No sé muy bien si ha pasado un
año o diez de aquella tarde en la que esperaba a mis amigos en la cola de un
puesto de café de la feria y quiso Dios que te viera... O al menos creer que te
había visto.
Tantos años sin saber de ti y, de repente, ahí estabas: a lo lejos, mirándome extrañada como lo hacía yo también. No duró nada más que un segundo, el suficiente para que nuestras miradas se cruzasen y mi corazón se detuviese. Todavía hoy no estoy seguro de que fueras tú y, sin embargo, nunca he deseado más que lo fueras.
Te diste la vuelta y
desapareciste como llevas haciendo desde hace demasiado: sin dejar
huella ni rastro que me permita llegar a ti. Me dejaste solo, con cuatro vasos
de café caliente y la mirada perdida en un horizonte que nunca ha vuelto a ser
lo mismo, que ya no me calma igual, que ya no tiene forma, ni color ni sentido.
Ya nada me sabe igual desde hace tanto que me pregunto cada puto día de mi vida
si algo alguna vez llegó a tener sabor.
Y fue entonces, cuando te
perdiste entre la multitud, cuando comencé a recordar:
Aquella cama de noventa y el momento
en que te giraste para besarme por primera vez. El cielo estrellado y el sabor
de tu boca; tus ojos verdes y cómo nunca ha salido de mis labios un ‘te quiero’
más real. Ese turbante en tu pelo y la forma en que me llamabas por mi nombre;
el momento en que comprendí que nunca querría ni tan siquiera parecido y cómo todo acabó aquella
fría noche de diciembre. Tus piernas desnudas, tus manos heladas, las cinco
horas que tardabas en arreglarte aunque siempre me dijeras que eras la que
menos tardaba de todas tus amigas. Cómo se achinaban tus ojos con el alcohol y
cómo me besabas cuando te dabas cuenta de que nunca, jamás, volverías a amar
igual. Porque nunca volveremos a querer como lo hicimos en aquellos días, por mucho
que nos empeñemos en pensar que sí. Eso lo puedes ir asimilando porque no te he
dicho jamás nada más cierto.
La camiseta del Madrid y aquella
remontada en Lisboa. Los paseos de la mano y el clic de tu sujetador cada vez
que mis dedos lo desabrochaban. Los besos en el cuello, en el pecho, en el
ombligo y en el centro del alma. Las caricias en el cine, los enfados y los
puñetazos al armario también; los celos, las discusiones y el saber que si te
hubiera conocido hoy, mañana mismo estaríamos casados.
Las fotos que tengo guardadas en
el cajón de la mesita, los domingos por la mañana y la música saliendo del baño
cuando te duchabas. Tu olor, que es el último que recuerdo, no hay nada después
de eso. Es como si mi cabeza no quisiera empezar de cero, como si mi puto
corazón hubiese sentido algo tan fuerte que estuviera seguro de que nada,
absolutamente nada, lo hará sentir igual de nuevo. Y es probable que lleve
razón.
Porque sí, es más que posible que
nada vuelva a ser igual. De hecho, ya no lo es… hace demasiado que no.
Ya no es mi boca la que te besa
ni mis manos las que te levantan para que encajes perfectamente a mí en la
cama. Ya no es mi voz la que susurra esas dos letras para que vengas, ni son
mis ojos los que lloran cuando nos decimos cosas que ni pensamos ni sentimos. No
son mis pies los que abrazan a los tuyos para que entres en calor ni es mi
pecho el que se abre para que te acurruques en él, pero sigue siendo, vida mía,
mi corazón el que piensa en ti cada día de los que paso en este mundo y es hoy,
cuando creo que no hay más fondo que tocar, cuando quería que volvieras a
recordar que ni te olvido, ni tengo intención de hacerlo jamás.