Al leer las noticias, cuando ves
la televisión o escuchas la radio, cuando sales a la calle o ves a un indigente
en la puerta del Mercadona pidiendo algo que poder llevarse a la boca. Rabia,
probablemente el sentimiento más extendido en España desde hace tanto tiempo que
uno, si no se esfuerza, no puede recordar cuándo comenzó a apoderarse del día a
día de todos nosotros.
Rabia. Mucha. Cada vez que
observas cómo nos han ido robando poco a poco (o mucho a mucho, depende de
quién) parece que desde siempre. Cuando comentas con tus amigos la indecencia
de unos y otros, de los de más lejos y de incluso de los que tienes al lado.
Rabia de saber que hipotecaron tu futuro para poder comerse una caja más de
cigalas, beberse una botella más de vino o pasar una noche más en burdeles de
lujo mientras sus señoras presumían con sus amigas de cuán importante era su
marido para la nación. Demasiado odio, demasiado asqueo, demasiada impotencia
y, por supuesto, mucha mucha rabia.
Y lo peor de todo es que esa
rabia, ese rencor que se acrecienta con cada nuevo caso de corruptela política,
se va entremezclando con otro de impotencia que consigue un cóctel muy
peligroso. Porque no hay nada que temer más que un hombre al que lo han dejado
sin nada que perder. Y de esos cada vez hay más.
Mientras tanto, los que subieron
a lo más alto del cajón con nuestra confianza y nuestro voto nos dicen que no
pasa nada, que todo está bien y que ellos se ocupan de todo. Te lo comentan con
tono serio y cara de circunstancia mientras uno intenta por todos los medios
volver a confiar en ellos, pero no puede. Porque el castillo de naipes que vas
construyendo se derrumba con la cabecera del telediario del día siguiente, con
el vídeo en que ves a un señor llevarse las manos a la cabeza por todo lo que
el otro robó mientras él, en ese mismo momento, robaba el doble del primero.
Cuánta desfachatez, cuánta desvergüenza, cuantísima rabia. Demasiada. Y cada
vez más.
Nos piden mesura y paciencia los
mismos que nos condenan a la ruina. Claman por la calma y la confianza los que
ya no pueden defraudarnos más. Se ríen de nosotros mientras ponen cara
circunspecta al ser enfocados por una cámara de televisión. Pero la paciencia,
como todo en esta vida, tiene un límite. Un límite que hace tiempo que
cruzaron, un final que creen que todavía está lejos pero del que aún no se han
dado cuenta de que no es así. La rabia de toda una sociedad escandalizada,
avergonzada y tremendamente cabreada planea sobre ellos, sobre todos ellos,
porque, todos merecen castigo y, como dijo Kennedy, “los que hacen imposible una revolución pacífica harán
inevitable una revolución violenta”