jueves, 10 de marzo de 2016

Una noche más

Apenas unas gotas de luz se colaban por las rendijas de una persiana entreabierta. La oscuridad reinaba y el silencio de una noche muda y fría le servía de fiel escudero. Pero, de repente, todo cambió.

El sonido de un portazo lo comenzó todo. Una segunda puerta se abrió segundos después y el eco de los besos mudos de dos amantes apasionados interrumpieron una calma que ya no volvería a regir aquella habitación que, desde ese momento, se convertía en territorio de lujuria y pecado.
Sus lenguas guerreaban en una lucha encarnizada donde no había vencidos y todos se proclamaban vencedores. Él la apretaba tanto contra sí que, por un instante, pareció que los dos cuerpos que habían irrumpido en estampida en la alcoba, se fusionaban en uno. La levantó en pulso cogiéndola de los glúteos y la tiró contra la cama con tanta fuerza que la hizo saltar quince centímetros de ésta cuando su cuerpo chocó contra el colchón. Pero a ella no pareció importarle, a ella sólo le importaba que la desnudase lo más rápidamente posible. 

Con la elegancia de una pantera caminando sobre la rama de un árbol se posó sobre el cuerpo de la mujer y siguió besándola aunque, esta vez, con más delicadeza y menos prisa, con más ternura y menos pasión, con más dedicación y menos miedo a que se marchase porque, habiendo llegado ahí, ella jamás se le volvería a escapar. 

Descendió hasta su cuello y sus fosas nasales se llenaron del perfume de su cuerpo. La besó en la garganta y de ahí avanzó al esternón, apartando todo lo posible el jersey gris de lana con el que ella pretendía combatir un frío que hacía tiempo que se había marchado para, de momento, no regresar. Con un ruego sentido y apesadumbrado consiguió quitárselo y, sin que ella se diese cuenta, la condenó para siempre. Le desabrochó el sujetador y se perdió en sus senos mientras ella le acariciaba el pelo y suspiraba plegarias al son del zigzaguear de su lengua. Volvió a encontrarse en sus labios otra vez y, cuando se hubo dado cuenta, sus cuerpos yacían desnudos entre un sudor tan impropio de la época que les pareció que habían conseguido traer el verano al mes de marzo. 


La luz acariciaba sus cuerpos y servía de guía hacia los puntos más prohibidos de sus anatomías. Apenas alcanzaban a ver más allá de dos centímetros de distancia pero, sin duda, era más que suficiente. Los gemidos, alaridos, chillidos, bramidos y aullidos de pasión coparon un ambiente que, media hora antes, había cruzado el límite de lo aburrido y  de lo soso. El sudor bañó una sábana blanca como la nieve y las caricias caldearon una habitación gélida como la misma Antártida. Y de ahí, de una noche más de vino y sonrisas, surgió un recuerdo que nadie les pudo arrebatar jamás. De ahí, de una noche de música y baile nació una historia que no olvidarían nunca. Y de ahí, de una noche que parecía una más entre cientos de miles, brotó un cuento de hadas que ni los incipientes rayos de sol de la mañana ni el estridente sonido del despertador podrían esconder por mucho que se empeñasen. Porque, a veces, la noche más anodina es la que te cambia la vida. A veces, sólo a veces, una noche más es el principio del resto de tus noches, de todos tus días, de todas las tardes y del resto de tus mañanas. A veces, la noche que comienza de manera más insulsa es aquella con la que condimentarás el resto de los días que te queden por vivir.