mi amigo, pero el que caso es que lo hice. Comenzamos a hablar los tres y yo, en ocasiones, intentaba sacar un punto común entre los dos para decir lo buena pareja que hacían o alguna mierda similar con la más que evidente intención de que se la ligase. Sin embargo, veía cómo él se alejaba de los convencionalismos de otras ocasiones y parecía que eso, el engañarla para irse juntos, era lo que menos le interesaba. Me dio la impresión de que le sabía a poco, de que quería mucho más.
No sé si hice bien al intentar echar un cable a mi amigo, pero el que caso es que lo hice. Comenzamos a hablar los tres y yo, en ocasiones, intentaba sacar un punto común entre los dos para decir lo buena pareja que hacían o alguna mierda similar con la más que evidente intención de que se la ligase. Sin embargo, veía cómo él se alejaba de los convencionalismos de otras ocasiones y parecía que eso, el engañarla para irse juntos, era lo que menos le interesaba. Me dio la impresión de que le sabía a poco, de que quería mucho más.
Tras media hora de conversación,
la chica se tomó un descanso de nuestras coñas para volver con sus amigas y
quedamos Andrés y yo solos en medio de un pub que cada vez parecía más
vacío también. Me hizo un ademán y nos apartamos un poco del grupo.
- “Es muy guapa” – dije
- “Es más que eso” – respondió con un tono que,
incluso en medio de la triste estampa, me pareció lúgubre y mustio, triste y afligido.
Me contó que una vez la tuvo y
que la dejó escapar, y me lo narró como si de una novela de Márquez se tratase,
con tono majestuoso y tremendamente apabullante. Repitió tantas veces palabras
como “la cagué” o “es perfecta” que consiguió emocionarme, darme cuenta de que
ahí había algo mayor que el típico ligoteo de un sábado por la noche. Muchísimo más grande.
Quedamos charlando un rato y al final
lo perdí de vista. Recuerdo que me dijo “tendrías que escribir algo sobre esto”
y me he animado a hacerlo una noche fría de febrero porque creo que ya no sólo lo merece él, que también;
sino que esa conversación sirve de ejemplo para volver a traer a colación ese
refranero popular que nos avisa que es cuando perdemos lo que tenemos al lado
cuando comenzamos a extrañarlo. Todos lo hemos comprendido en alguna ocasión y,
sea por los motivos que sea, seguimos cayendo en el mismo error una y otra vez. Sin embargo, a pesar de lo triste de la escena, sí creo fervientemente una cosa: que cuando alguien mira con esos ojos de amor
puro con los que mi amigo miraba a esa muchacha, cualquier cosa es posible,
cualquier peldaño es superable y cualquier decisión mal tomada puede revertirse
un día de estos. Y estoy seguro de que así será, no me cabe la menor duda.