Allí estaba yo, observándola únicamente por la posibilidad
que me dejaba un atisbo de luz entrando por la persiana, perforando la más
honda oscuridad. La tenía enfrente, a poco más de cincuenta centímetros de mi
boca y a poco menos de diez segundos de mi lengua. Notaba cómo su respiración
se entrecortaba y cómo los nervios se apoderaban de su cuerpo. Me acerqué muy
despacio, como el felino que no quiere espantar a su presa con la intención
final de devorarla. Y esa era, sin duda, mi intención: comérmela entera.
Las yemas de mi dedos palparon sus manos y un respingo de
temor hizo que se sobresaltara. Duró sólo un segundo, lo que tardaron mis dedos
en ponerse en el final de su espalda y conducir su cuerpo hacia el mío con una
suavidad sinuosa. Sentí su aliento en mi cara y acorté las distancias pasando
de centímetros a milímetros y de segundos a décimas. “Ya queda poco… hoy no te
escapas” me dije para mis adentros.
Surqué el mínimo espacio que separaba los dos seres para
unir en un acto celestial nuestros labios, primero con un leve roce y después
con un beso que fue in crescendo como una sinfonía y aumentando de temperatura
como una olla de agua en una cocina a todo gas. El cariño dejó paso a
la pasión y ésta mandó un mensaje directo a nuestras lenguas para que
comenzasen a guerrear de una forma tan lujuriosa como directa, tan pecaminosa
como tremendamente placentera.
Mis manos, que no respondían y buscaban la pelea por su parte, encontraron cobijo en
aquella noche de invierno bajo su jersey. Acariciaban esa parte femenina que ha
vuelto loco a más de uno, esa curva lumbar que abarca desde el final del
sujetador hasta el principio del pantalón. Eso sí es magia, señores… y no lo
que hace Harry Potter.
La acerqué todavía más a mí y dejé de esconder las
intenciones libidinosas que había intentado camuflar para subirle el jersey sin
que ella mostrara el menor rubor ni un mínimo atisbo de vergüenza. Se unió a mi causa
y extendió las manos hacia el mismo cielo facilitándome el trabajo. No quedó
allí mi travesura, y de un zarpazo conseguí descifrar el código de su sujetador
dejando al descubierto un tesoro que no tardé en hacer mío. Habían pasado poco
más de dos minutos y mi cometido estaba casi resuelto. ¡Qué fácil es lidiar
guerras como esta, qué placentero serían todos los conflictos así!.
Ella no quiso quedarse al margen y sin perder tampoco el
tiempo comenzó a desabrochar uno a uno los botones de mi camisa. Nunca opondría
resistencia ante tan poderoso ejército y en esa ocasión incluso ayudé a la
conquistadora a completar su misión. Yo, por mi parte, esperaba la misma
colaboración en la mía.
Mi boca perdió por un segundo el interés por la suya
centrándose en el cuello. Noté como se erizaba su piel mientras mis labios
acariciaban aquel rincón recóndito, redundante, irracional y recurrente.
Cuántas erres para la misma frase, cuánta pasión para la misma noche.
Ya sólo quedaba un castillo que conquistar, ese botón del
pantalón sería el último soldado en presentar batalla y bien sabe Dios que no me duraría ni un santiamén. Mi torpeza se juntó con la inexperiencia y mi perturbado estado lo
hizo con aquel invento del demonio. Ella soltó una risita que en cualquier otro
momento hubiese herido el orgullo masculino de todo amante, pero que por
aquel entonces no supuso afrenta alguna. Me cogió las manos, las llevó a su
boca y mientras besaba mis falanges se apiadó de mi persona y ayudó a la conquista
de la ciudad sitiada desabrochándose ella misma el pantalón.
“Dios bendito,
¿dónde has estado todo el tiempo?” le pregunté.
La tumbé en la cama y la terminé de desnudar. Ella hizo lo
propio conmigo y aquí acaba la historia y empieza el pecado, aquí concluye la
realidad y comienza la fantasía.
Imaginen ustedes el resto y asegúrense, por
favor, de que no falten besos, caricias, pasión, ternura y amor… sobre todo mucho amor.