Abrió los ojos en una oscuridad
casi completa, únicamente entrecortada por unas pequeñas motas de luz que se
colaban a hurtadillas por las rendijas de la persiana. Tenía la boca reseca,
algo preocupantemente normal en los últimos tiempos, y lo primero que hizo fue
echarse un trago de agua de la botella que, como un viejo de setenta años, escondía al lado de la cama. Se recostó y se volvió sobre su eje para darse de
bruces con ella.
Ahí estaba, dormida como si el
mundo no fuese con ella, como si tuviera tanto cansancio encima que no se fuera
a despertar jamás. Su pelo oscuro caía sobre sus hombros desnudos y el edredón
de la cama apenas conseguía tapar la mitad de ese cuerpo de infarto al que
tantos poetas se habían agarrado, que tantos soñadores habían pedido al cielo para sí y
que cualquier hombre con un mínimo de virilidad habría querido hacer suyo
aunque sólo fuese un mísero instante.
Él se quedó mirándola durante un
segundo y luego, sin quererlo, otro más. Creyó firmemente que podría seguir
observándola durante el resto de los días de su vida sin necesidad de volver a
beber o a comer jamás, que podría alimentarse única y exclusivamente con esa
imagen que, desde ahora y hasta el día en que marchase, nunca se iba a borrar
de su mente. Lo creyó tan fuerte que, por un momento, se juró asimismo que así
sería. Y quizá por ese pensamiento que se tornó deseo, consiguió despertarla
sin decir una sola palabra.
Y entonces llegó lo mejor.
Ella lo miró a los ojos, primero
sorprendida y, más tarde, sonrojada. Sonrió con la dulzura de una princesa de
cuento y ahí, en ese mismo momento, él no pudo más que sentir como cada
puñetero músculo de su cuerpo se contraía y el aire dejaba de llegar a los
pulmones. De todo lo que había visto en la noche anterior, de tanta pasión vivida
que se podrían haber derretido los polos, de tantos besos que podrían haberse
secado dos bocas para siempre y de tanta lascivia que hasta el mismo Lucifer se
tuvo que tapar los ojos por pudor, él se quedaba y se quedaría eternamente, con ese
instante mágico grabado en su memoria a fuego. Unos ojos verdes clavándose en
los suyos como arpones que atraviesan a su presa en alta mar, la sonrisa más bonita que
recordaba y las mejillas ardiendo de amor, sólo pudieron arrancar de él
la extrema necesidad de acercarla tan hacia sí que ni el mismo aire pudiera pasar entre los dos, pegarla tan a su cuerpo que se hicieran uno solo y que, con ello, nadie nunca, jamás, se la pudiera arrebatar.
Pero el instante duró lo que
duran las cosas que no tienen mucho sentido, que diría el poeta. Y de nuevo
ella zarpó de un puerto de paso en el que atracaron tantas naves como días pero
que, al final, quedaba desierto hasta nuevo aviso como si de una maldición se
tratase. Sin embargo, aquella vez fue distinta y cuando los siete mares se sequen y todo llegue a su fin,
quedará, entre tantos borrones como manchas tiene el mar, la nitidez de una
sonrisa preciosa y un ojos que miraron a un hombre una mañana cualquiera y,
desde entonces, ese hombre no volvió a mirar igual.