Las calles ardiendo, los
escaparates de las tiendas reventados a pedradas, gritos en cada esquina,
coches y contenedores en llamas y la certeza de que mañana no volverá a
amanecer. Mientras todo eso ocurre, tú y yo nos comemos a besos, desnudos en la
quietud de una habitación que parece una realidad aparte, que nada tiene que
ver con la que se acaba allá afuera. Y claro, el fin del mundo no parece tan
malo.
Tu boca pegándose a la mía con la
fiereza de una leona protegiendo a sus cachorros. Tus manos agarrando fuerte mi
pelo mientras las mías hacen lo propio con tus caderas: “nadie te va a volver a
apartar de mí” pienso mientras te atraigo tan fuerte que, por un momento,
parece que formamos un solo cuerpo. Las yemas de mis dedos deslizándose por tu
piel y el olor a tu perfume penetrando por mis fosas nasales. La luz roja del
fuego que se extiende en la calle entrando por las rejillas de la persiana y
dibujando en el techo una sombra que contiene tanta pasión como la que se
colorea encima de la cama.
Te tengo aquí conmigo, de nuevo,
y ya pueden caer las siete plagas de Egipto sobre nosotros, que nada más
importa. Tus ojos no dejan de mirarme, tus labios me saben a gloria bendita, tu
lengua entra en mi boca y tus manos comienzan a levantarme poco a poco la
camiseta, arañándome la espalda después y consiguiendo que se quede marcado tu
paso por ahí, como los surcos de un buey arando el vasto campo. Te beso el
cuello y te oigo gemir como solías hacer antaño y empiezo a pensar cómo he
podido vivir todos estos años sin sentir eso y entonces me doy cuenta de que
realmente no he vivido durante todo este tiempo.
Caen piedras del cielo y la
tierra se abre, los mares destruyen ciudades y el viento huracanado parece que
va a tirar el edificio, pero tú y yo seguimos encerrados aquí, desnudos,
devorándonos a sabiendas de que hemos perdido mucho el tiempo y que ahora,
cuando todo se acaba, lo vamos a recuperar. Qué importa que el mundo se consuma
afuera… para qué buscar fuego allá cuando tenemos el infierno aquí dentro.
Las horas pasan y ya queda menos
para el final. El colchón está empapado de sudor y el aliento nos falta a
ambos. Te acurrucas en mi pecho y yo te rodeo con mi brazo mientras beso ese
pelo castaño que se aclara en las puntas y que he echado tanto de menos que, en
ocasiones, sería capaz de haber asesinado por verlo una vez más. Y ahora lo
tengo aquí, te tengo entera aquí y no puedo más que agradecerle al mundo, el
mismo que está a punto de irse al traste, que te haya traído de vuelta.
Y mientras cruje el suelo y la
vida, tal y como la conocíamos, deja de existir, te miro y te sonrío y a ese
gesto tú contestas con otra sonrisa. “No habría elegido a otra con la que
acabar esta historia” te susurro en el silencio de la habitación. ¿Tu
contestación? Un beso mudo, delicado y alargado en el tiempo que pone fin a
todo lo conocido y que, a buen seguro, sería el final perfecto para este cuento
llamado ‘vida’ que un día terminará.
No sé ni cómo ni cuándo llegará
el fin del mundo, lo que tengo absolutamente claro es que, ojalá, estés tú aquí
y se parezca, aunque sea un poquito, a lo que me acabo de imaginar.