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lunes, 17 de abril de 2017

Ojalá volviésemos a ser desconocidos

El otro día contemplé cómo Will Smith mandaba, en una película cuyo nombre no importa demasiado para el caso que nos atañe, una nota en donde le decía a una preciosa mujer una frase que, en su momento, me pareció la más bonita de las que he escuchado en los últimos tiempos: “ojala volviésemos a ser desconocidos”, y que, más tarde, me sirvió para escribir estas líneas con las que obsequio a quien tenga a bien hacerlas suyas. 

Comencé a darle vueltas en una noche de viernes de esas en las que ya no me pierdo en bares ni me ahogo en vasos de alcohol y, como decía, me llegó bien dentro. “Ojalá volviésemos a ser desconocidos”, le decía a su esposa, “ojalá volver a revivir ese primer beso que no se olvida” – pensé yo – “esa primera caricia o el primer ‘te quiero’. Volver a sentir mariposas surcando nuestros estómagos o volver a ver florecer la pasión que un día pudo competir con las llamas del mismísimo infierno”.

Me maravilló aquella breve oración y todo lo que conllevaba. Se me antojó tan romántica que quise hacerle un homenaje escrito en este blog que hace tiempo que pasa demasiado desapercibido en mi día a día. Ya no escribo como antes, ni bebo como antes, ni salgo como antes y casi ni beso como antes. Y creo que todo está íntimamente relacionado entre sí aunque ese, queridos amigos, será un tema que abordaremos más adelante. Hoy estamos con otra cosa.

Volver a repetir cada segundo, volver a conocernos en los pasillos de algún triste edificio o volver a pasear bajo las estrellas una noche calurosa de junio. Volverme a enamorar de tus ojos verdes, a nadar pensando en ti, a notar el rubor de tus mejillas o el tacto de tu piel desnuda. Volver a perderme debajo de tu falda o a encontrarme en los lunares de tu pecho; volver, en definitiva, a enamorarme de ti una y otra vez como aquella primera que parece que fue ayer. ¿Ojalá volviésemos a ser desconocidos? Pues la verdad es que no.


Porque luego de varias horas comprendí que Will no había estado jamás tan equivocado y que el amor, el verdadero amor, no vive ni se alimenta de primeros momentos, porque quedarse con la primera vez significa desprestigiar a las que vienen más tarde… y no hay nada más triste que eso. Querer es mucho más que esa primera vez, es todas las que veces que vienen luego, las bonitas y las desagradables, las que te hartan y las que nunca te dejan de alegrar, las que deseas que no se vayan y las que hacía tanto tiempo que no experimentabas que creíste que no volverías a probar. Uno ama de verdad cuando esas mariposas del estómago se fueron tan lejos que sabes perfectamente que ya no volverán pero tú sigues necesitando que esos ojos que te miraron una vez como nunca nadie te volverá a mirar, lo sigan haciendo todos los días de tu vida y, si Dios quiere, muchos, muchísimos más.

Así que cuando encuentres a esa persona que te completa, que te hace ser tan tú como nunca pudiste imaginar, no le digas lo que Will Smith le dijo al amor de su vida ni tampoco te engañe LoveStory, porque al igual que el amor es decir ‘lo siento’ incluso a veces cuando llevas la razón, ese mismo amor en el que creo tanto que me deja sin respiración no se basa únicamente en la primera ocasión que un día se produjo, sino en todos los momentos de esfuerzo y sacrificio que vendrán más tarde. Nada cuesta más que el amor verdadero, hay que cuidarlo y mimarlo, trabajarlo y dejarse la vida por él. Por eso, porque nada es más laborioso que él, no hay nada más valioso en toda esta vida o, por decirlo de otra manera: “lo que merece la pena cuesta y, si no cuesta, no merece la pena”.

lunes, 13 de febrero de 2017

San Valentín

Como suele ocurrir en Navidad, el día de San Valentín está repleto de pesados y moralistas que cada segundo que pueden te dan la turra con eso de que "el amor no se celebra en un día concreto o en una fecha señalada en el calendario... sino todos y cada uno de los días de nuestra vida". Sí, esos especímenes que luego, extrañamente, están tan amargados que no son capaces de amar ni hoy ni nunca.

San Valentín no es malo por falso o artificial, sino por hortera… que es peor. Quien les escribe hace años que no celebra esta fiesta y, pensándolo bien, ni en las épocas recientes en las que he estado saliendo con alguien lo he llegado a festejar. A mí, personalmente, me parece un día donde el mal gusto y el chonismo sale a relucir con más brillo que de costumbre y, quizá por eso, intento evadirme de él con todas mis fuerzas. Sin embargo, con el paso de los años, me viene tocando la moral mucho más de lo acostumbrado, que haya gente que se erija adalid de lo que debemos o no debemos celebrar, de lo que se puede o no se puede disfrutar y de lo que tenemos o no tenemos que vivir. Con eso es que no puedo.

Como decía, a mí San Valentín no me gusta por casposo pero eso no me da derecho o potestad moral para censurarlo. Las esclavas de oro, los peluches con forma de corazón, las cenas en los Vips madrileños o los vídeos subidos a YouTube con fotografías y canciones de Camela pueden conmigo, pero ni siquiera el ‘Cuando zarpa el amor’ debe darme una razón de peso para impedir que dos personas, sean quienes sean e independientemente de sus gustos, puedan (y deban) celebrar un día que está hecho por y para el amor.

Porque, al fin y al cabo, San Valentín es eso: un día de entre los trescientos sesenta y cinco del año en que eres capaz de sacar tiempo, ganas y dinero para mimar a tu pareja, para decirle que la quieres y hacer que ella sienta que la quieres, que es aún más importante. San Valentín es una ocasión especial para salir a cenar fuera, para pasar tiempo juntos en un mundo en donde cada vez es más y más complicado pasar ese tiempo con las personas que amas. Es una noche donde cada uno venera al amor cómo y donde quiere, una noche en la que ese sentimiento que parece en peligro de extinción fluye, se mueve, nace y se hace… sobre todo se hace. Y no entiendo cómo puede haber alguien se que oponga a ello a no ser que una envidia insana recorra todo su cuerpo.

Así que al igual que os dije hace un par de meses con todos esos pelmazos que os intentaban fastidiar la Navidad: olvidaos de ellos. Salid y disfrutar del atardecer mientras otros rezamos a los astros porque el Barça pierda en París. Besaos todo lo que podáis y convertir una fría noche de febrero en la más calurosa del mes de julio. Abrazaos todo lo que podáis y regalaos piropos y lisonjas, que no siempre hace falta gastarse ciento cincuenta euros para celebrarlo. Bebed vino y cenad mucho para coger fuerzas para ese momento posterior en que la ropa comience a volar desde el ascensor de vuestro bloque hasta el umbral de la puerta de la habitación. Que nada ni nadie os estropee una noche distinta e impregnada de romanticismo y, si queréis subir un vídeo a YouTube con fotografías cursis y el organillo de Camela de fondo, ¡qué demonios!, hacedlo aunque dentro de un par de años se os ruboricen las mejillas por la vergüenza propia y ajena. Disfrutad de quien tenéis al lado y agradecedle a la vida que os lo puso ahí, que muchas veces no entendemos cuán afortunados fuimos hasta que esa persona ya no está y es demasiado tarde para volver a llamarla. Así que olvidaos del mundo esta noche y que sólo nos quede el amor que, como dijo el poeta, es lo único que importa y merece la pena.

martes, 24 de enero de 2017

Treinta

-“¿Cuántos años tienes?” - Me preguntó ayer un mocoso.
–“Cumplo treinta pronto” – respondí.
–“Buah” – exclamó él – “Qué viejo” – sentenció más tarde. 
Y sí, lleva mucha razón.


Treinta años a mis espaldas, queridos amigos. Treinta. Así, como suena. Trescientos sesenta meses, más de once mil días y ni os quiero contar la de minutos y segundos. Un tercio de la vida… o al menos eso quiero pensar. Mucho tiempo, mucho vivido y muchísimo que queda por vivir.

La mayoría de la gente que ve en mi rostro estos días la tristeza y la congoja de la que hablaba Oscar Wilde (“Sólo un loco celebra que cumple años”) intenta consolarme con frases hechas e insulsas, con cariños forzados o expresiones de carga simbólica que poco pueden ayudar ya. Me dicen que en nada se diferencia mi vida de ayer a hoy y en poco cambiará de hoy a mañana. Y sí, la verdad es que también llevan razón. Sin embargo, en días de morriña y nostalgia como son todos los veinticinco de enero y aún más éste en particular, me estoy dando cuenta de que, al final, sí que ha cambiado todo mucho. Demasiado.

Los treinta te asientan y te maduran aunque tú no quieras y aunque haya rubias de ojos preciosos que no paran de recordarte que eso de madurar no va mucho contigo. Empiezas a preferir la música lenta al estruendo de las grandes discotecas, una copa de vino a un litro de calimocho, un buen whisky solo a diez cubatas en un bar y las noches guarecido bajo un edredón a aquellas, tan lejanas ya, donde llegabas a casa con los primeros rayos de la mañana. Los treinta te hacen comenzar a mirar atrás recordando todo lo que hiciste y, sobre todo, todo lo que te queda por hacer. Pocas capitales me quedan ya por tachar en el mapa del viejo continente y sin embargo pienso que no he viajado todo lo que debería. Empiezas a preferir unos labios en concreto a todos los que hay vagando por ahí en busca de besos vespertinos, la quietud de un hogar vacío a las muchedumbres de desfiles y fiestas patronales y un paseo por la orilla del mar a un botellón en la arena.


Los treinta te hacen valorar mucho más tu tiempo. Te levantas antes y te acuestas más tarde, como queriendo exprimir un día que ahora aprecias mucho más que antes. Lees las críticas de las películas antes de verlas porque te jode perder dos horas con algo que no merece la pena y así te pasa un poco también con las personas: que te quitas del medio la paja para quedarte con el trigo.

A mis treinta puedo decir que he disfrutado con Scorsese, Coppola, Allen, Spielberg, Nolan y compañía; que me he perdido en letras escritas por los grandes y he intentado, como algún día rezará mi epitafio, rellenar las páginas en blanco que se postraron frente a mí con la tinta de mil noches sin dormir. Comienzo a tener más anécdotas que contar que fechas señaladas en rojo en el calendario, la resaca me apuñala el cuerpo con crudeza en cuanto bebo dos copas de más cuando antes me pensaba que todo eso era un cuento de los padres para no excedernos con el alcohol. Me decanto por un cruce de piernas antes que por una escena pornográfica, más por una película bajo una manta que por una noche de bar en bar, por Sabina antes que nada y por una tarde de cerveza y fútbol con mis amigos antes que cien de excesos por ahí, en algún lejano lugar. Pienso, reflexiono y le doy vueltas a cosas insignificantes y miro al futuro cada día, intentando pensar qué me deparará y si estoy yendo en la buena dirección. Me imagino tumbado en una hamaca dentro de diez años y, de vez en cuando, le pongo nombre a la santa mujer que pueda, quiera y tenga la no menos santa paciencia de aguantarme durante el resto de su vida. Y siempre, casi sin quererlo, le pongo el mismo nombre una y otra vez.

Los treinta te asientan y, quizá, eso no sea tan malo después de todo. De momento, diez minutos después de cumplirlos, me siento tal y como me sentía ayer: orgulloso de la gente que me rodea, enamorado de una vida que aún me debe mucho, dichoso por tener personas que me quieren, unos amigos que sé que darían todo por mí y un saco de historias que no me canso de contar jamás. Después de todo, eso es lo que más disfruto haciendo.

Al final, pensando un poco sobre esto, creo que es más que suficiente para empezar mi nueva edad. Lo demás es secundario y si ha de llegar, llegará; eso también te lo enseñan los años. Hoy, el día en que dejo atrás la veintena y entro en el segundo tercio de mi vida prefiero quedarme con los que están a mi lado, los que a pesar de todo siguen ahí, esos que me llevan aguantando desde que tengo memoria aunque a veces aguanten más de lo que merezco y de lo que ellos se merecen. Al final, con el paso de los años, te das cuenta de que los viejos sí tenían razón, quizá porque tú, como me decía ese mocoso hace unas horas, te estás haciendo igual de viejo. Así que ahí va mi consejo: abrazaos a la gente que os quiere y se preocupa por vosotros. Yo os digo con orgullo y altanería que me faltarían brazos para rodearlos a todos, y eso es el mayor tesoro del que, a mis treinta años, puedo presumir.

lunes, 9 de enero de 2017

El piropo


Aprovechando las polémicas declaraciones de la presidenta del Observatorio contra la Violencia de Género, doña Ángeles Carmona, en las que asegura que el piropo “supone una invasión en la intimidad de la mujer y que, por ello, es necesario su erradicalización”, me he animado, desde la quietud de un hogar que comienza a ver amanecer, a salir en defensa del que para mí es el último reducto de una generación de románticos tristemente en proceso de extinción.

Lo primero que habría que decir en defensa del piropo es que éste no es exclusivo del género masculino. Ni mucho menos. No creo, de hecho, que haya un matiz más machista que ese en el discurso de la presidenta de un órgano que, en teoría, lucha contra eso mismo, la discriminación. Como digo, el piropo no pertenece, para nada, a los hombres. Si bien es cierto que por cuestiones sociales, culturales o simplemente estéticas, es posible que seamos los que más lo usamos, las mujeres no sólo pueden, sino que deben recurrir a él siempre que así lo crean oportuno. Faltaría más.

Al igual que el cine, la literatura, la pintura o cualquier otro ámbito cultural, hay piropos buenos y malos. Como no es lo mismo escuchar a mi vecino del quinto cuando practica sus lecciones de piano que disfrutar del Claro de Luna de Debussy, no es lo mismo un piropo salido de una boca educada que otro que resuena con grosería, falta de tacto o carencia de sensibilidad. Sin embargo, como toda muestra artística (porque el piropo no deja de ser eso) no puede ser condenado ni censurado ante la falta de gusto de unos cuantos o unos pocos. Sería como cerrar todos los museos del mundo porque existe el Guggenheim de Bilbao, y no creo que nadie estuviera de acuerdo con eso.


Otro aspecto que obviamos cuando hablamos del piropo es que no siempre han de alagar aspectos físicos de la persona. Cuando entramos en casa de un desconocido y enaltecemos lo bien decorada que está, lo estamos piropeando a él. Cuando nos fijamos en un corte de pelo novedoso, exaltamos la nueva camisa que ha adquirido un amigo o loamos la fotografía tan espectacular que ha subido al muro de Facebook, estamos recurriendo de nuevo al tan deslegitimado piropo con la única intención de agradar a alguien que nos es cercano, importante o querido. Y eso, en una sociedad cada vez más confrontada, virtualizada y alejada del contacto personal, no puede ser criticable por mucho que a la señora Carmona le apetezca.

lunes, 19 de diciembre de 2016

El cansino de la Navidad

Una de las figuras clásicas e imperecederas de la Navidad es ese cansino, demagogo y aguafiestas que todos conocemos y sufrimos cada año. Ese que se encarga de recordarnos, en medio de la celebración, las risas y el confeti, todo lo malo que conllevan estos días. Ya sabéis, el amargado que, cuando has descorchado la primera botella de cava, te dice: “Bah, la Navidad es todo consumismo y falsedad”. El tipo (o tipa, claro) sale a relucir en multitud de ocasiones: día de los enamorados, aniversarios, santos o demás festividades importantes. Es el típico que te alecciona de dónde, cuándo y cómo hay que amar, recordándote que los abrazos y los besos se deben dar todos los días y no sólo cuando lo marca el calendario. Y, sin embargo, a pesar de todo lo que te dice, tú no alcanzas a recordar cuándo fue la última vez que lo viste a él abrazar o besar a alguien. Curiosa contradicción.

La Navidad es una fecha especial con tintes religiosos que, claro, no cala muy bien entre esa progresía rancia que nos ha tocado sufrir a muchos. Nunca la sentí como una fiesta propia de los creyentes porque, creo, significa (o debería hacerlo) mucho más que la celebración del nacimiento de Cristo. Para mí la Navidad, como he dicho anteriormente, es una época donde la luz vence a las tinieblas metafórica y literalmente. Caminas por el centro de cualquier ciudad y tienes millones de bombillas alumbrándote el paso a la vez que, si te paras a mirar, puedes observar cómo, por momentos, la bondad y el sentimentalismo se sobreponen a todo lo malo que nosotros, la raza humana, llevamos en lo más hondo de nuestro ser. La Navidad es esa época en que te fundes con gente a la que no ves durante todo el año, que abrazas y besas y familiares que viven lejos, a amigos con los que pudiste perder relación o felicitas a gente con la que no habías hablado en tu vida y, quizá, no vuelvas hablar jamás. Algunos ven eso como algo malo o artificial y yo, mira tú por dónde, lo veo como un regalo maravilloso que nos ofrece estos días que están por llegar.

La Navidad te hace mejor persona, es algo en lo que creo fervientemente. Sonríes más, sales más, bebes, comes y quieres más que hace una semana. Te arreglas y te pones guapo, piropeas a tus amigos y a tu familia, te reúnes y charlas, te desinhibes, piensas menos y dejas para mañana lo que podrías hacer hoy. “Voy a aprovechar ahora, que el día dos me pongo con la dieta”
Por una vez en el año se vive el momento, ese carpe diem latino que todos nos obligamos a realizar pero que siempre dejamos para más adelante. En Navidad se exprimen los segundos, se vive el presente sin importar el mañana, se externaliza todo lo que llevamos meses queriendo sacar y, sobre todo, se quiere mucho y muy seguidamente. Únicamente por eso ya merece la pena celebrarla.

Pero hay más, mucho más: las guirnaldas, los árboles y los belenes. La ilusión de un regalo que no esperabas, el olor a marisco o el sabor del vino tinto. El llenar casas de comida aunque haya veces que cueste llegar a fin de mes; quitarte tú para darle al que tienes a tu lado o las partidas de trivial que no tienen final. Garrapiñadas y castañas, bufandas anudadas a la garganta, la ilusión de los niños y de los que no lo son tanto, los disfraces y las uvas, o la primera persona a la que felicitas cuando dejas atrás este año que va a terminar. De excesos y besos, de ‘te quieros’ tan sinceros que parece que te vas a emocionar. Es época de recordar a los que se fueron o a los que ya no están y eso, aunque parezca triste, no deja de ser algo maravilloso, porque nada importa más a la gente que se ha marchado que saber que los que seguimos aquí nos acordamos de ellos. La Navidad es calor dentro del frío invierno, El Tamborilero de Raphael y las fiestas de guardar; las resacas, los bostezos, la lencería roja y el afecto. La Navidad es reunirse con quien tú quieres, amar a los que te quieren y disfrutar sin parar. La Navidad es darte cuenta de que por muy mal que vayan las cosas tienes mucha gente a tu alrededor que te adora y, pase lo que pase, siempre lo hará.


Por eso, querida amiga o querido amigo, cuando te venga ese cansino diciendo que todo es un asco, que la hipocresía nos invade y que todo está fatal, no te amilanes ni le hagas caso; ponle un gorrito de Papá Noel en la cabeza, invítalo a una cerveza y dale un abrazo de esos largos, sentidos y difíciles de olvidar. Dile que la vida no es blanca ni negra, que toda época conocida tuvo fallos y siempre los habrá, pero que durante estos días todos, absolutamente todos nosotros, deberíamos pensar que esa vida, con sus imperfecciones y sus bonitas coincidencias, es el mejor regalo que nos han dado… y nos darán. Así que mejor dejar el amargor y la antipatía en casa y salir a festejar que estamos casi ya metidos de lleno en la blanca, festiva y preciosa Navidad. Que la disfrutéis cómo y con quién más feliz os haga, que la exprimáis como una naranja madura y que os colmen tanto de cariño que deseéis con todas vuestras fuerzas que no se termine nunca jamás.

domingo, 11 de diciembre de 2016

La vida

"La vida es eso que pasa entre café y café” le leía a una chica esta tarde en alguna red social que ahora mismo no sabría nombrar. Esa frase de servilletero de bar o de libro de autoayuda encierra tras de sí una cuestión más profunda, la misma que se lleva planteando la humanidad desde que es humanidad. ¿Qué cojones es la vida? Pues os lo voy a decir:

La vida es una cerveza en el local donde todos mis amigos se reúnen, una conversación con un tipo al que hacía mil años que no veías, una mirada de la chica a la que jamás besarás y que, a estas horas de la noche, se come a uno de tus grandes compañeros de aventuras mientras piensa: “¿y si le hubiera dado a él una oportunidad?”. Eso es la vida… y mucho más.

La vida es un paseo con la bicicleta una tarde de domingo, que tu madre se eche a llorar porque no puede contigo, una taza de chocolate caliente en diciembre o que el amor de tu vida te diga por chat que está con saliendo con otro. Que tu mejor amigo se vaya a vivir a la otra punta del país, que te rías tanto que no puedas respirar o que, sin darte cuenta, estés a punto de cumplir los treinta. La vida es eso que está pasando mientras os escribo este texto.


La vida es una novia que te cambia por Roma o el olor de la ropa de invierno cuando la sacas del armario. La vida es la chica que se muere porque la beses o esa otra que está harta de que le digas que darías media vida por dormir junto a ella. La vida es un chupito de tequila en la barra del bar o una canción de Sabina en la soledad de tu hogar. La vida son las fotografías viejas de algún álbum lleno de polvo o un Jack Daniel´s con un señor al que siempre respetaste. La vida, la tuya y la mía, son todos los besos que has dado y todos los que te quedan por dar.

La vida es esa mujer embutida en un vestido verde que te vuelve loco con sólo mirarla o esa otra que te prometió un día que jamás volvería a hablarte. La vida es un balón de cuero entrando por la escuadra de una portería, don Sergio Ramos García marcando un gol en el descuento o algún jugador del Real Madrid levantando una copa al cielo. La vida son las lágrimas, las sonrisas, los gemidos y las palabras que nos hemos llevado en la mochila y nunca hemos dejado que salieran a la luz. 

Sí, la vida también es una canción de Taburete, ver a Walter White de mala hostia, el coche que no arranca, la pata que le falta a mi radiador, el enfado y la angustia porque las cosas no te salen bien, los labios que extrañas y el ´clic’ de un sujetador desabrochándose. La vida es que un amigo tuyo te diga que tiene una enfermedad jodidísima y que tú, con toda la puta sinceridad del mundo, le contestes: “aquí me tienes para luchar contra ella. Los dos. Juntos.”. La vida es matar o morir por la gente que te importa todos y cada uno de los días de esa misma vida que te ha tocado vivir.

La vida es sobre todo besar, abrazar y decirles a todas las personas que te rodean, quieres y amas precisamente eso: lo mucho que las quieres o lo muchísimo que las amas. La vida es cada ‘te adoro’ que pronuncian tus labios, cada caricia sobre una piel desnuda, cada bocado al cuello en noches de pasión o cada susurro casi mudo en una habitación oscura donde se puede llegar a oír un “me estoy enamorando de ti”. La vida es amar muy fuerte todo lo que amas, matar por todo aquello por lo que morirías y disfrutar de cada una de las cosas que te hacen tan feliz que, si tuvieras que dar la propia vida, no dudarías un minuto en hacerlo. La vida es amar y ser correspondido o incluso, si me apuráis, amar y no serlo; porque al final no importa si te quieren o te odian, si caes mejor o peor o si eres correspondido o no, lo verdaderamente importante de este camino que más pronto que tarde terminará, es irte con la cabeza bien alta gritándole al mundo que tú diste lo máximo que tu corazón podía albergar. Y cumpliendo con esa premisa, amiga o amigo mío, podrás decir dentro de muchos años que tus días en esta tragicomedia llamada ‘vida’ tuvieron sentido y que tu papel mereció la pena. Si no, te irás de aquí solo y amargado y te reprocharás para siempre el no haber disfrutado al máximo de toda la belleza que tienes a tu alrededor. Así que venga, espabila... y vive.

lunes, 10 de octubre de 2016

El pero

El ‘pero’ es la palabra más puta que conozco: “te quiero, pero…”, “podría ser, pero… “, “no es nada grave, pero…” ¿Se da cuenta? Una palabra de mierda que sirve para dinamitar lo que era o lo que podría haber sido, pero que nunca fue.

Pocas veces en la historia del cine se creó una película más bella, bien llevada y mejor hecha que la que dirigió y estrenó allá por 2009 Juan José Campanella. El Secreto de sus ojos es, para mí, una de las cien mejores películas de la historia y, sin duda, la mejor que ese país de acento meloso, pavas de mate, sabor a tango y balompié nos ha regalado. Y dentro, escarbando un poco en esa maravilla del séptimo arte, encontramos la reflexión que encabeza este texto y que se erige hoy como principal enemigo del condicional, del ‘pero’ y el ‘y si’; del dejar de lado lo que se puede hacer y nunca llega a realizarse.

No hay nada que más aterre a quién les escribe que el condicional, que ese maldito tiempo verbal que te arrebata realidades para convertirlas en sueños y luego, con el paso del tiempo, transforma esos mismos sueños en irreparables frustraciones. Siempre es mejor arrepentirse de algo que no hacerlo, porque al final, con el paso de los días, el pensamiento de qué pudo haber ocurrido si lo hubiera realizado, si me hubiera armado de valor para decirle que la quería, para darle aquel beso que nunca salió de mis labios, para rogarle que no se fuese, que se quedase aquí un rato más… pesa más que cualquier fallo, por muy garrafal que este haya podido ser. Temer que tus actos puedan salir mal nunca debe ser motivo para frenar lo que puede hacerte feliz esa noche, esa semana o el resto de tu vida. Jamás.

Los romanos lo llamaron ‘carpe diem’ y, tras Horacio, los más románticos basaron su vida en ese concepto tan apasionado como tremendamente irreverente. Chaplin lo plasmó como metáfora utilizando su profesión: “La vida es una obra de teatro que no permite ensayos. Por eso canta, ríe, baila, llora y vive intensamente cada momento antes de que el telón baje y la obra termine sin aplausos”. Ríe o llora, ama u odia, sal a la calle y corre, o quédate en casa leyendo, pero no dejes pasar el tiempo sin hacer lo que te colme, lo que te haga tan feliz que consiga avanzar a toda máquina las manecillas de ese reloj incesante que un día, cuando menos te lo esperes, se detendrá para no volver a echar a andar jamás.

 
Que no quede en tu tintero un beso que quieras dar y no des por temor. No guardes en la recámara una caricia, un abrazo o una noche desnudo junto a ella bajo las sábanas blancas de una oscura habitación. No dejes escondido un piropo por el miedo al qué dirán, ni esperes a que el próximo tren pase por la estación por si acaso, sin darte cuenta, ese al que estás a punto de subir es el último. Destierra de tu vocabulario el “a ver si nos juntamos un día” y queda con él esta misma noche; olvídate de “el verano que viene tenemos que ir a…” porque nunca lo harás. Saca el billete ahora, móntate en el avión y lárgate a ese lugar con el que sueñas aún a riesgo de no sea como tú creías. No esperes a que el mundo gire en torno a ti ni a que los astros se alineen para hacer lo que más deseas, aquello que tanto anhelas y pospones una y otra vez. No aguardes a mañana para comenzar a vivir porque llegará un día en que las arrugas pueblen tu piel y eches la vista atrás dándote cuenta de que, como decía Enrique VIII en los Tudor, el tiempo es el único bien que no se puede volver a comprar.

Salta si te apetece saltar, llora si la pena te corroe, ama siempre y en todo lugar, corre cuando el mundo intente atraparte, sonríe todo lo que puedas y exprime hasta el último segundo de ésta, tu única vida terrenal y conocida. No temas al qué pasará, pues a todo se le puede poner solución menos a las cosas que nunca llegamos a hacer. Así que hazlas. Ahora. ¡¡Ya!!

lunes, 9 de mayo de 2016

Esparta se queda huérfana

Decidí, hace unos días, esperar al pitido final contra el Valencia para lanzarme a escribirle a Álvaro unas líneas de despedida. Quería empaparme bien de textos, imágenes y de los sonidos de la gente, del estadio y de los medios de comunicación antes de expresarle yo, desde este humilde blog, mi más profundo agradecimiento. Esta vez no recurriré a ninguna de las páginas madridistas donde tengo el orgullo de colaborar, espero que ellas y sus respectivos directores me disculpen, pero para mí el final del encuentro de ayer significó mucho más que la marcha de un gran jugador de fútbol o un ejemplo de profesionalidad. A mí, desde anoche, se me ha ido del vestuario del Real Madrid un amigo, un referente y una de las personas que más orgullo me producen en el mundo entero.

Quería agradecerte, Álvaro, lo magnífico jugador que has sido. Aportaste consistencia, rudeza y sensatez a una banda derecha endeble y alocada. Dentro del campo, supiste hacer lo que sabías y traspasaste al equipo las virtudes que tú tienes como futbolista, nada más ni nada menos. Nunca quisiste sobrepasar tus límites, ni comprometiste a nadie con un pase fallido, un regate a destiempo o una virguería sin venir a cuento, y eso te valió la confianza de Luis Aragonés, Del Bosque, Pellegrini o Mourinho entre otros. Le joda a quien le joda, moleste a quien moleste.
En el apartado colectivo, tantos títulos que ahora sería difícil repetir de memoria; en el personal, más de doscientos partidos con el equipo de tu vida y temporadas (más de una, de hecho) en las que sumaste más asistencias y goles que, por ejemplo, Andrés Iniesta. Sólo con eso, ya merecerías cualquier homenaje.


Sin embargo, creo que ayer el estadio Santiago Bernabéu al completo se puso en pie para aplaudirte no sólo por lo que hiciste en ese césped sino, ante todo, por lo que ayudaste fuera de él. Has sido el escudo donde rebotó todo el odio y la visceralidad de nuestros enemigos. Interceptaste con tu propio cuerpo los ataques de los hostiles al Madrid, esos llegados de la periferia y las redacciones deportivas. Te has peleado con el mundo por el club aunque haya habido veces en que ni el club se haya querido enterar. No te importó quién estuviese en el banquillo, mataste por todos ellos y, en alguna ocasión, moriste un poco también. Me consta. A ti, capitán, no te importó nada más que ese escudo redondito con corona y muchas copas de Europa y por él recibiste tantos disparos que las balas ya te pasaban por los agujeros de las anteriores. Nunca olvidaré esa frase y nunca te estaré lo suficientemente agradecido por ella.

 Dibujo del siempre genial @gesiOH

Por último y como te he dicho ya demasiadas veces, no podré agradecerte jamás todo lo que has hecho por mí a nivel personal. Estuviste ahí cuando únicamente quise darte la mano y nos diste a mí y a los míos un cariño que no olvidaré. Gracias, de corazón, por la paciencia, la generosidad y el afecto con que me has acogido desde siempre. Gracias, de verdad, por todo lo que me has dado dentro y fuera del campo, por todo lo que has hecho por mí desde aquel día en que homenajeamos a Raúl en Madrid. Gracias, desde lo más profundo de mi alma, por no rendirte, por luchar por el equipo que amo desde el mismo día en que nací, por tu generosidad y tu cariño, por tu entrega y sacrificio y, sobre todo, por tu madridismo incondicional. Pasarán años, décadas o toda una vida y nunca podré devolverte tanto aunque, no te quepa duda, no haré otra cosa que intentarlo. 

Ayer, el estadio más importante del planeta ovacionó a un señor que llegó sin hacer ruido y se marcha dejando huérfana a una grada que lo enalteció como líder. A todos aquellos que se echan las manos a la cabeza por la despedida que ha tenido Álvaro Arbeloa les diría que, en esto del fútbol, no siempre el mejor se lleva el cariño de la afición, no siempre el que más goles mete o el que más detiene se lleva la gloria, porque hay una cosa que el aficionado medio valora mucho más que eso: la entrega, y en eso, en entrega, no hay absolutamente nadie comparable a ti, espartano. Gracias por la sangre y el sudor derramados, ha sido un orgullo luchar a tu lado. 

Nos vemos pronto. Gloria eterna al ‘diecisiete’…  y Hala Madrid. 

lunes, 2 de mayo de 2016

Sucia, volátil y da vergüenza ajena

Desde hace un par de semanas me estoy aficionando (por temas que no vienen al caso) a unos test de vocabulario que la Real Academia de la lengua española tiene subidos al ciberespacio. Su funcionamiento es muy sencillo: palabras sueltas donde debes especificar si están bien o mal escritas. En todo este tiempo habré hecho unos cinco o seis test y tengo que decir, no sé si con orgullo o vergüenza, que no he aprobado ninguno.

El primero de ellos lo realicé con la convicción absoluta de que no me costaría llegar al ocho o al nueve aunque cada pregunta errónea restase una correcta. Sin ser yo un académico, ni mucho menos, creo que mi nivel lingüístico y gramatical está bastante desarrollado, y así lo pensaba hasta que pinché el botón de ‘Enviar y corregir’ que el examen te facilita tras terminarlo. Mi sorpresa entonces fue extrema, y he de confesar que el resultado llegó a avergonzarme total y absolutamente: un tres. En primera instancia pensé que se trataba de un error y me dirigí a toda prisa al apartado de ‘corrección’ para encontrar una explicación a tamaña afrenta. Me di cuenta en seguida de que, de las ochenta y cinco preguntas respondidas, tenía sesenta bien y veinticinco mal, así que comencé a comprobar, uno a uno, los fallos que había cometido. Fue entonces cuando me di cuenta de la putrefacción cultural que reina en la máxima institución lingüística de este país.


‘Cocreta’, ‘esparatrapo’, ‘asín’, ‘pobrísimo’… palabras que hasta el propio corrector de Word me da como malas ustedes, señores de la RAE, las han aceptado en el que para mí es, sin duda, el mayor atentado cultural que se le está haciendo a esta nación, una vez llamada España, a la que nos estamos cargando desde dentro entre todos.
Si hay algo de lo que debemos sentirnos orgullosos en este país es del idioma. El castellano es, con total seguridad, el mayor patrimonio que hemos exportado al mundo. Una lengua con más de quinientos millones de hablantes, desde Estados Unidos a la Tierra de fuego, y que está sometida a las directrices de unos académicos que priman la ordinariez sobre la calidad, la simpleza sobre el estudio y, sobre todo, la dejadez de una sociedad cada vez menos predispuesta al refinamiento de siglos y siglos de tradición lingüística en detrimento de unas normas que trivializan y defenestran nuestra cultura. Es la RAE, precisamente la encargada de velar por el tesoro más magnífico que tenemos, la que con la aceptación de vulgarismos, la españolización de palabras de otros idiomas y normas tan absolutamente degradantes como la eliminación de la tilde a ‘sólo’, la que más daño está haciendo a un idioma que está, por supuesto, en mucho más alta consideración que esos académicos que, en su mayoría, no merecen una silla en lo que antaño fue una institución loable y sensata. Incluso Pérez Reverte ya dejó caer en su día un “miren, no les hagan ustedes puto caso a esta panda de bobos” con este tuit que rescato a continuación.

De unos años a esta parte la palpable realidad me ha llevado a entender que somos nosotros mismos, los españoles, los que nos encargamos más fervientemente de dinamitar nuestras raíces, nuestros tesoros culturares y patrimoniales, nuestros bienes más maravillosos y, en definitiva, todo aquello de lo que más orgullosos deberíamos estar. Lo podemos observar cada día de la Hispanidad donde salen a relucir la manada de imbéciles de turno avergonzándose del que es, a todas luces, el descubrimiento más importante de nuestra historia. Lo vemos en políticos y ciudadanos escondiendo la única bandera que tiene como fin representarnos a todos, sin excepción, o la necesidad de unos pocos de atacar constantemente un país que lleva unido más que ningún otro y, sin embargo, parece destinado a la desmembración cada año que pasa. Y sí, también parece que se tiende cada vez más a vilipendiar al idioma, ese que nos ha hecho famosos en el mundo entero, el que capitaneó Cervantes y llevaron a lo más alto los Machado, Góngora, Lorca, Umbral, Delibes o Cela. Un idioma complejo que tratan de universalizar simplificándolo hasta la degradación, un idioma precioso que se quieren cargar ante la vaguería de la España donde Belén Esteban vende más libros que cualquier otro autor. Una lengua que maltrata la asociación que debería defenderla más acérrimamente. En definitiva, una muestra más de que el peor enemigo de España, de sus costumbres y su belleza, de sus reliquias y sus maravillas, somos los propios españoles. “La más triste de entre todas las tristes historias” dijo en su día Gil de Biedma, “es la de España… porque siempre termina mal”.

domingo, 14 de febrero de 2016

Love Story y San Valentín

La frase más rotundamente falsa sobre el amor que he oído en mi vida se la escuché a Ali MacGraw en Love Story. Ella, entre lágrimas, le recrimina a Ryan O’Neal que le pida perdón: “el amor es no tener que decir nunca lo siento” sentenciaba aquella morena de ojos verdes que un día enamoró a medio mundo. Pero, como digo, nada más alejado de la realidad.


El amor es todo lo contrario, es decir siempre ‘lo siento’. Siempre. Incluso, en ocasiones, cuando llevas la razón. No cabe el egoísmo o la soberbia en un sentimiento tan puro como es el amor. Es precisamente la generosidad del que lo da todo sin recibir nada a cambio la piedra angular donde se sustenta cualquier relación amorosa. Entregarle todo a alguien aún a riesgo de que te lo robe y se marche a otro lugar. Regalarle tu cuerpo y tu alma a una persona para que haga con ellas lo que quiera, lo que le venga en gana. Olvidarte de ti para concentrarte en ella. Dejar, en definitiva, de ser tú para pasar a formar un ‘nosotros’. Enamorarte de alguien es el gesto más generoso de cuantos puede realizar el ser humano y es por eso por lo que es, sin duda alguna, el motor de la vida y la única razón de toda existencia.

Vivimos en una sociedad que se avergüenza cada vez más del amor, de ese amor romántico de película que intentamos dilapidar de nuestras vidas porque (hasta dónde habremos llegado, madre del amor hermoso) lo consideramos inapropiado. “Yo celebro San Valentín todos los días, no el 14 de febrero” es la frase que te apostillarán en cualquier bar de este desdichado país en los días posteriores y anteriores a la fecha actual. “Mira, tú lo que eres es gilipollas” creo que es la contestación más adecuada a semejante chorrada. Porque no, esa gente, que son los mismos que odian la navidad por ‘falsa’, no demuestran su amor ningún otro día o derrochan bondad durante otra época del año. Esa masa de anormalizados se encarga ya no sólo de aplacar sus propios sentimientos sino también de intentar humillar a los demás por tenerlos y creo, sinceramente, que el que es capaz de joderle la ilusión a otro es incapaz de demostrar cualquier expresión de afecto. San Valentín es malo por hortera, no por ser el día en que aprovechas una fecha para decirle a la mujer que amas cuánto la quieres o lo bonita que está.

Que el amor se demuestra a diario es una obviedad tan abrumadora que debería estar penado ir recordándolo cada 14 de febrero. Sin embargo, que haya un día para conmemorar el amor me parece tan maravilloso como que haya otro para hacerlo con las enfermedades raras, el cáncer, la amistad o la labor de las mujeres en la sociedad. Es un día para salir a cenar o quedarte en el sofá viendo una película, un día para regalar un detalle o no hacerlo, para tomarlo por especial o que únicamente te sirva para tener la excusa para desnudarla y llevártela a la cama, pero es una fecha que a este mundo tan repleto de odio, ruindad y malas intenciones le viene bien para, por un momento, recordarnos qué afortunados somos al tener a una persona que nos quiere, que nos da su vida a cambio de nada y que, por muchas veces que se equivoque, siempre es capaz de volver llorando a la puerta de casa para decirte que lo siente de corazón.

lunes, 23 de marzo de 2015

Con el corazón roto

La Universidad de Whichita (Kansas, EEUU) concluyó hace más de una década que el día más triste del año es el tercer lunes de enero. El Blue Monday, como así lo llaman, no es más que otro estudio social basado en conceptos abstractos y mediciones subjetivas propias de las siempre sobrevaloradísimas ciencias sociales y que, a efectos prácticos, no tiene validez ninguna sobre la población española, ya que todo el mundo sabe que el día más triste del año en este país es el lunes después de haber perdido el clásico. De toda la vida de Dios.

Hoy, 23 de marzo, es ese día. El frío de una primavera que parecía asentada se vuelve a instaurar en las calles de un país mustio, lúgubre, nubloso e impregnado por una lluvia intermitente y maliciosa que nos recuerda que ayer el Madrid perdió en el Camp Nou. Lunes, para más inri, el peor día de la semana, la peor semana del año, el peor año desde que ganamos la décima. Todo mal, muy mal.
Y de entre todas las almas apesadumbradas que hoy vagamos sin un rumbo por las calles de cualquier ciudad, pueblo o aldea de este planeta que se levanta afligido, hay una que a mí me llama especialmente la atención: la de Cristiano Ronaldo.

No es casualidad que la crisis del Madrid vaya de la mano de la de CR7, por supuesto. El mejor jugador del mundo, emblema del mejor equipo de la historia, ha sido, es y será fundamental para la consecución de las metas del club de mis amores y, con él ausente, todo se hace más cuesta arriba.

Cristiano está fuera, por desgracia para todos nosotros. Desde que las campanadas del 2015 anunciaban la venida del nuevo año se le ve apenado, taciturno, indiferente y tremendamente solo. ¿La culpa? Del amor, de quién si no.

No creo que Irina Shayk tuviese constancia del daño que le hacía a más de doscientos millones de madridistas el día que decidió marcharse de su lado. Ahí, en el momento en que le rompía el corazón al pilar donde se sustentaba el mejor Madrid, nos destrozaba, sin saberlo, el alma a todos nosotros. Porque desde entonces Cristo dejó de ser Cristo y empezó a ser el enamorado en pena que todos hemos sido en alguna ocasión, el ser desilusionado con la vida que se levanta cada mañana con cara de pocos amigos y el recuerdo de un amor que parecía inapagable y, de repente, se esfumó como el humo de una cerilla recién apagada.

Ayer Cristiano no fue el peor, ni mucho menos. Marcó un gol y estuvo presente y combativo en la mayor parte del encuentro, pero se nota que no es el mismo. Se nota demasiado. Sus piernas parecen no correr con la potencia que lo hacían hace dos meses, sus números han descendido hasta tal punto que su máximo rival deportivo ha recortado una distancia goleadora que parecía insalvable. Su mirada se pierde en el basto infinito de los estadios, como si buscase en la grada la sonrisa cómplice de una bella rusa que lo volviese a aupar a la gloria. Pero no la encuentra, él se pierde y con él se van nuestras ilusiones.

Si había algo que podía hacer tambalear al mejor jugador de la historia reciente del Real Madrid no podía ser otra cosa que eso, el amor. Esa ruptura ha sido como el puñal de Vellido Dolfos a las puertas de Zamora, como las treinta monedas de plata de Iscariote o el beso de Pepe a Mourinho. Imposible de perdonar. 

El amor, no hay nada que te haga oscilar más en la curva de la felicidad que ese sentimiento. Cómo lo he maldecido durante toda la mañana.

Hoy, el lunes más triste del año, el madridismo se tambalea y las recriminaciones sobrevuelan las barras de los bares, las oficinas y las tertulias deportivas. Desde la portería hasta el banquillo pasando por la defensa o la delantera, todos son culpables. Pero yo, desde el prisma de un romanticismo que me impide ver las cosas con la objetividad que debería, me niego a acusar a Cristiano de los males del Madrid aunque probablemente sea la parte más culpable de esta crisis. Pero es que uno, que tantas veces lloró por amor, no puede más que compadecerse de un hombre con el corazón roto que intenta correr y no puede, que intenta reír y sólo llora, que intenta marcar pero no lo consigue y que se intenta levantar pero su corazón no le deja. Porque cuando ese músculo que bombea sangre está roto, todo cuesta mucho más, incluso si te llamas Cristiano Ronaldo.

miércoles, 4 de marzo de 2015

En mi estadio NO

Supongamos que usted tiene trabajo un fin de semana cualquiera y un amigo le pide las llaves del piso de la playa. Usted, a sabiendas que no lo va a utilizar, queda dubitativo en primera instancia y, cuanto menos, intentará exponer alguna excusa para pensar cinco minutos y a solas sobre si es buena idea o no. Probablemente, si el amigo es íntimo, usted acabará cediendo aunque no por ello dejará de avisar desde el rellano de su puerta y mientras él se marcha escaleras abajo con las llaves en la mano que, por favor, tenga mucho cuidado. Si, tal y como decíamos, el amigo es de fiar, a buen seguro le dejará todo ordenado cuando termine su retiro y le devolverá las llaves en el periodo establecido, con un agradecimiento eterno, efusivo y profundo. Usted, cuando vuelva a ese apartamento, verá que la confianza depositada en él ha sido devuelta en forma de cuidadoso decoro y ningún destrozo material, se alegrará ver que su amigo ha demostrado con hechos que es digno de confianza y la historia terminará con un final feliz.

Supongamos ahora que un amigo íntimo viene a pedirle su piso en la playa para un compañero de trabajo que usted no conoce. Usted, estupefacto, sonreirá en primera instancia pensando que todo es una broma de mal gusto. Cuando finalmente se dé cuenta de que no es así, le preguntará si se ha fumando alguna mierda rara y le recordará lo valioso que es ese piso para usted y que, por supuesto, si ya le costaría trabajo dejárselo a él, ni habiéndose bebido tres botellas de orujo se lo dejaría a un desconocido. Su amigo, avergonzado, le pediría perdón por la impertinencia y, tras unos días de estar molesto con él, usted accederá a perdonarlo sin dejar de salir, eso sí, del asombro que le produjo semejante ida de olla.

Pongámonos ahora en un tercer caso: Imagine que se encuentra por la calle con un chico que siempre que lo ve por la calle se mete con usted, que lo insulta y lo vilipendia sin motivo aparente. Un energúmeno al que tuvo que denunciar una vez por apedrearle el coche y que no sólo lo molesta a usted, si no que en reiteradas ocasiones se ha metido con su esposa y sus hijos. Imagine que ese tipo lo para por la calle y, de repente, le pide que le deje las llaves de su piso en la playa. Cuesta trabajo pensar cuán lejos no lo mandaría, pasando por diferentes tipos de excrementos de animal, después de que se atreviese a  pedirle semejante favor con el historial semi delictivo y totalmente irrespetuoso que ha tenido con usted y con su familia. Por supuesto, se negaría y, casi con total seguridad, la cosa acabaría con la policía de por medio.

Por último, póngase en la tesitura de que no es uno, sino setenta mil individuos como el último los que le piden, ya no su casa de la playa, sino su vivienda habitual, para irse de juerga un sábado cualquiera. Imagine que esos setenta mil personajes tienen intención manifiesta de destrozarle el hogar de punta a punta, respetando únicamente el trozo que el 'segurata' de la comunidad de vecinos les prohíba. Imagine también que, además, pretenden corear, con cientos de cámaras de televisión grabando y retransmitiendo para el mundo entero, cánticos en contra suya, de su familia y de su país. Piense que utilizarán su casa para fines propagandísticos y que, aprovechando su hospitalidad, intentarán desprestigiarlo frente a todos sus vecinos, amigos, compañeros de trabajo o simplemente conocidos. Por último, véase usted llegando el lunes por la mañana y encontrando su salón, su cocina, sus baños y su comedor totalmente destrozados y, cuando tenga intención de reclamarles el pago de los daños, ya no sólo no conseguirá un céntimo de sus carteras sino que, probablemente, se encuentre con una risa burlona y algún "ahora te jodes" por detrás.


Ahora, con calma, piense si usted, querido amigo, dejaría el estadio Santiago Bernabéu para que se disputase en él una final de Copa del Rey (o de España) entre los dos equipos que más odian al Santiago Bernabéu, al Real Madrid, al rey y a España. Yo, desde luego, lo tengo claro: si quieren un campo donde demostrar su mala educación y su falta de respeto, que se busquen otro. En el mío esa escoria no entra, en el mío esa gentuza no demuestra que lo es y, en definitiva, en mi estadio, esa panda de energúmenos no juega. Ojalá el presidente de mi club piense como yo.


PD: Ahora que me vengan a decirme que no todos son así y que no es justo que paguen todos por uno, que yo les remitiré al vídeo que he enlazado.

miércoles, 25 de febrero de 2015

Whiplash

Con la resaca de los Oscars aún presente, ahondo en la que, para mí, era sin duda la película más talentosa de las ocho nominadas. De Whiplash como film ya he hablado más o menos en Twitter y quizá hasta escriba algo más extenso en los próximos días. Hoy, sin embargo, quería dejaros un diálogo de la película que ya de por sí vale un premio. Os pongo en situación ya que, aunque voy a intentar subir el vídeo a Youtube, dudo mucho que no lo retiren en pocas horas.


La escena se desarrolla en un bar donde Terence Fletcher (J.K Simmons) toca junto a su banda. Su ex alumno, Andrew Neyman (Miles Teller) pasa por la puerta y ve anunciada la actuación del profesor que más le ha puteado la vida. Entra y lo escucha tocar. Finalizada la pieza, Fletcher lo ve y se acerca a hablar con él invitándolo a una copa. Ahí comienza un diálogo que habla de la motivación del maestro al alumno, de cómo a veces es necesario apretar la naranja con toda la fuerza del mundo para poder sacar el zumo. Y lo cuenta así:

Fletcher: “La verdad es que no creo que la gente entendiese qué es lo que yo hacía en Shaffer*. Yo no estaba allí para dirigir, cualquier imbécil puede mover las manos y mantener el tiempo de una banda. Yo estaba allí para exigir a cualquier alumno más de lo que se espera de él y creo que esa es una necesidad apremiante. De otro modo privaríamos al mundo del siguiente Louis Armstrong o del próximo Charlie Parker. ¿Te he contado la historia de cómo Charlie Parker se convirtió en Charlie Parker?"
Neyman: "Joe Jones le tiró un platillo".
Fletcher: "Exactamente. Parker era un chico joven, muy bueno con el saxo, pero en un concierto va y la caga. Jones casi lo decapita por eso y el público se ríe de él. El chaval llora toda la noche pero, ¿qué hace al día siguiente? Practica. Practica una y otra vez con un solo objetivo: que nadie vuelva a reírse de él nunca más. Al año siguiente vuelve al Reno Club y toca el jodido mejor solo de saxo que se haya escuchado en la historia. Así que imagina por un momento que Jones, en vez de lanzarle un platillo a la cabeza, le hubiera dicho “está bien Charlie, no te preocupes, no estuvo mal. Buen trabajo” Entonces Charlie habría pensado “a la mierda, es verdad, no ha estado mal”. Fin de la historia, no hay Bird*. Para mí eso es una tragedia absoluta, pero es lo que el mundo quiere ahora mientras se pregunta por qué el jazz está muriendo. Por eso te aseguro que cada nuevo álbum de jazz que pasan en algún Starbucks prueba lo que digo, que no hay dos palabras más dañinas en nuestro idioma que “buen trabajo”
Neyman: "¿Pero hay un límite? ¿quizá fuiste demasiado lejos y desanimaste al próximo Charlie Parker?"
Fletcher: "No hombre, no… porque el próximo Charlie Parker nunca se rendiría".


Notas: 
Shaffer: Academia musical donde Fletcher impartía clases
Bird: Apodo con el que se conocía al músico Charlie Parker

lunes, 23 de febrero de 2015

El error de Andrés

Creo que existen pocas cosas en el mundo más tristes que un sábado de invierno en un pueblo del interior. La gente de bien se cobija bajo las sayas de una mesa de camilla mientras los despojos de la sociedad salimos a la calle a enfriar en la escarcha de las aceras un corazón que, como diría Sabina, hace ya tiempo que está podrido de latir.


Fue junto al candor del whisky y el relampaguear del neón cuando me encontré con Andrés una vez más. Nos fundimos en un abrazo cariñoso y recurrimos, de nuevo, a la charla que siempre nos acompaña y de la que nos sentimos profundamente orgullosos: nuestro madridismo. Nos acordamos de todo y de todos, desde la periferia de la capital hasta el barrio más docto de Londres, y comenzamos a reír y a burlarnos, como buenos madridistas que somos, de cualquiera que eligió incomprensiblemente alejarse de la felicidad máxima que supone amar al Real Madrid.

El reloj no dejó de correr como nunca lo hizo antes ni lo hará después, y del fútbol pasamos al otro tema recurrente de cualquier hombre que se precie, mas si el alcohol ya fluye por lo más profundo de tu ser: las mujeres. Y fue con eso cuando su cara cambió por completo.
Me señaló con el índice hacia el fondo del bar, donde un grupo de chicas de su edad bailoteaban al son de la música. Entonces pude ver una cara de consternación que me sobresaltó. Nunca lo había visto así, alicaído, preocupado y, si me apuran, hasta melancólico. Lo dejé momentáneamente con sus pensamientos mientras volvía a llenar de Johnny Walker la copa y pude ver cómo se alejaba para reunirse con el grupo y, poco después, con una chica en particular de la que con casi sin decirme nada me lo había dicho todo.
Los vi charlar durante un rato con ella mientras yo me limitaba a observarlos desde la lejanía. Permanecía allí quieto y expectante viendo cómo, por una vez, era otro hombre el que intentaba conquistar a la chica del bar. Pero aquello era algo más que una simple conquista.


La miraba distinto, no como un hombre deseoso de llevarse a su presa a la cama, sino como un enamorado ñoño que no se atreve a levantar demasiado la voz por si asusta a la chica, por si dice alguna tontería que lo prive de su compañía, de su perfume o de su media sonrisa cuando consigue, de vez en cuando, hacerla reír. Lo vi cómo mimaba, sin caricias físicas pero con lo que quise entender que eran bonitas palabras, a una mujer que sin duda era especial para él. Y, finalmente, me animé a acercarme.
No sé si hice bien al intentar echar un cable a mi amigo, pero el que caso es que lo hice. Comenzamos a hablar los tres y yo, en ocasiones, intentaba sacar un punto común entre los dos para decir lo buena pareja que hacían o alguna mierda similar con la más que evidente intención de que se la ligase. Sin embargo, veía cómo él se alejaba de los convencionalismos de otras ocasiones y parecía que eso, el engañarla para irse juntos, era lo que menos le interesaba. Me dio la impresión de que le sabía a poco, de que quería mucho más.

Tras media hora de conversación, la chica se tomó un descanso de nuestras coñas para volver con sus amigas y quedamos Andrés y yo solos en medio de un pub que cada vez parecía más vacío también. Me hizo un ademán y nos apartamos un poco del grupo. 
-        “Es muy guapa” – dije
-       “Es más que eso” – respondió con un tono que, incluso en medio de la triste estampa, me pareció lúgubre y mustio, triste y afligido.

Me contó que una vez la tuvo y que la dejó escapar, y me lo narró como si de una novela de Márquez se tratase, con tono majestuoso y tremendamente apabullante. Repitió tantas veces palabras como “la cagué” o “es perfecta” que consiguió emocionarme, darme cuenta de que ahí había algo mayor que el típico ligoteo de un sábado por la noche. Muchísimo más grande.

Quedamos charlando un rato y al final lo perdí de vista. Recuerdo que me dijo “tendrías que escribir algo sobre esto” y me he animado a hacerlo una noche fría de febrero porque creo que ya no sólo lo merece él, que también; sino que esa conversación sirve de ejemplo para volver a traer a colación ese refranero popular que nos avisa que es cuando perdemos lo que tenemos al lado cuando comenzamos a extrañarlo. Todos lo hemos comprendido en alguna ocasión y, sea por los motivos que sea, seguimos cayendo en el mismo error una y otra vez. Sin embargo, a pesar de lo triste de la escena, sí creo fervientemente una cosa: que cuando alguien mira con esos ojos de amor puro con los que mi amigo miraba a esa muchacha, cualquier cosa es posible, cualquier peldaño es superable y cualquier decisión mal tomada puede revertirse un día de estos. Y estoy seguro de que así será, no me cabe la menor duda.