domingo, 18 de septiembre de 2016

Domingo de fiestas

No hay nada más triste, mustio y desangelado que un estadio de fútbol vacío, un cumpleaños sin regalos y el domingo en el que se dan por finalizadas las fiestas de un pueblo. Las calles, ayer repletas de gentes, hoy se han vaciado de repente y ya sólo quedan manchas de alcohol en el asfalto, vasos de plástico olvidados y banderines ondeando de lado a lado de unas avenidas tan desiertas que, por momentos, llegan a asustar.
Si has caminado por Elche durante la tarde de hoy seguro que te has encontrado con medio centenar de despedidas diferentes. Las maletas se guardan en unos coches que salen despedidos de aquí hacia todos los puntos de la geografía nacional: de Málaga a Barcelona, de Valencia a Córdoba, de Madrid hasta las Canarias. La gente se reparte la comida sobrante y las mesas se quedan vacías para cenar. Apenas media docena de persona degusta el último menú de las fiestas; el resto, ya no está.

Los locales se limpian con menos ilusión que hace una semana, las conversaciones se acortan y las sonrisas desaparecen; el invierno se deja ver ya por el horizonte y, aunque hace la misma temperatura que ayer cuando todos bailábamos acalorados al son de la música de la verbena, parece que el frío entra cada año a Elche de la Sierra el dieciocho de septiembre. El invierno llega el último domingo de fiestas, eso es algo que todo el mundo sabe.

Los amigos se te van de las manos como granos de arena resbalando por tus dedos hasta vete tú a saber cuándo. La música se apaga, los excesos se acaban, la comida vuelve a ser sana y el cuerpo te suplica que no vuelvas a probar el alcohol durante el resto de tu vida. Las camisetas de las peñas se vuelven a guardar en el armario y en su lugar salen a relucir las sudaderas, los pantalones largos y los jerséis. Las faldas de las mujeres se esconden y las pocas que quedan por ahí dejan ver piernas enfundadas en medias… y eso también es de las cosas más tristes que hay. El verano termina, las terrazas se vacían y las calles vuelven a helarse una vez más. De repente estás bailando una canción como si el mundo se fuera a terminar mañana y al segundo siguiente parece que, efectivamente, el mundo se acaba de terminar.

Sin embargo, ahí quedan, una vez más, escondidos en ese maravilloso lugar del subconsciente llamado memoria, un millar de recuerdos fantásticos, de pensamientos maravillosos e imágenes que no se te borrarán jamás. La euforia desmedida de un baile con tus amigos, el sabor de ese primer beso que estás deseando volver a repetir, el olor a gamba y cerveza por la calle, el tacto de un abrazo fraternal, la ilusión por encontrarte con aquella persona que tanto añorabas y has vuelto a recordar, la adicción por un pueblo que es tan parte de ti que, por momentos, parece que no quieres que sea de nadie más; el acercamiento a gente que durante el año parece que no te importa o que tú tampoco le importas a ella. Y yo, si tuviera que quedarme con algo con lo que vender todo lo que se ha vivido estos últimos seis días, sería precisamente con eso: la exaltación de la amistad de una semana única que marca el principio y el final del año en mi querido pueblo. Todo comienza y acaba en estos días, todo vuelve a echar a andar una vez más a partir de mañana.

Ya sólo quedan trescientos sesenta y cuatro días para que den comienzo las fiestas de 2017… y no saben las ganas que tengo de que lleguen ya.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Luna llena

Había vuelto a sacar del armario su sudadera blanca favorita, con una mezcla de tristeza encubierta por la decadencia inevitable del verano y unos tintes de altanería del que estrena ropa nueva. Las noches comenzaban poco a poco a enfriarse y los últimos días de agosto apremiaban a los amantes a correr, a darse toda la prisa del mundo por robar ese último beso veraniego que tan bien sabe, que tan bien sienta, que tan adentro se guarda por los restos de los días de tu vida. Porque el que besa en verano no lo olvida jamás, por mucho tiempo que pase. Es algo que todo el mundo conoce.

Arrancó el coche y recorrió carreteras desiertas, alumbradas por los focos del vehículo y una enorme luna llena que resplandecía en lo más alto del firmamento. “La última antes de que llegue el otoño” pensó mientras un pinchazo de congoja recorrió su cuerpo durante un segundo interminable. "De nuevo tristeza y calles vacías se ciernen sobre mí, de nuevo frío y mangas largas, de nuevo bares desiertos y atardeceres tempranos, lluvia y hojas caídas".

A ella la vio apenas un par de minutos después de apagar el motor. Había recorrido medio pueblo andando mientras él, cuidadosamente aparcado, la observaba por el retrovisor sin quitarle ojo. Caminaba pausada, deslizándose por el asfalto de la calle principal con el móvil en la mano, intentado recorrer esos últimos metros finales sin parecer preocupada o nerviosa, tímida o retraída. La luna la iluminaba mientras terminaba de transitar los últimos coletazos de la calle principal. Él se juró que sería imposible verla otra vez así de bonita, aunque no tardaría mucho en descubrir que, de nuevo, se equivocaba.


Se subió a su coche con una sonrisa hechizante. Sus ojos brillaban en la noche como el faro al que el náufrago se ve irremediablemente condenado a navegar. Le obsequió con un beso en la mejilla y él, obcecado con aquella boca que llevaba deseando besar tanto tiempo, le giró la cara estrellando los labios contra los suyos. Ella intentó esquivarlo… pero ya era demasiado tarde.

No se han inventado números suficientes para contar los besos que aquella noche de agosto se repartieron bajo una luna llena que, de nuevo, volvía a acoger en su seno a dos amantes que no deseaban otra cosa que eso, comerse a besos toda la noche. No les importó el pasado, el presente o el futuro, sus gustos distintos, sus vidas paralelas, su forma de haber querido o el amor que vendría después; ese lugar deshabitado y alumbrado por los rayos de una compañera lejana pero tremendamente cómplice les bastaba y les sobraba. Se tenían uno al otro, sus labios no pedían más que un beso más, sus manos no deseaban más que una nueva caricia, sus pieles no se podían ni se querían despegar y el mundo, tantas veces cruel, sesgado y manchado de mil y una penalidad, pareció el lugar más maravilloso de cuantos se conocieron, se conocen y se conocerán. Y entonces, mientras el sonido de unos besos se perdía en el vasto campo de esa tierra fértil y llena de vida, comprendieron una cosa incuestionable: al final de este largo camino llamado vida sólo cuentan los besos que has dado, no los que pudiste dar y se te escaparon. Y ellos, esa noche maravillosa, se dieron todos los que quisieron, todos los que pudieron y todos los que necesitaron.

lunes, 18 de julio de 2016

Felicidad

Enterrar los pies en la arena o las manos en sacos de legumbres como hacía Amelie. Que te duela la barriga de tanto reír o las tardes en el sofá oliendo su pelo. El sonido de la primera copa de vino, las siestas de verano o los domingos de invierno; un gol que te hace abrazarte a un tipo que jamás había visto o pasarme la tarde leyendo.

Un trofeo levantado al cielo de Madrid, el niño al que consigues hacer reír, la brazada de una chica preciosa en la piscina o recordar, de repente, aquellos años de tijeras y plastilina. La necesidad de besar a tu madre antes de irte a la cama sabiendo que el sueño si no, no se conciliaba. Sonrojar con un piropo a una dama o recordar esa vez que, de tanta gente que nos subimos encima, reventamos el somier de la cama. El último abrazo a un amigo antes de que se vaya o el primer ‘te quiero’ de una chica a la que amas.

Las noches de parque aquellos veranos que se quedan tan lejanos y las camisetas de dibujitos con pantalones tejanos. Las películas en el cine que sirven de pretexto para que se entrelacen un par de manos o las fotos que, de repente, encuentras en un viejo baúl y donde sales jugando con tu hermano. Los piques sanos, los días en vano, aquella profesora risueña que te enseñaba a tocar el piano; mi jersey amarillo o ese otro naranja butano, el recuerdo de esa familia que está tan lejos… al otro lado del océano.


Tus labios besándome despacio, el ‘clic’ de tu sujetador al desabrocharse, la forma con la que me mirabas antes y el modo en que me guiñabas un ojo cuando parecía que el mundo era más nuestro que de nadie. Tu mechón dorado aclarado por el sol de agosto, tu piel tostada y la marca del bikini en ella; comidas con amigos o las cenas a la luz de una vela. El sabor de una cerveza helada o el de un café recién hecho, una mirada furtiva, un mensaje donde te dicen que te quieren, el despertar con un beso o una larga noche de sexo. Un amanecer en la playa, una señora cantándote un bingo o que te suene el despertador y te acuerdes que hoy no tienes que madrugar, que es domingo.

Tú sin maquillar andando con tu vestido blanco, yo mirándote desde la lejanía embobado, el sonido de tus tacones acompasando la partitura y mi mente imaginando cosas que me llevan a la locura. Las uñas rojas de tus manos agarradas a mi espalda y las mías, traviesas y emocionadas, subiéndote la falda. Decirte que te quiero y te echo de menos, contestarme que tenemos que recuperar el tiempo, y luego, sin que nadie se entere, ponernos a ello sin freno.

Un beso en la frente a una amiga, un abrazo a otra que una vez lo fue, un sentido ‘lo siento’ por aquella vez que me equivoqué. Los recuerdos más bonitos que nos sucedieron ayer y la esperanza de que, aunque todo cambie, sigamos todos juntos… como siempre fue. Un grupo de amigos que estuvo unido desde que alcanzo a recordar, la familia que no se elige, la que siempre responde cuando llamas, la que te quiere de verdad.

Las fiestas en septiembre o una nota que creías que no ibas a encontrar. Nadar desnudo, una buena película, gritar muy alto, bailar pegados y cantar aunque se te dé mal. Amar hasta que duela, besar todo lo que puedas, sonreír con dulzura y jamás, nunca, pase lo que pase, odiar. Beber, comer, dormir y, si me apuran, no parar de jugar. Abrazar a todo aquel que te lo pida y a cuantos lo puedan necesitar. Vivir, en definitiva, la vida como si mañana se fuera a terminar. Todo eso o lo que ustedes quieran, pero cuando llegue el fin de los finales y todos hallamos de mirar atrás, recordemos pocos momentos malos y muchos, muchísimos que nos colmen de felicidad.  


lunes, 11 de julio de 2016

Complícame la vida

Me vas a complicar la vida. Lo sé.

Con tu terquedad y tu cabezonería pero también con esos ojos que se me clavan como espadas en el pecho, con esos labios que no me quito de la mente, con esa sonrisa de la que ya soy penitente, con esas piernas que te arrancan la decencia, que te vuelven un demente; con tu falda ondeando al caminar, altaneramente, y con mi cabeza dando vueltas, en un estado de lujuria intenso y permanente.

Me complicarás las noches de plácido sueño y traerás contigo insomnio y sudor, guerras sin cuartel cuando el calor más apriete, peleas sobre el colchón mientras los vecinos descansan plácidamente. Volverá la vigilia y la necesidad apremiante de un último beso, de una caricia más, de una sonrisa dibujada en tu cara sin la que no podré dormir, de una mañana tras otra rogándote porque no te vayas, que no tengas que partir. Volverán los días en que mi vida se agote si no te tengo junto a mí, años de tiempo detenido y relojes que no terminan de servir, minuteros parados y el sol que parece que nunca se anima a marcharse a dormir. Me vas a complicar tanto la vida que llegará un momento, me temo, en que no recordaré lo que era vivir.

Acabaré preso de tu cuerpo, condenando a una existencia sin separarme de ti, porque bien sabe el cielo que, aunque te vayas a la otra punta del planeta, mi mente, mi alma y mi razón se irán en tu maleta cuando te vean partir. Volverá la dependencia y la necesidad apremiante de quitármelo todo para entregártelo a ti. Me haré súbdito de esos ojos verdes que necesito para seguir, cautivo de tus manos sin las que no alcanzo a sentir, sumiso de tus latidos sin los que mi corazón no puede latir, rehén de tu piel desnuda donde me quiero consumir y recluso de ese ‘te quiero’ sin el que no puedo subsistir.

Tu boca bajando por mi pecho, mis manos enclavadas a tu espalda, gemidos de pasión a las tantas de la mañana, amaneceres que nos cogen despiertos, exhaustos y sin fuerzas para nada. Fines de semana sin salir del cuarto, años que se evaporan como si fuera un segundo, besos que te hacen dar gracias al mundo, miradas que te arrebatan el aire y te hacen respirar profundo.

Me complicarás la vida ahora que no tengo a nadie a quien rendir cuentas. Vendrán contigo las discusiones y las peleas, los celos y los enfados, los momentos malos…y muy malos; vendrás de la mano con penas y riñas, con recriminaciones del presente y también del pasado, con días de planes que salieron mal y otros que directamente se truncaron. Sin embargo, al final valdrá la pena todo el camino sembrado porque de entre la maleza y la siembra que no nació, que se nos murió temprano, me quedará saber cada día que tengo el tesoro más grande que la vida me ha regalado. Así que ven y complícame la existencia, pero ven ya… no tardes demasiado. Aquí te espero, escribiéndote de nuevo como tantas veces ocurrió en el pasado; que no se te haga tarde, que llevo toda la vida esperando.

miércoles, 8 de junio de 2016

No vale la pena

No vale la pena lamentarse por lo que no se hizo ni por lo que se hizo mal, aunque entre esas dos cosas, no os quepa duda, siempre es mejor jugársela y equivocarse a permanecer el resto de tu vida pensando, “¿qué hubiese pasado si lo hubiese hecho, si no hubiera dejado escapar mi oportunidad?”. 

No vale la pena llorar por quien no quiere estar contigo, ni deshacerse de todo aquel que se muere por no separarse de ti. No vale la pena dormir mucho si no se tiene nada con lo que soñar, ni acostarte temprano si queda por ahí alguna boca que poder besar. No vale la pena perseguir a alguien que no se mueve, ni moverse por una persona que únicamente pretende que nunca eches a andar. No vale la pena temerle a la oscuridad si es en ella donde suelen ocurrir las mejores cosas que nos pueden pasar.

No vale la pena dejar para mañana lo que puedas hacer hoy, sobre todo si eso que puedes hacer te gusta, te alegra o te hace llorar de la risa. No vale la pena decir “a ver si nos juntamos todos un día de estos” cuando hay tan pocos días por delante, aunque parezca que no, que quedan muchos más. No vale la pena ver basura en la televisión cuando quedan tantos buenos libros por leer, tantas buenas películas por descubrir y tantos nuevos discos por escuchar. No vale la pena sentarse a ver pasar el tiempo cuando no hay bien que más debiéramos apreciar.

No vale la pena tirar un trozo de tarta por esos kilitos de más, ni dejar de decirle a una chica lo preciosa que está por vergüenza, por timidez o por creer que no te corresponderá. No vale la pena esconder un piropo educado por el qué dirán, dejar un folio en blanco por si no gustará o decirle al amor de tu vida que la quieres como jamás, en todos los días que le queden en este planeta, nadie la querrá. No vale la pena temerle a la muerte sino a una vida vacía, inerte o alejada de lo que tú consideres que es la felicidad. 

No vale la pena salir a la calle si no tienes a nadie que te acompañe a pasear y no vale la pena quedarte en casa si hay gente que te llama para dormir fuera, en algún lejano lugar. No vale la pena encerrarte en tu alcoba si quedan tantos países por encontrar, y tampoco vagar sin rumbo cuando hay una muchacha desnuda en tu cama esperando a que la beses sin parar. No vale la pena hacer lo que no te gusta por el mero hecho de agradar, no vale la pena desear otra vida cuando sólo tienes una para disfrutar. No vale la pena querer a quien no te quiere, luchar por quien no mata por ti; no vale la pena andar con quien borra tus pisadas, intentar volar por quien te corta las alas y dar tu corazón a aquella persona que no lo sabe apreciar.

Así que salta, ríe, bebe, llora, baila, ama, besa y vive, que si hay una certeza absoluta es que hoy es más tarde que ayer pero también, por suerte, es más pronto que mañana para salir a la calle y gritarle al mundo que nada ni nadie va a hacer que desaproveches ésta, tu única y maravillosa oportunidad.

miércoles, 1 de junio de 2016

Descríbeme

- Descríbeme como tú sabes - le dijo, desnuda sobre la cama, mientras se giraba para mirarlo entre la tenue luz que se colaba a cuentagotas por las rendijas de la persiana.

Él viró también hacia ella y respondió: mejor me describo yo.

"¿Qué sería de mis dedos sin poder surcar tu cuerpo, tocar tu piel? Explícamelo. Dime qué hacen mis manos si no te acarician, si no notan cómo te vas avivando desde tus pies helados hasta que asciendo por encima de tus rodillas. ¿Qué hago con ellas si les quito el único mapa que quieren recorrer?

Me dices que te describa y te respondo que no, que lo haré conmigo. Porque nunca vi tan bonitos mis ojos como cuando se reflejan en los tuyos. Jamás mi sonrisa fue tan real, salió tanto a relucir como todo el tiempo que llevas junto a mí. Descríbeme tú porque todo lo que tengo, todo lo que soy, todo lo que imagino, pienso o siento... es gracias a ti.

Mi pelo meciéndose entre tus dedos como las espigas del campo de trigo en las manos de Russell Crowe. Mi piel erizándose cuando me besas en el cuello, cuando me dices que me quieres, cuando me acuerdo cómo te desnudaba en aquella habitación doble en las noches de verano hace ya tanto que parece que fue ayer. Cambio las sábanas si no huelen a ti, no pienso en otra boca porque no hay besos que me gusten más, no hay otra lengua con la que quiera guerrear, no hay otra mujer bajo el vasto cielo que nos cubre que te haga olvidar. Ni la hay, ni la hubo... ni la habrá.



Déjame mil folios en blanco y te los rellenaré de palabras sobre ti, sobre tus ojos o tus labios, tu manera de caminar, tu forma de vestirte por la mañana o el modo en que achinas los ojos cuando te ríes. Arranca media selva y dame papel y tinta para decirte lo preciosa que eres, lo que me gusta cómo se aclara tu pelo dorado con la luz del sol del verano, o cómo se tuesta tu piel en la orilla del mar. Dame espacio y te dedicaré odas, sonetos o pareados; novelas, ensayos o poemas, pero para describirme a mí, para relatar lo mejor que tengo en esta vida, sólo hace faltan dos letras: tú.

lunes, 16 de mayo de 2016

De tanto...

De tanto buscarte me he perdido,
De tanto quererte me he odiado,
Queriendo arreglar este corazón partido,
Lo dejé todavía más estropeado.

Por tanto luchar perdí la batalla,
De quererte tanto me quedé sin amor,
Te llevaste todo, me dejaste sin nada:
Sin alma, sin vida, sin cordura, sin razón.

De tanto soñarte no pude conciliar el sueño.
Por llamarte tanto nadie me respondió,
Aquí quedé sin dirección, camino o dueño,
Esperando a algo que nunca sucedió.

De tanto rimar me quedé sin versos,
Al buscar la calma, encontré la locura,
La de no tener tu boca, la de no tener tus besos,
La que nunca se pasa, la que nunca se cura.

Y de tanto extrañar tu cuerpo desnudo,
De tanto añorar tu aliento al despertar,
supe que no habría lugar en el mundo,
para este loco que ya no puede respirar.
 

lunes, 9 de mayo de 2016

Esparta se queda huérfana

Decidí, hace unos días, esperar al pitido final contra el Valencia para lanzarme a escribirle a Álvaro unas líneas de despedida. Quería empaparme bien de textos, imágenes y de los sonidos de la gente, del estadio y de los medios de comunicación antes de expresarle yo, desde este humilde blog, mi más profundo agradecimiento. Esta vez no recurriré a ninguna de las páginas madridistas donde tengo el orgullo de colaborar, espero que ellas y sus respectivos directores me disculpen, pero para mí el final del encuentro de ayer significó mucho más que la marcha de un gran jugador de fútbol o un ejemplo de profesionalidad. A mí, desde anoche, se me ha ido del vestuario del Real Madrid un amigo, un referente y una de las personas que más orgullo me producen en el mundo entero.

Quería agradecerte, Álvaro, lo magnífico jugador que has sido. Aportaste consistencia, rudeza y sensatez a una banda derecha endeble y alocada. Dentro del campo, supiste hacer lo que sabías y traspasaste al equipo las virtudes que tú tienes como futbolista, nada más ni nada menos. Nunca quisiste sobrepasar tus límites, ni comprometiste a nadie con un pase fallido, un regate a destiempo o una virguería sin venir a cuento, y eso te valió la confianza de Luis Aragonés, Del Bosque, Pellegrini o Mourinho entre otros. Le joda a quien le joda, moleste a quien moleste.
En el apartado colectivo, tantos títulos que ahora sería difícil repetir de memoria; en el personal, más de doscientos partidos con el equipo de tu vida y temporadas (más de una, de hecho) en las que sumaste más asistencias y goles que, por ejemplo, Andrés Iniesta. Sólo con eso, ya merecerías cualquier homenaje.


Sin embargo, creo que ayer el estadio Santiago Bernabéu al completo se puso en pie para aplaudirte no sólo por lo que hiciste en ese césped sino, ante todo, por lo que ayudaste fuera de él. Has sido el escudo donde rebotó todo el odio y la visceralidad de nuestros enemigos. Interceptaste con tu propio cuerpo los ataques de los hostiles al Madrid, esos llegados de la periferia y las redacciones deportivas. Te has peleado con el mundo por el club aunque haya habido veces en que ni el club se haya querido enterar. No te importó quién estuviese en el banquillo, mataste por todos ellos y, en alguna ocasión, moriste un poco también. Me consta. A ti, capitán, no te importó nada más que ese escudo redondito con corona y muchas copas de Europa y por él recibiste tantos disparos que las balas ya te pasaban por los agujeros de las anteriores. Nunca olvidaré esa frase y nunca te estaré lo suficientemente agradecido por ella.

 Dibujo del siempre genial @gesiOH

Por último y como te he dicho ya demasiadas veces, no podré agradecerte jamás todo lo que has hecho por mí a nivel personal. Estuviste ahí cuando únicamente quise darte la mano y nos diste a mí y a los míos un cariño que no olvidaré. Gracias, de corazón, por la paciencia, la generosidad y el afecto con que me has acogido desde siempre. Gracias, de verdad, por todo lo que me has dado dentro y fuera del campo, por todo lo que has hecho por mí desde aquel día en que homenajeamos a Raúl en Madrid. Gracias, desde lo más profundo de mi alma, por no rendirte, por luchar por el equipo que amo desde el mismo día en que nací, por tu generosidad y tu cariño, por tu entrega y sacrificio y, sobre todo, por tu madridismo incondicional. Pasarán años, décadas o toda una vida y nunca podré devolverte tanto aunque, no te quepa duda, no haré otra cosa que intentarlo. 

Ayer, el estadio más importante del planeta ovacionó a un señor que llegó sin hacer ruido y se marcha dejando huérfana a una grada que lo enalteció como líder. A todos aquellos que se echan las manos a la cabeza por la despedida que ha tenido Álvaro Arbeloa les diría que, en esto del fútbol, no siempre el mejor se lleva el cariño de la afición, no siempre el que más goles mete o el que más detiene se lleva la gloria, porque hay una cosa que el aficionado medio valora mucho más que eso: la entrega, y en eso, en entrega, no hay absolutamente nadie comparable a ti, espartano. Gracias por la sangre y el sudor derramados, ha sido un orgullo luchar a tu lado. 

Nos vemos pronto. Gloria eterna al ‘diecisiete’…  y Hala Madrid. 

lunes, 2 de mayo de 2016

Sucia, volátil y da vergüenza ajena

Desde hace un par de semanas me estoy aficionando (por temas que no vienen al caso) a unos test de vocabulario que la Real Academia de la lengua española tiene subidos al ciberespacio. Su funcionamiento es muy sencillo: palabras sueltas donde debes especificar si están bien o mal escritas. En todo este tiempo habré hecho unos cinco o seis test y tengo que decir, no sé si con orgullo o vergüenza, que no he aprobado ninguno.

El primero de ellos lo realicé con la convicción absoluta de que no me costaría llegar al ocho o al nueve aunque cada pregunta errónea restase una correcta. Sin ser yo un académico, ni mucho menos, creo que mi nivel lingüístico y gramatical está bastante desarrollado, y así lo pensaba hasta que pinché el botón de ‘Enviar y corregir’ que el examen te facilita tras terminarlo. Mi sorpresa entonces fue extrema, y he de confesar que el resultado llegó a avergonzarme total y absolutamente: un tres. En primera instancia pensé que se trataba de un error y me dirigí a toda prisa al apartado de ‘corrección’ para encontrar una explicación a tamaña afrenta. Me di cuenta en seguida de que, de las ochenta y cinco preguntas respondidas, tenía sesenta bien y veinticinco mal, así que comencé a comprobar, uno a uno, los fallos que había cometido. Fue entonces cuando me di cuenta de la putrefacción cultural que reina en la máxima institución lingüística de este país.


‘Cocreta’, ‘esparatrapo’, ‘asín’, ‘pobrísimo’… palabras que hasta el propio corrector de Word me da como malas ustedes, señores de la RAE, las han aceptado en el que para mí es, sin duda, el mayor atentado cultural que se le está haciendo a esta nación, una vez llamada España, a la que nos estamos cargando desde dentro entre todos.
Si hay algo de lo que debemos sentirnos orgullosos en este país es del idioma. El castellano es, con total seguridad, el mayor patrimonio que hemos exportado al mundo. Una lengua con más de quinientos millones de hablantes, desde Estados Unidos a la Tierra de fuego, y que está sometida a las directrices de unos académicos que priman la ordinariez sobre la calidad, la simpleza sobre el estudio y, sobre todo, la dejadez de una sociedad cada vez menos predispuesta al refinamiento de siglos y siglos de tradición lingüística en detrimento de unas normas que trivializan y defenestran nuestra cultura. Es la RAE, precisamente la encargada de velar por el tesoro más magnífico que tenemos, la que con la aceptación de vulgarismos, la españolización de palabras de otros idiomas y normas tan absolutamente degradantes como la eliminación de la tilde a ‘sólo’, la que más daño está haciendo a un idioma que está, por supuesto, en mucho más alta consideración que esos académicos que, en su mayoría, no merecen una silla en lo que antaño fue una institución loable y sensata. Incluso Pérez Reverte ya dejó caer en su día un “miren, no les hagan ustedes puto caso a esta panda de bobos” con este tuit que rescato a continuación.

De unos años a esta parte la palpable realidad me ha llevado a entender que somos nosotros mismos, los españoles, los que nos encargamos más fervientemente de dinamitar nuestras raíces, nuestros tesoros culturares y patrimoniales, nuestros bienes más maravillosos y, en definitiva, todo aquello de lo que más orgullosos deberíamos estar. Lo podemos observar cada día de la Hispanidad donde salen a relucir la manada de imbéciles de turno avergonzándose del que es, a todas luces, el descubrimiento más importante de nuestra historia. Lo vemos en políticos y ciudadanos escondiendo la única bandera que tiene como fin representarnos a todos, sin excepción, o la necesidad de unos pocos de atacar constantemente un país que lleva unido más que ningún otro y, sin embargo, parece destinado a la desmembración cada año que pasa. Y sí, también parece que se tiende cada vez más a vilipendiar al idioma, ese que nos ha hecho famosos en el mundo entero, el que capitaneó Cervantes y llevaron a lo más alto los Machado, Góngora, Lorca, Umbral, Delibes o Cela. Un idioma complejo que tratan de universalizar simplificándolo hasta la degradación, un idioma precioso que se quieren cargar ante la vaguería de la España donde Belén Esteban vende más libros que cualquier otro autor. Una lengua que maltrata la asociación que debería defenderla más acérrimamente. En definitiva, una muestra más de que el peor enemigo de España, de sus costumbres y su belleza, de sus reliquias y sus maravillas, somos los propios españoles. “La más triste de entre todas las tristes historias” dijo en su día Gil de Biedma, “es la de España… porque siempre termina mal”.

lunes, 21 de marzo de 2016

Primavera

Con el asfalto húmedo, las ventanas mojadas y el cielo emborronado de nubes, comienza hoy la primavera. Pronto, el sol relucirá con fuerza, las flores adornarán un lienzo luminoso repleto de verdor, dicha y calor. 

Se desempolvan las faldas del armario y las gafas de sol salen del cajón de la mesilla de noche. Las piernas, resguardadas bajo tela durante el invierno, vuelven a taconear por las aceras y las pieles, pálidas y enfriadas por la estación que ayer se despidió hasta nuevo aviso, vuelven a barnizarse en las terrazas de los bares, en la arena de la playa o en algún césped recién cortado.
 

El vino tinto comienza a desprender demasiado calor para un cuerpo que, poco a poco, busca enfriarse con premura. La cerveza vuelve a ser la reina indiscutible de las mañanas y eso viene a significar que, por fin, queda un día menos para el verano. Gracias a Dios. 

La gente sale más, ríe más, ama más y, en definitiva, empieza a ser un poco más persona en el concepto global y auténtico de la palabra. Se apagan los radiadores y se abren las ventanas, la brisa de la noche todavía no es tan calurosa como dentro de unos meses ni tan gélida como semanas atrás. El edredón se guarda en el altillo y únicamente queda una manta que no durará mucho sobre el colchón. De hecho, si vienes esta noche, es posible que no nos dure ni quince minutos.

Vuelve la temporada del polo y el pantalón corto, del chino con camisa arremangada, de guardar sudaderas y jerséis, anoraks, bufandas y guantes. El momento en que la luz aguanta más en nuestras vidas, la noche se hace más corta pero tremendamente más interesante. Nace la era que altera la sangre y aumenta la temperatura corporal, te aviva las ganas de abrazar y de que te coman a besos. Las palabras fluyen, los sentimientos se afloran, la ropa sobra y cada día parece que me faltas más y más.

Da comienzo el período donde el Madrid se forja campeón, ese de noches de Copa de Europa y viajes a lugares aún por conocer. La estación de los caracoles y guirnaldas en las calles, la de verbenas, conciertos y fiestas de guardar; la época donde los trofeos se levantan al cielo y los vestidos son más fáciles de desabrochar. La de los colores vivos y la gente en la calle, la de los primeros amores y la de aquellos que no volverán, la de tú y yo desnudos en una habitación cualquiera rezando porque la noche no acabe jamás, la de sabor a resaca un jueves y la de las bodas que pensamos que no llegarían y comienzan a llegar. Empieza la primavera, la fase del año que marca la diferencia entre la penumbra y la luminosidad, la que adorna con tintes una vida que, en ocasiones, parece emborronarse cada vez más. Y yo, humildemente, únicamente le ruego tres cosas, tres nada más: que no falten mañanas de libros, tardes de amigos y noches en las que me dejes comerte a besos y me acaricies hasta que el sol nos vea despertar.

jueves, 10 de marzo de 2016

Una noche más

Apenas unas gotas de luz se colaban por las rendijas de una persiana entreabierta. La oscuridad reinaba y el silencio de una noche muda y fría le servía de fiel escudero. Pero, de repente, todo cambió.

El sonido de un portazo lo comenzó todo. Una segunda puerta se abrió segundos después y el eco de los besos mudos de dos amantes apasionados interrumpieron una calma que ya no volvería a regir aquella habitación que, desde ese momento, se convertía en territorio de lujuria y pecado.
Sus lenguas guerreaban en una lucha encarnizada donde no había vencidos y todos se proclamaban vencedores. Él la apretaba tanto contra sí que, por un instante, pareció que los dos cuerpos que habían irrumpido en estampida en la alcoba, se fusionaban en uno. La levantó en pulso cogiéndola de los glúteos y la tiró contra la cama con tanta fuerza que la hizo saltar quince centímetros de ésta cuando su cuerpo chocó contra el colchón. Pero a ella no pareció importarle, a ella sólo le importaba que la desnudase lo más rápidamente posible. 

Con la elegancia de una pantera caminando sobre la rama de un árbol se posó sobre el cuerpo de la mujer y siguió besándola aunque, esta vez, con más delicadeza y menos prisa, con más ternura y menos pasión, con más dedicación y menos miedo a que se marchase porque, habiendo llegado ahí, ella jamás se le volvería a escapar. 

Descendió hasta su cuello y sus fosas nasales se llenaron del perfume de su cuerpo. La besó en la garganta y de ahí avanzó al esternón, apartando todo lo posible el jersey gris de lana con el que ella pretendía combatir un frío que hacía tiempo que se había marchado para, de momento, no regresar. Con un ruego sentido y apesadumbrado consiguió quitárselo y, sin que ella se diese cuenta, la condenó para siempre. Le desabrochó el sujetador y se perdió en sus senos mientras ella le acariciaba el pelo y suspiraba plegarias al son del zigzaguear de su lengua. Volvió a encontrarse en sus labios otra vez y, cuando se hubo dado cuenta, sus cuerpos yacían desnudos entre un sudor tan impropio de la época que les pareció que habían conseguido traer el verano al mes de marzo. 


La luz acariciaba sus cuerpos y servía de guía hacia los puntos más prohibidos de sus anatomías. Apenas alcanzaban a ver más allá de dos centímetros de distancia pero, sin duda, era más que suficiente. Los gemidos, alaridos, chillidos, bramidos y aullidos de pasión coparon un ambiente que, media hora antes, había cruzado el límite de lo aburrido y  de lo soso. El sudor bañó una sábana blanca como la nieve y las caricias caldearon una habitación gélida como la misma Antártida. Y de ahí, de una noche más de vino y sonrisas, surgió un recuerdo que nadie les pudo arrebatar jamás. De ahí, de una noche de música y baile nació una historia que no olvidarían nunca. Y de ahí, de una noche que parecía una más entre cientos de miles, brotó un cuento de hadas que ni los incipientes rayos de sol de la mañana ni el estridente sonido del despertador podrían esconder por mucho que se empeñasen. Porque, a veces, la noche más anodina es la que te cambia la vida. A veces, sólo a veces, una noche más es el principio del resto de tus noches, de todos tus días, de todas las tardes y del resto de tus mañanas. A veces, la noche que comienza de manera más insulsa es aquella con la que condimentarás el resto de los días que te queden por vivir.

lunes, 22 de febrero de 2016

Cuando ella bailaba

Cuando ella bailaba el mundo se ralentizaba. Uno perdía la noción del tiempo, de la realidad, de lo que era onírico o tangible, verdadero o falso. Las horas no pasaban, los minutos se hacían años y uno quería quedarse allí por todos y cada uno de los que le quedasen por delante. Cuando ella bailaba las agujas se movían más lento, el tiempo parecía detenerse, la vida merecía la pena y sus piernas se convertían en tu condena.


Cuando ella bailaba la temperatura ascendía. Entrecerraba los ojos y dejaba volar sus caderas con las sensualidad de una tigresa paseando por en medio de una selva de acólitos perdiendo la cabeza por ella. La recuerdo meciéndose como una cuna, abrazada a una copa de vino en el centro del salón, olvidándose de los ojos libidinosos de todo aquel que la miraba. Cuando ella bailaba los grados se incrementaban, el invierno más crudo se convertía en una noche de verano, el hielo se derretía y el fuego todo, absolutamente todo, lo envolvía.

Cuando ella bailaba los hombres enloquecían. La observaban desde todos los puntos de vista: de arriba abajo, de norte a sur y de este a oeste. Se perdían en ensoñaciones eróticas y en fantasías acaloradas. Imaginaban un beso suyo, una caricia de sus manos, el sabor de su lengua en la boca, el tacto de su piel muriendo en las suyas. Cuando ella bailaba la gente soñaba, las mentes echaban a volar, los subconscientes creaban historias de pasión. Cuando ella bailaba el mundo se convertía en un lugar mejor.

Cuando ella bailaba a mí me daba por escribir. La recordaba con su vestido azul marino cayéndole por debajo de las rodillas y cincelando su cuerpo a la luz del neón, subida en esos tacones finos que parecían pegados al suelo. Sus labios rojos se marcaban en la copa de cristal y sus ojos verdes, de vez en cuando, lo hacían a fuego en los míos. Su pelo dorado cayendo sobre sus hombros, su espalda al aire y sus uñas sin pintar, su boca esperando la mía, y la mía muriéndose por dejarse besar. 
Cuando ella bailaba destrozaba corazones, abría heridas y cerraba noches frías, volvía locos a todos con cientos de fantasías, pero aunque ella bailase para todos, yo sabía que ella... era solamente mía.

domingo, 14 de febrero de 2016

Love Story y San Valentín

La frase más rotundamente falsa sobre el amor que he oído en mi vida se la escuché a Ali MacGraw en Love Story. Ella, entre lágrimas, le recrimina a Ryan O’Neal que le pida perdón: “el amor es no tener que decir nunca lo siento” sentenciaba aquella morena de ojos verdes que un día enamoró a medio mundo. Pero, como digo, nada más alejado de la realidad.


El amor es todo lo contrario, es decir siempre ‘lo siento’. Siempre. Incluso, en ocasiones, cuando llevas la razón. No cabe el egoísmo o la soberbia en un sentimiento tan puro como es el amor. Es precisamente la generosidad del que lo da todo sin recibir nada a cambio la piedra angular donde se sustenta cualquier relación amorosa. Entregarle todo a alguien aún a riesgo de que te lo robe y se marche a otro lugar. Regalarle tu cuerpo y tu alma a una persona para que haga con ellas lo que quiera, lo que le venga en gana. Olvidarte de ti para concentrarte en ella. Dejar, en definitiva, de ser tú para pasar a formar un ‘nosotros’. Enamorarte de alguien es el gesto más generoso de cuantos puede realizar el ser humano y es por eso por lo que es, sin duda alguna, el motor de la vida y la única razón de toda existencia.

Vivimos en una sociedad que se avergüenza cada vez más del amor, de ese amor romántico de película que intentamos dilapidar de nuestras vidas porque (hasta dónde habremos llegado, madre del amor hermoso) lo consideramos inapropiado. “Yo celebro San Valentín todos los días, no el 14 de febrero” es la frase que te apostillarán en cualquier bar de este desdichado país en los días posteriores y anteriores a la fecha actual. “Mira, tú lo que eres es gilipollas” creo que es la contestación más adecuada a semejante chorrada. Porque no, esa gente, que son los mismos que odian la navidad por ‘falsa’, no demuestran su amor ningún otro día o derrochan bondad durante otra época del año. Esa masa de anormalizados se encarga ya no sólo de aplacar sus propios sentimientos sino también de intentar humillar a los demás por tenerlos y creo, sinceramente, que el que es capaz de joderle la ilusión a otro es incapaz de demostrar cualquier expresión de afecto. San Valentín es malo por hortera, no por ser el día en que aprovechas una fecha para decirle a la mujer que amas cuánto la quieres o lo bonita que está.

Que el amor se demuestra a diario es una obviedad tan abrumadora que debería estar penado ir recordándolo cada 14 de febrero. Sin embargo, que haya un día para conmemorar el amor me parece tan maravilloso como que haya otro para hacerlo con las enfermedades raras, el cáncer, la amistad o la labor de las mujeres en la sociedad. Es un día para salir a cenar o quedarte en el sofá viendo una película, un día para regalar un detalle o no hacerlo, para tomarlo por especial o que únicamente te sirva para tener la excusa para desnudarla y llevártela a la cama, pero es una fecha que a este mundo tan repleto de odio, ruindad y malas intenciones le viene bien para, por un momento, recordarnos qué afortunados somos al tener a una persona que nos quiere, que nos da su vida a cambio de nada y que, por muchas veces que se equivoque, siempre es capaz de volver llorando a la puerta de casa para decirte que lo siente de corazón.

lunes, 8 de febrero de 2016

Relato de una noche de sábado o una mañana de domingo

El ‘click’ de un sujetador desabrochado fue, en este caso, el pistoletazo de salida a una carrera en la que no se medía el tiempo ni la velocidad, en la que no se premiaban largos recorridos ni se subían grandes puertos, sólo había que batir el record mundial de besos por minuto y dejarse en esa tarea hasta la última gota de sudor.


Sus manos buceaban por la espalda desnuda de ella memorizando cada centímetro cuadrado. La piel se le erizaba con el paso de las yemas de sus dedos y ella se estremecía sobre la cama aprentando con fuerza la almohaza a la que se aferraba. Le levantó el pelo por detrás de la nuca y comenzó a besarla repetitivamente mientras se deslizaba cuidadosamente hacia abajo, queriendo llegar tan al sur como le estuviera permitido. En un momento dado, y cuando hubo desgastado su boca contra esa curva lumbar mágica y el decoro apremiaba a no descender más, la apremió a darse vuelta para encontrarse esta vez con un ombligo que hizo suyo para siempre. 

Ascendió entonces de nuevo como un escalador en el Annarpurna: cuidadoso, precavido y excitado. Se detuvo en sus senos antes de ir a morir como un poseso a su cuello, donde la besó tan apasionadamente que ella no tuvo más remedio que gemirle suavemente en la oreja, dejando al descubriendo por completo su estado de éxtasis total, poniendo boca arriba sus cartas repletas de lujuria y lascivia y subiendo la temperatura de la habitación a la vez que lo hacía la de su cuerpo. Y entonces le suplicó que la besara otra vez, y luego otra... y luego otra más.

Sus labios se estrellaron con la fuerza de dos gigantes entrando en batalla. Ella lo asió hacia sí como si temiera que alguien pudiera venir a arrancárselo de las manos. Él dejó para otro momento toda compostura y la terminó de desnudar por completo. La banda sonora de la película no necesitó más instrumentos que sus labios chocando una y otra vez y la orquesta no cesó en su función durante tanto tiempo que, por un momento, pareció que habían conseguido lo imposible: detener las manecillas del reloj. Sin embargo, no lo consiguieron. Al menos no aquella noche de sábado que ya se había esfumado dejando tras de sí la estela de una mañana de domingo.

Y de las llamas de una pasión nunca vista las nacieron cenizas que daban por finalizado lo que por un instante pareció no tener final. Una vez más, el mundo los separaba para arrastrarlos a punta distintas, a lugares tan alejados como lejos se habían encontrado de todo ellos horas atrás. Pero de entre todas esas cenizas se dejaron ver unas ascuas que, aunque en primera instancia se confundían con las primeras, únicamente esperaban una excusa en forma de botella de vino por abrir o una nueva coincidencia del destino para encenderse como las mismas llamas del infierno. Y para eso ya faltaba un segundo menos… y ahora, uno menos que contar.