lunes, 3 de noviembre de 2014

Rabia

Al leer las noticias, cuando ves la televisión o escuchas la radio, cuando sales a la calle o ves a un indigente en la puerta del Mercadona pidiendo algo que poder llevarse a la boca. Rabia, probablemente el sentimiento más extendido en España desde hace tanto tiempo que uno, si no se esfuerza, no puede recordar cuándo comenzó a apoderarse del día a día de todos nosotros.

Rabia. Mucha. Cada vez que observas cómo nos han ido robando poco a poco (o mucho a mucho, depende de quién) parece que desde siempre. Cuando comentas con tus amigos la indecencia de unos y otros, de los de más lejos y de incluso de los que tienes al lado. Rabia de saber que hipotecaron tu futuro para poder comerse una caja más de cigalas, beberse una botella más de vino o pasar una noche más en burdeles de lujo mientras sus señoras presumían con sus amigas de cuán importante era su marido para la nación. Demasiado odio, demasiado asqueo, demasiada impotencia y, por supuesto, mucha mucha rabia.



Y lo peor de todo es que esa rabia, ese rencor que se acrecienta con cada nuevo caso de corruptela política, se va entremezclando con otro de impotencia que consigue un cóctel muy peligroso. Porque no hay nada que temer más que un hombre al que lo han dejado sin nada que perder. Y de esos cada vez hay más.

Mientras tanto, los que subieron a lo más alto del cajón con nuestra confianza y nuestro voto nos dicen que no pasa nada, que todo está bien y que ellos se ocupan de todo. Te lo comentan con tono serio y cara de circunstancia mientras uno intenta por todos los medios volver a confiar en ellos, pero no puede. Porque el castillo de naipes que vas construyendo se derrumba con la cabecera del telediario del día siguiente, con el vídeo en que ves a un señor llevarse las manos a la cabeza por todo lo que el otro robó mientras él, en ese mismo momento, robaba el doble del primero. Cuánta desfachatez, cuánta desvergüenza, cuantísima rabia. Demasiada. Y cada vez más.

Nos piden mesura y paciencia los mismos que nos condenan a la ruina. Claman por la calma y la confianza los que ya no pueden defraudarnos más. Se ríen de nosotros mientras ponen cara circunspecta al ser enfocados por una cámara de televisión. Pero la paciencia, como todo en esta vida, tiene un límite. Un límite que hace tiempo que cruzaron, un final que creen que todavía está lejos pero del que aún no se han dado cuenta de que no es así. La rabia de toda una sociedad escandalizada, avergonzada y tremendamente cabreada planea sobre ellos, sobre todos ellos, porque, todos merecen castigo y, como dijo Kennedy, “los que hacen imposible una revolución pacífica harán inevitable una revolución violenta”

lunes, 20 de octubre de 2014

El viejo del pub

Debe ser la edad lo que me ha ido llevando, paulatinamente, a fijarme en cosas, hechos o situaciones dentro del bullicio de la noche que, hace unos años, habrían pasado totalmente desapercibidas para mí. Busco casi inconscientemente un detalle distinto en los mismos bares que frecuento, un cambio en la monotonía de una noche que hace tiempo que conozco demasiado bien o una nota discordante en una armonía tan repetitiva que consigue que, poco a poco, uno le vaya pillando la tirria que se le coge a canción del verano cuando todavía sigue sonando en pleno mes de diciembre.

Encontré hace poco, entre la luz del neón y el sonido estridente de alguna reaggetoniana melodía, a un señor distinto, a un actor secundario que conocía de vista pero del que no tengo constancia de su nombre, apellidos, dirección o gustos. Un hombre que superaría sin problema los setenta, estatura media, pelo cano y despoblado, con dos bolsas pronunciadas bajo un par de ojos azules cansados de miles de noches como aquella, de tantas que sería complicado contar.
Entró sin hacer ruido a un local donde sólo había precisamente eso, y nadie pareció percatarse de su presencia. Él, con una delicadeza propia del que precisamente disfruta de ese anonimato que da la edad, se dirigió al final de la barra y tomó asiento. Pidió una cerveza y cogió una posición estratégica para poder observar todo cuanto acontecía por allí sin que nadie supiera que lo estaba haciendo. Algo que ya de por sí te pone sobre aviso de que esa persona en particular es mucho más interesante de lo que a simple vista pudiera parecer. 

No creo que se percatase de que mientras él miraba de soslayo a la pista de baile yo lo hacía en su dirección, estudiando sus movimientos, sus gestos y dirimiendo en mi imaginación pensamientos y sentimientos que pudieran pasar por su cabeza. No era la primera vez que lo hacía, ni seguramente será la única. Las personas mayores siempre me han llamado la atención, porque se puede ver más en esos rostros curtidos en penas y alegrías que en mil miradas menores de cincuenta años. 
 
Bebía pequeños sorbos de cerveza, degustándola como únicamente las personas que no han tenido nada en algún momento saben hacer. Porque los jóvenes engullimos lo que se nos pone delante con un “dame más” que ellos ni entienden ni comprenden. Los ancianos son diametralmente opuestos, ellos exprimen hasta la última gota de vida porque saben ponerle su justo valorar a las cosas. Y eso es algo que no se puede enseñar y que, ojalá, no tengamos que aprender nunca.

Por supuesto que ese anciano no estaba allí por la música, por la compañía, por el ambiente o tan siquiera por el alcohol. Como todo hombre que sale un sábado por la noche, su único deseo aquel era, sin duda, ver alguna bella mujer contoneándose al son de un ritmo que él seguro que ni entendía ni tenía intención de entender.  Sin embargo, él las miraba diferente, evitando cualquier contacto visual con ellas, asegurándose de que no supieran que estaban siendo observadas. Lejos de la brusquedad de otros, él se mantenía apartado, completamente solo y dando la impresión de que le interesaba todo menos ellas. Desprendía clase, caballerosidad y elegancia, y mezclaba todo ese cóctel en un baño de timidez que acentuaba todavía más a las tres primeras. De vez en cuando se giraba y oteaba el horizonte de un bar lleno de faldas y sonrisas para bajar la mirada hacia el suelo, buscando un par de piernas que escarbasen en lo más hondo de su lujuriosa imaginación. Qué infravaloradas están las piernas femeninas por las nuevas generaciones y cuánto placer producen en las adultas. 

Siguió allí varado como un bote agrietado por el tiempo en una playa repleta de transeúntes. Sus ojos se llenaban de vida con cada nueva señora que entraba y, aunque en ningún momento se animó siquiera a acercarse a ninguna de ellas, se le veía feliz. Le bastaba su mente para imaginar mil y una indecencias y con eso se daba por satisfecho. Entonces, cuando apenas llevaba una hora en el lugar, pagó, se levantó y se fué. Y ahí quedó grabada una historia intrascendente que dudo mucho que nadie más apuntase en su memoria. Pero yo quería dejar constancia de ello, homenajear a aquel viejo y su soledad, la misma que lo llevó a un bar de noche para hartarse a mirar al ser más maravilloso de la creación y después, ya en la intimidad, recordarlo una y otra vez en fantasías que uno no podría ni querría imaginar.

lunes, 13 de octubre de 2014

No quiero

No quiero levantarme temprano
y que tu lado de la cama esté frío.
No quiero que mi cuerpo profano
sin tus caricias se sienta vacío.

No quiero que tus besos sagrados,
se enjuguen en bocas ajenas.
No quiero que tus labios salados
Encuentren a otro mecenas.

No quiero que la luz de la noche,
caiga sobre mi lecho vacante.
No quiero que el alba reproche
que el vacío se hizo constante.

No quiero más pecho que el tuyo,
sudando al lado del mío.
No quiero más temple que el suyo,
calmando mi torso baldío.

No quiero que te vayas de mi lado,
no quiero más noches sin dormir,
no quiero sentirme abandonado,
no quiero otros senos que oprimir.

No quiero más noches en vela,
si no son besando tu espalda.
No quiero más canción a capela
Que la encuentre bajo tu falda.

No quiero sólo una vida contigo,
me parece bastante escaso,
quiero que tu pelo sea mi abrigo
Desde que amanece hasta el ocaso.


jueves, 9 de octubre de 2014

La Princesa Prometida

Desde hace un par de años hacia acá, me suelo poner mucho más emotivo con las efemérides (y el paso del tiempo en general) de lo que nunca creí posible. Como un viejo que pasea por el centro de la ciudad con la mirada perdida y el pensamiento de "todo esto antes era campo", veo con nostalgia el movimiento de las agujas de un reloj que hace tiempo que creo que va mucho más rápido de lo que nos quieren hacer creer. Por eso, fechas tan señaladas como la de hoy me hacen volver a echar la vista atrás hacia mis años de niñez, hacia esos días de balón, mochila, cartas de amor, películas y pijama. 
Cuando me enteré de que un nueve de octubre como el actual La Princesa Prometida cumplía 27 años, supe que el letargo casi absoluto al que he sometido mi blog durante esta última época debía desaparecer en una entrada/homenaje a la que, sin duda, fue una de las películas más importantes, revisionadas y maravillosas de mi infancia.

Sin ser La Princesa Prometida una película espectacular ni en el aspecto estético ni en la profundidad de sus personajes o, incluso, en la trama en general, siempre ha estado presente en las listas de clásicos más valorados de la historia del cine. Yo mismo la introduje sin dudarlo en mi lista de las cien mejores, más por la ternura y el romanticismo que despierta que por cualquier aspecto dramático o interpretativo. Porque esa película es mucho más que noventa y ocho minutos de cine, muchísimo más. Para mí, la historia de Westley y Buttercup, de Íñigo, Fezzic o el Príncipe Humperdinck, es el último cuento de hagas llevado a la gran pantalla, el último resquicio del cine de aventuras de un tiempo en el que aún creíamos que todo era posible.

Una historia de piratas, príncipes malvados, magia y países muy muy lejanos. El cuento por excelencia, una narración que cautiva a grandes y, sobre todo, a los más pequeños de la casa. Con los Acantilados de la locura o el Pantano de fuego, nombres con fuerza y gancho, de esos que inventabas con tus amigos cualquier fin de semana. Con curanderos que reviven muertos y espadachines que buscan venganza. Con gigantes bonachones o asesinos de seis dedos y con una banda sonora digna de elogio. Pero, sobre todo, La Princesa Prometida es una historia que enaltece el sentimiento por excelencia, que encumbra y glorifica al ingrediente por antonomasia de todos los cuentos de hadas: el amor. Desde aquel primer 'Como desees' hasta el beso final que supera a cualquier otro, pasando por el rescate a la chica secuestrada o la lucha a muerte con Vizzini; siempre es por amor. Como no podía ser de otra manera.

Y como para no enamorarse.

Porque mención a parte merece ella, Buttercup. No puede haber hombre que ronde ahora la treintena que no se enamorase perdidamente de Robin Wright en esa época, es metafísicamente imposible. Veintiuna primaveras tenía por aquel entonces y ya encandilaba a cualquiera con esos ojos azules y esa melena dorada. Incluso ahora, cuando uno la observa en su papel de mujer fatal en House of Cards, sigue entreviendo aquella fragilidad ya escondida entre algunas arrugas y que nos hicieron desear tantas y tantas veces que el mundo fuera un poco menos real y se pareciera más a esa historia maravillosa, única y exclusivamente para poder soñar que sería posible conquistarla.


Veintisiete años han pasado ya desde su estreno, los mismos que tengo yo. Mi infancia, adolescencia y madurez han ido pegados a una película que no dejo de ver cada cierto tiempo, porque al volver a verla vuelvo a hacerme niño casi sin darme cuenta. Y es ahí cuando me pongo en el pellejo de un jovencísimo Fred Savage e imagino que yo soy el muchacho al que su abuelo le narra el cuento. Después me convierto en el pirata Roberts y más tarde busco vendetta junto a Íñigo Montoya para, finalmente, notar como ese escalofrío vuelve a surcar mi cuerpo cuando rememoro un beso que, como cuenta la película, superó finalmente a cuantos se dieron antes y se darán después.


lunes, 6 de octubre de 2014

With a little help from my friends

Joe Cocker en directo, desgarrándose la garganta como sólo él sabe hacer para darnos la banda sonora de una serie maravillosa y una letra que habla de amistad sobre todas las cosas, porque hay pocas cosas más grande que eso, que la amistad; la de verdad, la buena, la eterna, la que te une a otra persona más que la sangre, más que casi cualquier otro lazo.


viernes, 29 de agosto de 2014

El baile

Fue frente a la barra de un bar, como casi siempre empiezan las buenas historias, cuando comenzó todo. La conversación fluía y los temas variaban de piezas casi insignificantes a otros muchos más trascendentales. El tequila desbordaba los vasos y el olor a limón impregnaba un ambiente salado, cálido y risueño.

Él la miraba incrédulo, como si todavía no pudiese creer que estuviera junto a ella, que su perfume fuera inundando sus fosas nasales e incluso en algún momento se sintió tentado de pellizcarse para comprobar si, efectivamente, todo aquello estaba sucediendo.
De vez en cuando, ella se levantaba del taburete y se alejaba de su lado, dejándolo con la palabra en la boca y punzando su alma con el puñal de la incertidumbre que se hundía poco a poco ante la disyuntiva del 'regresará o no regresará'.

Los volantes de su falta ondeaban al viento como la bandera de algún país caribeño. Unas cuñas levantaban sensualmente sus pies y enaltecían unas piernas tan bronceadas que incluso en la semi penumbra de aquel lugar apagado y enmudecido por la música, parecían brillar con luz propia. Todo un espectáculo para la vista, para el gozo de unos cuantos privilegiados que tuvieron la suerte de contemplar aquel homenaje al erotismo una noche cualquiera del mes de agosto.

Él volvía encontrar conversación con cualquier extraño que pasaba por su lado, aunque nunca dejaba de observarla por el rabillo del ojo mientras seguía pidiéndole a los dioses que, por favor, no se marchara nunca. Y por un momento creyó que lo habían escuchado.
Volvía una y otra vez y enmudecía las palabras con su sonrisa, con su par de ojos castaños brillando bajo el neón y con el sonido melódico de su risa. Volvía una y otra vez y aquel chaval seguía preguntándose qué habría hecho para ser tan afortunado, aunque ni siquiera se acercaba a imaginar lo que vendría después.

Porque fue entonces cuando sucedió.

Una canción recordada por ambos comenzó a sonar y sus miradas se clavaron inmediatamente. Los sabían que ese era su baile, de nadie más, sólo de ellos. La chica se acercó inmediatamente para sacarlo a la pista y él dudó un instante: "¿Me está ocurriendo esto a mí?" se pudo oír claramente en el bar. Se armó de valor y cogió su delicada mano para acompañarla al medio del lugar donde ya medio centenar de ojos los observaban corroídos por la envidia: "Hoy es mía, señores.. manténganse al margen" se dijo para sus adentros.


La mano de la chica se posó en su hombro mientras la otra agarraba fuerte su mano. Él, por su parte, descendió la suya lo más abajo que pudo en su espalda sin superar, por supuesto, el límite que la caballerosidad marca. La miraba fíjamente y la comenzó a llevar en volandas. Notaba su piel tan cerca de sí que creía poder sentirla completamente desnuda. Ella lo miraba sin pestañear y él no se amilanó en absoluto. Acercó su boca al lóbulo de su oreja y comenzó a susurrarle palabras que ni él mismo podía creer que saliesen de sus labios. Ella reía y, por un momento, pareció hasta ruborizarse. Suspiraba y lo apretaba más fuerte contra sí con cada piropo, con cada frase lujuriosa, con cada declaración de amor, con cada palabra subida de tono. Él se fue creciendo ante la caída inevitable de la fortaleza femenina que se había dispuesto a atacar y que, casi sin remedio, estaba comenzando a derrumbarse por completo. La apretaba más contra sí, intentaba acercarse todo lo posible a ella para inmortalizar en su mente aquel instante mágico. 
Quería recordar absolutamente todo: su fragancia, su tacto y su cuerpo, aunque ansiaba sobre cualquier otra cosa probar el sabor de su cuello y de sus labios. Quizá pedía demasiado.
Entonces, al instante siguiente, comprendió que la suerte no dura eternamente y, casi sin darse cuenta, la canción llegó a su fin y con ella una noche que pasó como un suspiro y que concluyó tan rápidamente que casi podría parecer una broma pensada. Para él lo fue, por el resto de su vida se convenció de que algún ser superior había adelantado los relojes de todo el mundo para apartarlo de ella, no podía ser que casi seis horas se hubiesen esfumado tan depresia.

El alba los separó y nunca más volvieron a tenerse tan cerca. Jamás volvería a repetirse una noche que había destapado un dulce bote de miel y que, cuando ya casi podía degustarlo, se cerró de un golpe y para siempre dejándolo privado de lo que, a buen seguro, significaría una noche de la más erótica pelea bajo las sábanas de su cama. Pero no pudo ser, quizá no estaban destinado a ello, quizá el sueño era demasiado hermoso para ser real. Aunque bien es cierto que él tenía una cosa que valía, por lo menos, el beso que jamás llegaron a darse: el recuerdo. Y eso era algo que jamás nadie podría arrebatarle.

miércoles, 27 de agosto de 2014

El viaje a la playa

Era inexplicablemente temprano cuando los primeros rayos de sol atravesaron las rendijas de una persiana especialmente semilevantada para que el amanecer le despertara. Quedaban por delante un par de cientos de kilómetros y había que ser raudos y prestos para evitar posibles embotellamientos en la carretera. 
Se vistió con lo primero que encontró a mano: un bañador celeste, una camiseta blanca y unas zapatillas deportivas. En la mochila, por otra parte, guardó la crema solar, sus chanclas azules y una toalla enorme donde se recostaría durante horas cuando llegase a su destino.

Como siempre, tuvo que esperar entre veinte y veinticinco minutos a que su acompañante terminase de arreglarse. “Hija, que vamos a la playa, no a una boda” le repetía desesperado cada cinco minutos. Ella, lejos de hacerle caso, seguía acicalándose a conciencia ante la desesperación de su novio, a punto ya de abandonar todo el plan y volver a uno de los lugares más mágicos, confortables y tremendamente divertidos del mundo: la cama.
Justo en el desfiladero que separa la desesperación del suicidio, ella, por fin, enfiló la puerta de la casa rumbo al coche. Por supuesto, una maleta exageradamente grande quedaba en el umbral esperando a que él, una vez más, cargase con ella hasta el maletero al son de “Y eso que vamos a pasar el día, no sé que te ibas a llevar si nos fuéramos una semana”.

El motor bramó como un toro a la salida de toriles y el vehículo comenzó a rodar por una carretera secundaria del centro de la nación con el firme propósito de pasar un día en uno de los lugares más sobrevalorados del planeta tierra: la playa. Conocido por todos era la reticencia del conductor a ese lugar alejado de la mano de Dios pero ahí estaba, una vez más, cayendo en las malévolas redes femeninas  y dirigiéndose a toda prisa hasta la costa levantina.


martes, 12 de agosto de 2014

RIP, Robin

La primera vez que me encontré con Robin Williams ‘cara a cara’ sería allá por el inicio de la década de los noventa. Fue en una de esas películas que marcan tu infancia, que revisionabas una y otra vez hasta que la cinta del VHS de tu casa empezaba a emborronarse y tenías que sacarla del vídeo, abrirle la tapa y darle un soplido fuerte con la intención de mejorar una calidad que, a pesar de ser ínfima comparada con la de los tiempos actuales, resultaba suficiente para hacer volar tu imaginación durante tardes y tardes. Hook fue, sin duda, una de los grandes clásicos de mi niñez y fue con ella cuando conocí personalmente a ese Peter Pan de carne y hueso que se había alejado de Nunca Jamás para convertirse en un ocupado hombre de negocios. Pronto me interesé más por aquel tipo de sonrisa eterna y aspecto poco hollywoodiense y empecé a devorar los clásicos infantiles que protagonizó: Señora Doubtfire, Jack, Flubber, Patch Adams y, por encima de casi todas, Jumanji. Creo firmemente que ningún niño puede decir que ha tenido una infancia plena si no ha soñado con jugar una partida a ese juego mágico que cayó en manos de Alan Parrish y su amiga Sarah.


Los años pasaron y Robin seguía ahí, en casi todas partes y durante casi todos los días. Puso voz al que, sin duda, es el personaje más divertido del mundo Disney, el genio de Aladdin, y siguió impartiendo clases de risoterapia para un público mucho menos acostumbrado a reír que el infantil. En Good Morning Vietnam supo mezclar a la perfección sus jocosos comentarios con toda una guerra de Vietnam y ganarse a una crítica que se rendiría a él con las que para mí han sido sus otras dos grandes películas: El club de los poetas muertos y el Indomable Will Hunting. 

Pero la vida, tristemente, no deja de ser una sucesión de contrastes y contradicciones. El hombre que sacó una sonrisa a tantos millones de personas se encontraba sólo y deprimido. Aquel muchacho con cara de bonachón y sonrisa imperecedera, se sumió en una depresión sin final que, según parece, lo ha llevado a la más trágica de las muertes en la noche de ayer. Al final, una vez más, la vida vuelve a recordarnos que no todo es del color que creemos ver.


Se marcha un genio del cine, un actorazo sin parangón que deja tras de sí obras de buena calidad pero, sobre todo, papeles que quedan marcados a fuego en la historia reciente del séptimo arte. Se va el hombre pero queda el legado, como suele ocurrir en estos casos en los que un grande nos deja, y pocos eran más grandes frente a una cámara de lo que lo fue él. Los días tristes como el de hoy deberían serlo menos si, en vez de pensar en la tragedia, nos parásemos a homenajear al hombre que se ha ido, visionando alguna de sus grandes obras. La melancolía debería quedar apartada si hoy, en su honor, comenzásemos a hacer realidad esa frase que dijo interpretando a John Keating allá por 1987 y que rezaba:

 "El día de hoy no se volverá a repetir. Vive intensamente cada instante, lo que no significa alocadamente, sino mimando cada situación; escuchando a cada compañero, intentando realizar cada sueño positivo, buscando el éxito del otro, examinándote de la asignatura fundamental de la vida: el Amor. Para que un día no lamentes haber malgastado egoístamente tu capacidad de amar y dar vida"

lunes, 28 de julio de 2014

Agosto

Agosto se deja ya ver por el horizonte. Si entrecierras los ojos e inspiras bien hondo, te darás cuenta de que ya alcanzas a sentir el aroma de un mes distinto, de una época diferente, de un mundo que sólo podrás exprimir una vez cada trescientos sesenta y cinco días. 
Porque agosto es un mes especial, eso es una realidad incontestable. Todavía colea el calor de un verano que, sin embargo, empieza a caérsenos de entre los dedos como un puñado de arena. El calor domina los días y parece escabullirse por las noches. Esa tremenda contradicción veraniega de pantalón corto y sudadera empieza a hacerse más y más patente entre los jóvenes enamorados que bajan a hurtadillas al parque a comenzar a sentir unos labios ajenos besando los suyos. O al revés.
Porque agosto es el mes de los besos, eso lo sabe todo el mundo. Es el mes donde se consolidan los amores de verano, donde los mensajitos de texto y las miradas en la piscina ya quedaron atrás y ahora se queda con ella para tomar un helado e intentar meterle mano por debajo de la blusa en los bancos del parque, mientras el sonido del agua de la fuente acompaña como si de un violinista romano en un café de la Fontana di Trevi se tratase. Por lo menos antes era así… ahora vete tú a saber.


Agosto llega como lo hacen las grandes estrellas de cine, sabiendo que con él se empieza la verdadera fiesta pero también, irremediablemente, está más cerca su final. Comienzan las verbenas y los bailes de plaza de pueblo, las playas se masifican y los atascos desde Madrid parecen no tener final. Las faldas siguen ondeando al viento como banderas de países por explorar (Nota: el verdadero verano se termina cuando la última mujer guarda su falda más blanca en el baúl, ni equinoccios ni polladas similares) y las terrazas fluyen como el agua de un río, dejando atrás cualquier atisbo de crisis económica que pueda haber existido, exista o existirá. “Ya llegará septiembre” nos decimos cuando nuestra conciencia empieza a llamarnos la atención por la asiduidad con que sacamos la cartera a pasear. Y efectivamente, ya queda menos también para eso.

miércoles, 23 de julio de 2014

Un año sin ti

Parece mentira que haya pasado ya un año desde que te marchaste, desde que aquel terrible accidente se te llevó junto a setenta y ocho almas más a un cielo que, si existe, a buen seguro pocos lo merecían más que tú. Un año ya desde que en aquella terraza de verano me enteré de que te nos habías ido... cómo pasa el tiempo.
Es un hecho que jamás te conocí y que nunca interactué contigo más que por medio centenar de tuits en ese fabuloso medio que a tanta gente me ha unido. Aun así, sentí tu partida como si te conociese desde siempre, como si nos hubiéramos emborrachado cientos de noches o como si hubiésemos visto mil partidos juntos. Y la sigo sintiendo, por muy raro que siga pareciéndome.

Hoy es un día melancólico y triste para toda la familia tuitera y, por supuesto, para todos aquellos allegados a ti que ahora estarán recordándote con congoja y, seguro, también con un amago de sonrisa añorando esos grandes momentos que nos hiciste vivir a todos. A mí personalmente me encanta pensar que el hombre que nos dejó hace trescientos sesenta y cinco días sigue estando entre nosotros con cada retuit que alguien rebusca en ese maravilloso baúl de los recuerdos que era tu cuenta personal de Twitter. Te volvemos a traer aquí con cada frase célebre que marcaste para la posteridad comandada por ese 'Hala Madrid... hijos de puta' que ya se ha convertido en una seña de madridismo incondicional, de genialidad absoluta, de amor por unos colores y, por supuesto, de una admiración eterna hacia ese gran aficionado del Real Madrid que parece que se marchó pero nunca se termina de ir. Pocos pueden decir, desde el anonimato de las redes sociales, que se han hecho un icono del madridismo. Tú, querido Juanan, lo has conseguido con creces.

El año de la décima fue el de tu partida y todos sabemos con seguridad manifiesta que tú has sido uno de los principales causantes de la consecución de la misma. Estuviste presente en la camiseta de ese capitán sin brazalete en el césped de Mestalla y levantaste con sus brazos esa puñetera Copa de Europa que tantísimo se resistía. Fuiste uno de los privilegiados que vio el partido desde el cielo y el único que también saltó al césped a pasear con la orejona en el pecho de Arbeloa. Hasta en eso has sido grande.


Cuando se cumple un año de la tragedia, sigues más vivo que nunca en nuestros corazones. Te convertiste como tantos otros en una parte prioritaria de nuestra familia cibernética y, no te quepa duda, que lo sigues siendo. Tu recuerdo es el legado más importante que nos has dejado, nuestro deber es hacer que no te termines de marchar nunca, que sigas presente en unas vidas que, por lo menos en mi caso, tocaste apenas de refilón pero marcaste profundamente. Siempre te consideré un amigo y, por supuesto, siempre lo seguirás siendo allá donde estés.

Hoy quise recordar a Juan Antonio Palomino en el día que se cumple un año de su fallecimiento, pero gracias al cielo, vosotros os encargáis de que jamás se me olvide que, en una ocasión, tuve el inmenso honor de conocer de una grandísima persona, un enorme tuitero y un madridista de corazón que me hizo sentir que las redes sociales pueden unir tanto como una tarde de cervezas en un bar.

Te llevamos presente, amigo. Siempre contigo, eternamente a tu lado.
#LiveForever

domingo, 20 de julio de 2014

Todo se reduce a eso

Jamás ninguna máquina, tecnología conocida o por inventar, móvil, cámara, robot o instrumento podrá superar el poder del cariño humano. Nunca.


jueves, 3 de julio de 2014

Me inventé tu nombre

Como en aquella canción de Quique González, me he inventado tu nombre.
Lo hice cansado de no poder llamarte cada noche en sueños, enervado al ver cómo seguías tu camino sin pararte frente a mí. Tuve que ponerte un sustantivo al hartarme de los calificativos. Los ‘guapa’, ‘bonita’ o ‘preciosa’ se hacían demasiado repetitivos y los posesivos como ‘mi vida’, ‘mi amor’ o ‘mi cielo’ parecían querer encerrarte entre unos brazos que nunca buscaron otra cosa aún a sabiendas de que jamás lo conseguirían. Me inventé tu nombre para hacer que la cruel realidad se transformase, dentro de mi subconsciente, en la más maravillosoa de las ensoñaciones

Todo comenzó con aquel taconear en una calle cualquiera un día tiempo atrás. Siguió el siguiente y el siguiente. Tu melena contoneándose al son de tus caderas mientras tus zapatos marcaban el ritmo de una melodía que ya hubiese firmado para sí cualquier compositor de prestigio. Un día tras otro, camino de ida y de vuelta.
Mi oficina entera plantada en la ventana con la puntualidad de un reloj suizo a las nueve de la mañana y, de nuevo, a las dos de la tarde. No faltaba nadie, ni un solo hombre o mujer. Había peleas por coger el mejor sitio y comentarios que variaban de lo cómico a lo burdo, de lo erótico a lo chabacano los minutos de antes y los minutos de después.
Hasta que te veíamos llegar, entonces sólo se escuchaba el silencio.
Tu taconeo parecía retumbar por encima de los bocinazos de una ciudad que se callaba, como todos nosotros, para presenciar ese espectáculo. El metrónomo era tu zapato, la partitura tu caminar, los oyentes, media docena de adormecidos oficinistas deseosos de comenzar a pecar. Y el resto, eso... silencio.
No se oía nada más que la respiración entrecortada de algún enamorado que, al igual que yo, empezaba a fabular historias de pasión junto a ti, junto a esa señorita sin nombre conocido que todos deseábamos desnudar en alguna habitación que sirviera de campo de batalla para una lucha vigorosa y tremendamente placentera. Todos comenzábamos a narrar un cuento donde la desnudez fuera el único vestuario de dos actores ansiosos por comerse de una punta a la otra sin descanso alguno.


Me inventé tu nombre por la necesidad apremiante de gritarlo ante el mundo o de susurrárselo a la noche cuando mi cama, vacía de ti, llora amarga y solitaria. Tuve que concebirlo para aferrarme a él como lo haría a tus piernas si tuviera el valor de invitarte a cenar y después engañarte para atraerte a mi cuerpo. Ideé ese sustantivo para agarrarme a él con toda la fuerza del mundo y decirte cada día que me tienes enamorado de la cabeza a los pies. Me ingenié la forma de hacerte mía aún a sabiendas de que jamás lo serás y para eso recurrí a mi imaginación, mi más leal compañera, que fue tan generosa como siempre y me obsequió con ese nombre que ahora repito muy bajito cada vez que te veo pasar. Con ese nombre nuestra historia empezó y, no te quepa duda, con ese nombre te haré mía por el resto de mis días. Es lo único que tengo de ti y, seguramente, no necesite nada más.