Martín dormía plácidamente en el asiento de al lado en el cercanías de regreso a casa. Llevaba puesta su camiseta de Vinicius Jr. y un sol primaveral le acariciaba la cara, meciéndolo en un apacible sueño tras haber visto, en riguroso directo, la primera celebración en Cibeles de un título de su equipo. Sin ni siquiera ser consciente de ello, el niño había dado un paso muy importante en su creciente madridismo y yo me sentía plenamente orgulloso de haber sido testigo de excepción y haberlo acompañado en el ritual.
Mi mirada se perdía entre sus ojos cerrados y el campo verdoso que se iba sucediendo tras el cristal mientras el traqueteo del tren amenazaba con dormirme a mí también. Los dos volvíamos extasiados en cuerpo y alma, agotados de una caminata intensa, del calor sofocante de una capital bulliciosa y de ese reguero de emociones que únicamente el fútbol proporciona. El chaval se había topado con sus ídolos, a los cuales había visto por primera vez a pocos metros de distancia; había cantado proclamas madridistas, disfrutado del éxtasis de la victoria y había afianzado el amor por el deporte rey y por el equipo rey de todos los deportes. Todo eso en una sola mañana. Como para no estar exhausto.
A mí, por otro lado, en ese momento de quietud, me dio por pensar en Modric. Qué cosa, ¿verdad? A mi mente volvía el temor a su marcha, el pavor a perder a uno de los mejores centrocampistas que mi ojos han visto pero, también, a que llegue el momento temible en que, por primera vez desde que nací, tenga que decir que soy más viejo que cualquiera de los jugadores de la plantilla del club de mi vida. Todo había girado en torno a ese croata aquella mañana, desde la camiseta que yo mismo llevaba puesta hasta el recelo de que, en menos de un mes, dijese adiós… Porque el día que Luka Modric se marche del Real Madrid se irán muchas cosas maravillosas: el sabor dulce de la juventud, los recuerdos de una década de triunfos, el último resquicio del mourinhismo más exacerbado y la constatación de que la belleza se puede encontrar en cualquier hendidura de la vida, incluyendo el exterior de una pierna derecha.Estoy seguro de que si Roger Scruton hubiese sido aficionado del Real Madrid habría incluido el pase de exterior de Luka Modric en su ‘Por qué la belleza importa’, el más célebre de sus documentales que nunca me canso de recomendar a todo el mundo. En él, el filósofo inglés desgrana la belleza en todos sus estados, la apuntala como la constatación más fehaciente de la existencia de Dios y apremia al ser humano a encontrarla en un mundo que cada vez se alejado más de ella. Siempre que lo revisiono tiendo a incorporar referencias futbolísticas a la causa: el pase con el exterior de Luka, un control de Zidane, un balón en largo de Beckham o Xabi Alonso o un regate de Ronaldinho.
Pero hoy, como reza el título de este post, vengo a hablar del primero y para ello me teletransporto al 12 de abril de 2022, concretamente al centro de Madrid a eso de las diez y veinte de la noche. Todos, imagino, lo recordarán. El día se hacía pesado, el nerviosismo era patente y la desdicha una realidad cuando, de repente, el balón Adidas con el que se jugaba el encuentro llegó a la bota azul celeste de un croata con cinta en el pelo y dorsal diez a la espalda. Unas camisetas amarillentas le acechaban en el césped verdoso de un Bernabéu en obras cuando el planeta asistió a uno de los pases más inesperados y bonitos que jamás se han visto en un terreno de juego. A banda cambiada, habría sido quizá más fácil para Modric jugar en corto porque la posición del esférico y la suya propia únicamente propiciaban un pase de zurda, pero Lukita, siendo diestro, prefirió clavar en la parte más baja del cuero el exterior de su pie bueno, dándole, a la vez, la potencia suficiente para que se marchase a unos treinta metros de distancia junto con la colocación que únicamente esa pierna tocada por el mismo cielo podía conseguir. El balón salió disparado, girando con la suavidad de un globo terráqueo en el salón de un palacio, siempre sobre su eje y cogiendo una parábola preciosa que se fue cerrando hasta morir en el pie de un joven brasileño que pasaba por ahí y que empujó ese regalo al fondo de la malla. Todo el mundo tiende a recordar el gol de Rodrygo que fue la llave de que el Madrid se alzase campeón tiempo después pero, como muchas veces pasa en las grandes citas, detrás de la gloria de un nombre, se encuentra la verdadera belleza de otro que pocos recordarán en unos cuantos años.
No quiero imaginar la cara que tuvo que poner el vestuario del Madrid cuando Benítez le dijo en su día que intentase no utilizar tanto el exterior. Imagino que podría ser una afrenta parecida a si el mentor de Monet le hubiese aconsejado dejar la acuarela o alguien le hubiese dicho a Spielberg que mejor se dedicase a otra cosa que no tuviera que ver con cámaras de vídeo. No creo posible que exista jamás alguien que utilice algo tan vulgar como ese hueso denominado cuboides para hacer algo tan bello como lo que hace Luka Modric con él, cosa que también me hace reflexionar sobre lo poco que es necesario para crear en este mundo, tantas veces gris y mustio, una pincelada de color y belleza. Así que una mañana de lunes, el día más horrendo de la semana, pensé que era buen momento para hacer una oda al exterior del pie de Lukita y dejar constancia de todo lo feliz que me ha hecho algo que es tan sumamente insignificante como prodigiosamente precioso.