jueves, 17 de octubre de 2013

Desnudando a una mujer

Allí estaba yo, observándola únicamente por la posibilidad que me dejaba un atisbo de luz entrando por la persiana, perforando la más honda oscuridad. La tenía enfrente, a poco más de cincuenta centímetros de mi boca y a poco menos de diez segundos de mi lengua. Notaba cómo su respiración se entrecortaba y cómo los nervios se apoderaban de su cuerpo. Me acerqué muy despacio, como el felino que no quiere espantar a su presa con la intención final de devorarla. Y esa era, sin duda, mi intención: comérmela entera.

Las yemas de mi dedos palparon sus manos y un respingo de temor hizo que se sobresaltara. Duró sólo un segundo, lo que tardaron mis dedos en ponerse en el final de su espalda y conducir su cuerpo hacia el mío con una suavidad sinuosa. Sentí su aliento en mi cara y acorté las distancias pasando de centímetros a milímetros y de segundos a décimas. “Ya queda poco… hoy no te escapas” me dije para mis adentros.
Surqué el mínimo espacio que separaba los dos seres para unir en un acto celestial nuestros labios, primero con un leve roce y después con un beso que fue in crescendo como una sinfonía y aumentando de temperatura como una olla de agua en una cocina a todo gas. El cariño dejó paso a la pasión y ésta mandó un mensaje directo a nuestras lenguas para que comenzasen a guerrear de una forma tan lujuriosa como directa, tan pecaminosa como tremendamente placentera.
Mis manos, que no respondían y buscaban la pelea por su parte, encontraron cobijo en aquella noche de invierno bajo su jersey. Acariciaban esa parte femenina que ha vuelto loco a más de uno, esa curva lumbar que abarca desde el final del sujetador hasta el principio del pantalón. Eso sí es magia, señores… y no lo que hace Harry Potter.

La acerqué todavía más a mí y dejé de esconder las intenciones libidinosas que había intentado camuflar para subirle el jersey sin que ella mostrara el menor rubor ni un mínimo atisbo de vergüenza. Se unió a mi causa y extendió las manos hacia el mismo cielo facilitándome el trabajo. No quedó allí mi travesura, y de un zarpazo conseguí descifrar el código de su sujetador dejando al descubierto un tesoro que no tardé en hacer mío. Habían pasado poco más de dos minutos y mi cometido estaba casi resuelto. ¡Qué fácil es lidiar guerras como esta, qué placentero serían todos los conflictos así!. 

Ella no quiso quedarse al margen y sin perder tampoco el tiempo comenzó a desabrochar uno a uno los botones de mi camisa. Nunca opondría resistencia ante tan poderoso ejército y en esa ocasión incluso ayudé a la conquistadora a completar su misión. Yo, por mi parte, esperaba la misma colaboración en la mía.
Mi boca perdió por un segundo el interés por la suya centrándose en el cuello. Noté como se erizaba su piel mientras mis labios acariciaban aquel rincón recóndito, redundante, irracional y recurrente. Cuántas erres para la misma frase, cuánta pasión para la misma noche. 

  Ya sólo quedaba un castillo que conquistar, ese botón del pantalón sería el último soldado en presentar batalla y bien sabe Dios que no me duraría ni un santiamén. Mi torpeza se juntó con la inexperiencia y mi perturbado estado lo hizo con aquel invento del demonio. Ella soltó una risita que en cualquier otro momento hubiese herido el orgullo masculino de todo amante, pero que por aquel entonces no supuso afrenta alguna. Me cogió las manos, las llevó a su boca y mientras besaba mis falanges se apiadó de mi persona y ayudó a la conquista de la ciudad sitiada desabrochándose ella misma el pantalón. “Dios bendito, ¿dónde has estado todo el tiempo?” le pregunté.

La tumbé en la cama y la terminé de desnudar. Ella hizo lo propio conmigo y aquí acaba la historia y empieza el pecado, aquí concluye la realidad y comienza la fantasía. 

Imaginen ustedes el resto y asegúrense, por favor, de que no falten besos, caricias, pasión, ternura y amor… sobre todo mucho amor.