lunes, 28 de octubre de 2013

I don´t know why

A Shawn Colvin la encontré en la banda sonora de Serendipity, una americanada romántica con John Cusack y Kate Beckinsale. Hoy, en uno de esos alardes romanticones que me dan, he encontrado esto.



I don't know why
The sky is so blue
And I don't know why
I'm so in love with you

martes, 22 de octubre de 2013

Microcuento (III)

No quiero más verbo que el besarte, con eso puedo comenzar a escribir. Seguiría con tu nombre, que es el único sustantivo que conozco. Te aseguro, por otro lado, que no hay nada más determinante que tu belleza y que estoy determinado a hacerte mía, a robarte morfemas inconexos y lexemas lujuriosos. Palabra de honor.

Hablaría más tarde de adjetivos, y ahí podría estar días, semanas, meses y años. Te diría: bonita, guapa, preciosa, bella, linda, hermosa y mil y uno más, porque si algo me sobran son eso, palabras. Mis artículos son pocos, de hecho; sólo tengo dos: 'la' (quiero) y 'una' (vida contigo) y estoy seguro de que con esos me sobra y me basta. Mi conjunción es un 'sino', que no es otro que pasar cada día de mi existencia junto a ti. Ni 'pero', ni 'sin embargo', 'no obstante' 'excepto' o 'a pesar de'; no me vengan ustedes con tonterías. ¿Un adverbio? ahora. ¿Quieres otro? vale, 'aquí'. Con mi interjección favorita cierro: 'puf' qué bonita te tengo en mi mente, qué preciosa que estás. Y añado, por último, el único pronombre que surca mi cabeza cada día y a cada hora: tú... sólo tú.
Poco más que decirte, creo que me ahorraré la preposición y te adjunto una proposición: que no se pase un segundo más sin que tu boca no muerda la mía. ¿Aceptas?

jueves, 17 de octubre de 2013

Desnudando a una mujer

Allí estaba yo, observándola únicamente por la posibilidad que me dejaba un atisbo de luz entrando por la persiana, perforando la más honda oscuridad. La tenía enfrente, a poco más de cincuenta centímetros de mi boca y a poco menos de diez segundos de mi lengua. Notaba cómo su respiración se entrecortaba y cómo los nervios se apoderaban de su cuerpo. Me acerqué muy despacio, como el felino que no quiere espantar a su presa con la intención final de devorarla. Y esa era, sin duda, mi intención: comérmela entera.

Las yemas de mi dedos palparon sus manos y un respingo de temor hizo que se sobresaltara. Duró sólo un segundo, lo que tardaron mis dedos en ponerse en el final de su espalda y conducir su cuerpo hacia el mío con una suavidad sinuosa. Sentí su aliento en mi cara y acorté las distancias pasando de centímetros a milímetros y de segundos a décimas. “Ya queda poco… hoy no te escapas” me dije para mis adentros.
Surqué el mínimo espacio que separaba los dos seres para unir en un acto celestial nuestros labios, primero con un leve roce y después con un beso que fue in crescendo como una sinfonía y aumentando de temperatura como una olla de agua en una cocina a todo gas. El cariño dejó paso a la pasión y ésta mandó un mensaje directo a nuestras lenguas para que comenzasen a guerrear de una forma tan lujuriosa como directa, tan pecaminosa como tremendamente placentera.
Mis manos, que no respondían y buscaban la pelea por su parte, encontraron cobijo en aquella noche de invierno bajo su jersey. Acariciaban esa parte femenina que ha vuelto loco a más de uno, esa curva lumbar que abarca desde el final del sujetador hasta el principio del pantalón. Eso sí es magia, señores… y no lo que hace Harry Potter.

La acerqué todavía más a mí y dejé de esconder las intenciones libidinosas que había intentado camuflar para subirle el jersey sin que ella mostrara el menor rubor ni un mínimo atisbo de vergüenza. Se unió a mi causa y extendió las manos hacia el mismo cielo facilitándome el trabajo. No quedó allí mi travesura, y de un zarpazo conseguí descifrar el código de su sujetador dejando al descubierto un tesoro que no tardé en hacer mío. Habían pasado poco más de dos minutos y mi cometido estaba casi resuelto. ¡Qué fácil es lidiar guerras como esta, qué placentero serían todos los conflictos así!. 

Ella no quiso quedarse al margen y sin perder tampoco el tiempo comenzó a desabrochar uno a uno los botones de mi camisa. Nunca opondría resistencia ante tan poderoso ejército y en esa ocasión incluso ayudé a la conquistadora a completar su misión. Yo, por mi parte, esperaba la misma colaboración en la mía.
Mi boca perdió por un segundo el interés por la suya centrándose en el cuello. Noté como se erizaba su piel mientras mis labios acariciaban aquel rincón recóndito, redundante, irracional y recurrente. Cuántas erres para la misma frase, cuánta pasión para la misma noche. 

  Ya sólo quedaba un castillo que conquistar, ese botón del pantalón sería el último soldado en presentar batalla y bien sabe Dios que no me duraría ni un santiamén. Mi torpeza se juntó con la inexperiencia y mi perturbado estado lo hizo con aquel invento del demonio. Ella soltó una risita que en cualquier otro momento hubiese herido el orgullo masculino de todo amante, pero que por aquel entonces no supuso afrenta alguna. Me cogió las manos, las llevó a su boca y mientras besaba mis falanges se apiadó de mi persona y ayudó a la conquista de la ciudad sitiada desabrochándose ella misma el pantalón. “Dios bendito, ¿dónde has estado todo el tiempo?” le pregunté.

La tumbé en la cama y la terminé de desnudar. Ella hizo lo propio conmigo y aquí acaba la historia y empieza el pecado, aquí concluye la realidad y comienza la fantasía. 

Imaginen ustedes el resto y asegúrense, por favor, de que no falten besos, caricias, pasión, ternura y amor… sobre todo mucho amor.

jueves, 10 de octubre de 2013

Otra Primera Plana

Tengo la costumbre de tuitear de vez en cuando algunas recomendaciones cinéfilas que mis interminables horas frente al televisor me han permitido ir recopilando. Anoche volvía a mi mente aquella fantástica producción de Billy Wilder, protagonizada por Jack Lemmon y Walter Matthau, que lleva por nombre 'Primera Plana'. Hoy me despertaba con un nuevo artículo del genial Manuel Matamoros que, coincidencias de la vida, tiene el mismo título que ese film.

Primera Plana viene a ser una parodia del periodismo americano de los años 30 del siglo pasado. En una época, la actual, en la que la que antaño fuera una profesión lícita, seria y respetable ha tocado el fondo de la bajeza ética y moral más depravada (sobre todo en algunas de sus ramas más significativas, por ejemplo, la del periodismo deportivo) conviene revisionarla una vez más y darse cuenta de que Wilder, como hombre instruido que era, no se equivocaba demasiado al respecto de lo que se había vivido y de lo que quedaba por vivir.


Un periodista como yo, que ha vivido en sus carnes la degeneración de una profesión no mucho tiempo atrás fabulosa, plasmaba hace unos meses su visión sobre la licenciatura (segunda parte AQUÍ), la filosofía, el trabajo y el futuro de la misma para intentar dejar testimonio de lo que ha cambiado el periodismo nacional. Sin otro remedio que el de rendirme ante la evidencia de que la idea preconcebida que teníamos algunos sobre este empleo no era más que un quimérico sueño tan irreal como bonito y tan ilusorio como atractivo, intentaba dejar constancia con esas entradas del por qué de la crisis mediática que vivimos. Tristemente la calidad quedó relegada a la cantidad, el rigor al amarillismo y ese tan recientemente acuñado término de 'meritocracia' desterrado de las redacciones ante un enchufismo tan triste como injusto y tan degradante como patente. Todo eso y mucho más ha llevado al coma más profundo al trabajo más bonito del mundo.


"Un atajo de pobres diablos, con los codos raídos y los pantalones llenos de agujeros, que miran por la cerradura y que despiertan a la gente a medianoche para preguntarle qué opina de Fulanito o Menganita. Que roban a las madres fotos de sus hijas violadas en los parques. ¿Y para qué?. Pues para hacer las delicias de un millón de dependientas y amas de casa. Y, al día siguiente, su reportaje sirve para envolver un periquito muerto". La opinión que tiene sobre los periodistas Hildy Johnson

domingo, 6 de octubre de 2013

Cincuenta años de Elisabeth Shue

Fueron muchas y muy variadas las mujeres con las que fantaseamos los chavales nacidos a mediados y finales de los ochenta. Esa generación, crecida con series como Los Vigilantes de la Playa, Salvados por la Campana, Una chica explosiva, California Dreams y más tarde Friends o Ally McBeal; encontró en actrices como Pamela Anderson, Carmen Electra, Erika Eleniak, Vanessa Angel, Tiffani Amber, Courtney Cox, Portia de Rossi, Nikki Cox o Lucy Lui sus primeros mitos eróticos que han trascendido en el tiempo hasta convertirse, para la mayoría de nosotros, en recuerdos inmutables y ensoñaciones permanentes.

No sólo en la pequeña pantalla se dieron esos casos de amores platónicos febriles y juveniles.  Geena Davis, Brooke Shields, Kim Basinger o Sharon Stone son otros de los ejemplos de aquellos maravillosos primeros años de la década de los noventa que perdurarán eternamente en la memoria de muchos. En España, Maribel Verdú, Miriam Díaz Aroza, Ivonne Reyes, Beatriz Rico o Nuria Roca también dejaban su huella en la última generación de pelota en el recreo, de canicas en los parques o partidas interminables a la Game Boy al salir del colegio.

Cada uno guarda en su retina y en lo más profundo de su armario los pósters de esas mujeres que tenía colgada en las paredes de su habitación y con las que, casi sin quererlo, fue descubriendo la belleza y el esplendor absoluto de ese género femenino del que algunos nos declaramos acérrimos admiradores. En mi caso, fueron tres las féminas que quedaron intensamente marcadas en mi subconsciente y de las que ahora, tantos años después, siguen evocándome tiempos pretéritos de los que sin duda alguna guardo grandes recuerdos. No me ceñiré en esta ocasión en Robin Wrigth o, posteriormente, a Elisabeth Hurley porque quiero hacerlo, el día de su cincuenta cumpleaños, en la tercera de ellas: la sonrisa que cautivó a más de un adolescente que, como yo, recuerda con nostalgia y afecto a la preciosa Elisabeth Shue.

EL ARTÍCULO COMPLETO EN DSS MAGAZINE, AQUÍ