lunes, 3 de septiembre de 2018

Sólo un instante

Las velas iluminaban una mesa larga, casi infinita, cubierta por un mantel blanco, reluciente y que se veía a cincuenta metros de distancia en la oscuridad de aquella noche calurosa de finales del mes de julio. Las jarras de sangría y cerveza la llenaban y un puñado de amigos se amontonaba alrededor para comenzar a cenar. Él, ataviado con camisa y unos vaqueros cortos, presidía aquel banquete únicamente por su posición en el ancho de la mesa, no por celebración alguna o elogio particular. El camarero, minutos después, comenzó a tomar nota y el mundo, a simple vista, seguía rodando exactamente igual de lo que había venido haciendo hasta ahora … aunque quizá ya no volviese a hacerlo así nunca más.

 

De repente ella pasó por su lado aunque, al principio, ninguno de los dos se percató. Él la vio de soslayo sin caer en su identidad hasta más tarde y ella ni siquiera advirtió lo que acababa de suceder. La chica siguió su camino hacia una mesa unos metros más adelantada y ya dentro del restaurante, alejada de la entrada principal donde él se encontraba. Llevaba un vestido oscuro y ese pelo alborotado y rebelde que lo fascinaba; tan bullicioso, agitado y desordenado para tantas cosas como ella siempre le había parecido, y eso que apenas se conocían. Porque esta historia habla de dos absolutos desconocidos que, sin embargo, parecían conocerse cada vez más. La realidad hablaba de dos chicos que únicamente habían mantenido un par de conversaciones en algún chat ya casi extinto y que les otorgaba esa condición de amistad tan del siglo XXI: la que es capaz de acercarte a una persona del fin del mundo pero que, a su vez, te priva de su tacto, su olor o el sabor de sus labios.

No hubo nada más que contar en aquel primer acercamiento. Así son las historias en ocasiones, no siempre tiene por qué ocurrir algo. Y aunque no ocurrió absolutamente nada, él tuvo la irremediable inquietud de hacerle saber a ella que todo había sucedido, que ya no había vuelta atrás. Y un día, tiempo después, se lo contó: le dijo que la había tenido a medio metro de distancia sin que ella lo supiese, que había visto sus piernas desnudas y el contonear de sus caderas, su piel blanquecina ligeramente tintada por el sol de aquel verano, sus ojos verdes siempre bien maquillados y sus labios rojo carmesí que tiempo antes había querido hacer suyos. Le comentó que la había visto desfilar por su lado como una modelo en una pasarela y que durante una décima de segundo estuvieron más cerca el uno del otro de lo que jamás habían estado. Y a ella todo aquello le pareció extraño.

Muy extraño.

Su raciocinio científico le impedía pensar que alguna fuerza superior, llámalo destino, casualidad o como te dé la gana, tuviese algo que ver. Su naturaleza no la dejaba creer que todo aquello estuviese predestinado y ese romanticismo al que jamás prestó atención pudiese estar escribiéndole con letras de oro la historia más bonita de cuantas tendría que vivir. Sin embargo, en su interior algo le gritaba que sí, que todo aquello le estaba sucediendo y que debía tirarse a la piscina ya mismo, aún a riesgo de que no hubiese agua en ella. Así que se decidió a colocar las fichas sobre el tablero y comenzar a jugar la partida. Eligió blancas, porque son las que siempre llevan la iniciativa y esperó a ver cómo aquel desconocido se desenvolvía. No había prisa alguna, había que pensar bien los movimientos y entender que tenían todo el tiempo del mundo para jugar. Tenían el resto de sus vidas para hacerlo.

martes, 28 de agosto de 2018

Llega el fin

Ya no se ven casi faldas por las calles y eso, queridos amigos, nunca puede ser buena señal.

Los cielos nacen y mueren encapotados y casi no se ve la luz del sol entre tanta nube gris. El agua ya no es cristalina en la piscina y apenas se observa gente tumbada en el césped. Los bares siguen abarrotados por las noches, de lunes a domingo, por románticos que se niegan a creer que todo esto vaya a terminar. La cerveza sigue fluyendo por los grifos helados y las copas chocan entre sí brindando por los que vinieron de lejos, por los que acaban de llegar y, sobre todo, por los que ya no están. Las gafas de sol se guardan en la guantera de los coches y las sonrisas parecen esconderse también porque, a la vuelta de la esquina, la dicha y la alegría se tornan monotonía, frío y tristeza de nuevo. 


Me indigna profundamente que haya gente que no piense que el verano es la época más feliz del año. Yo, siempre que tengo que defenderlo, me limito a decir lo mismo: cerveza, pieles morenas y desnudas, sol y calor corporal, ¿qué más le puedes pedir a la vida? A mí no se me ocurre nada. Pero es que, además, están las palmeras de la playa, los chiringuitos, las verbenas y los amaneceres en lugares insospechados. La fruta fresca y el bar, los amigos que están lejos y, de repente, vienen a pasar unos días contigo. El levantarse tarde y el dormirse más tarde aún; los primeros besos y los que no volverán, los errores más maravillosos de tu vida y la sensación única de que el día que estás viviendo no se volverá a repetir. El verano es como una fiesta que no termina… aunque ya quede poco para que llegue a su fin.

Se acaban los pantalones cortos y las camisas de lino, las bermudas y el acento inglés en la costa. Se acaban, gracias a Dios, las camisas de manga corta y los pantalones pirata, pero se van con ellos el contraste de ese pelo dorado que se tiñe de blanco, con el de tus muslos oscurecidos por los rayos de sol, y eso es demasiado bonito como para dejarlo ir sin llorar un poquito. Se acaba, hasta el año que viene, los platos de caracoles y las guirnaldas en los balcones de la plaza, las sandalias y las uñas de colores chillones, las señoronas tomando el fresco en las puertas de las casas y los niños buscando su primer beso escondidos en lo más recóndito del parque. Se acaban los mojitos, el mercado de fichajes, la necesidad apremiante de besarnos a cada instante y el olor a felicidad constante. Se acaba el verano y con él se terminan dos meses donde todo irradia luz, donde se escucha música a todas horas y donde el mundo parece menos oscuro y un poquito mejor lugar para estar. Se termina el verano y volvemos a la época de lluvias, abrigos y noches largas y repletas de oscuridad; de anocheceres a las seis de la tarde, el frío, los abrigos de pluma sintética y las bufandas. Se va marchando agosto y nadie lo puede detener, apenas tres tristes días para convencerlo, aunque me parece que hay pocas posibilidades de ello. Nos tendremos que conformar con lo que nos deja cada año: un puñado de buenos recuerdos que siempre quedarán presentes y que, como pasa casi siempre, serán mucho mejor con los años de lo que lo fueron ayer.

domingo, 19 de agosto de 2018

19 de agosto... o quizá un poco antes

Diecinueve de junio de hace vete tú a saber cuánto. Hace mil años y un par de meses o simplemente mil años... no lo recuerdo muy bien. 
Cuenta la historia que hubo un camino adoquinado que subía hacia ninguna parte, grandes chalets donde alguien soñaba vivir y una luna casi llena adornando un cielo repleto de estrellas que se encendían como las luces de un árbol de Navidad. 

Paseaban por aquel páramo desierto y que comenzaba a calentarse con un verano incipiente que tocaba a la puerta para hacerse notar, un par de jóvenes que se hacían llamar amigos pero que, en realidad, eran muchísimo más. Los dos hablaban y hablaban, porque si en algo siempre fueron expertos, fue en contarse absolutamente todo… hasta que dejaron de hacerlo tiempo después. 
Charlaban de amigos en común y proyectos futuros, de sus planes y sueños, de sus inquietudes y de cómo habían llegado hasta allí sin comerlo ni beberlo y, quizá, en ese preciso momento, entendieron que a veces en esta puta vida hay cosas que suceden por obra y gracia de una fuerza superior que se muere porque encontremos a esa persona que te va a exprimir más el corazón que el resto de la gente que te cruces por aquí. Y vaya si ellos se exprimieron... y vaya si ellos se quisieron.


Cuentan también que luego hubo un banco tenuemente iluminado por unas farolas que irradiaban una luz ámbar y que ella vestía de blanco y su piel morena contrastaba con aquel color de una manera tal que cualquier hombre sobre la faz de la tierra se habría enamorado de su sonrisa casi tanto como lo estaba él. Dicen que sus ojos verdes lo miraban tímidos y sus manos, las más bonitas de cuantas han existido, jugueteaban nerviosas pensando qué vendría después. Algunos hasta se atreven a afirmar que él, el hombre que nunca se había puesto nervioso frente a una mujer antes, estaba tan tembloroso que apenas podía hablar, moverse o, si me apuran, respirar. Pero repito, quizá sean tan sólo habladurías.

Y la historia continuó, según dicen, mientras las suelas de sus zapatillas y el canto de las chicharras servían de banda sonora para lo que vino después. ¿Y qué vino?, se preguntarán ustedes: una pregunta tímida, una cama de noventa y una mujer que se abalanzó sobre un hombre que llevaba tanto tiempo enamorado de ella que tuvo que asegurarse en la oscuridad que por fin sus labios lo besaban y no lo estaba soñando como tantas veces había sucedido tiempo atrás. Y más tarde vino todo lo demás, pero esa es otra historia: la de cómo teniéndolo todo, al final, lo dejaron escapar.

martes, 17 de julio de 2018

Tequila

Entraron de la mano en el pub sin saber muy bien de dónde venían y, mucho menos, a dónde irían después. Parecía que se conocían desde hacía mil años pero, en realidad, se acababan de conocer. Encajaron tan bien como las piezas de un puzle, como el azul del cielo de la primavera lo hace con el del prado más verde o como esas parejas que por mucho que se empeñen en separarse no terminan de dejarse de querer.

Se sentaron en el banco más cercano a la barra y se miraron durante un segundo. “¿Qué hacemos ahora?” Se preguntaron los dos sin dirigirse una sola palabra, a lo que ella, atenta y decidida, se atrevió a contestar, esta vez sí en voz alta:
-Dos tequilas, camarero.

Tres malditas palabras que se clavaron en el pecho de aquel tipo afortunado que, sin comerlo ni beberlo, comenzó a tener claro que aquella noche sería la primera del resto de muchas y que, seguramente, todas terminarían comparándose con aquella después. Nada podía salir mal, todo debía salir bien y, cruzando los dedos por debajo de la barra, rezó para que así fuera por una maldita vez.


El barman abrió una botella de José Cuervo y el licor comenzó a derramarse por el vaso desde unos diez centímetros de altura. El anaranjado caía dentro del recipiente, derramando por obra y gracia de la gravedad y la fricción gotas fuera de él, como si no importase desperdiciar el bien más preciado para todos cuantos moraban en aquel tugurio: el alcohol. Había de sobra para todos y eso había que dejarlo bien claro para que todos aquellos huéspedes deseosos de ebriedad se percatasen. 


El tipo que los atendió introdujo dos rodajas de limón dentro del vaso ya repleto de licor y dejó un salero común para que ellos mismos hicieran los honores. Ambos se lamieron el dorso de la mano y desparramaron sobre ella una buena cantidad de sal. Luego, se miraron atentamente esperando que alguien tomase la iniciativa a lo que ella, de nuevo, se adelantó para sugerir un brindis: “por lo que surja o tenga que surgir” dijo. Y él comprendió que, en efecto, aquella noche le había tocado la lotería.


Apenas una hora más tarde una puerta se abría en un piso cualquiera de una bonita ciudad y dos amantes entraban en él con la fiereza con la que un Miura lo hace al abrirse la puerta de toriles. La saliva de sus bocas se mezclaba con el sabor a tequila y sal de media docena de chupitos como aquel que se ha narrado con anterioridad. Las lenguas guerreaban en un combate sin tregua y las manos de ambos contendientes se perdían por debajo de las faldas o por dentro de los pantalones. El click de la hebilla del sujetador retumbó en el piso como el tambor de guerra de un ejército en un desfiladero y sirvió de pistoletazo de salida para todo lo que vino después. Que no fue poco, por otro lado.

Los besos en el cuello, las caricias por la espalda, los gemidos más tenues comenzando a acrecentarse a la par que la temperatura de unos cuerpos suficientemente calientes ya por un licor que volvía a fraguar una noche de pasión como venía haciéndolo desde que alguien tuvo a bien inventarlo vete tú a saber cuándo. El verano fuera, el infierno dentro, y al final, después de medio millón de mordiscos, doscientas cincuenta mil embestidas, unas sábanas empapadas de sudor y media noche de una pasión tal que ni la misma corte de Lucifer podría haberle hecho sombra, tan sólo quedó el silencio más absoluto y un olor a tequila, sal y limón en el ambiente que atestiguaba que todo aquello era culpa del alcohol, como casi todo lo bueno o malo que ocurre en esta maravillosa vida. Y ellos, extasiados, cayeron dormidos rozándose únicamente con la yema del dedo índice pero dando gracias a Dios por ese tequila maravilloso que les acababa de regalar la primera del resto de sus noches.

viernes, 29 de junio de 2018

Sonríe

Sonríe porque hoy ha salido el sol o porque anoche viste la luna llena; porque puedes caminar por la calle y beberte una cerveza en cualquier bar, sonríe porque tienes al lado a gente que te quiere, que te cuida y que no te va a dejar jamás. Sonríe porque los árboles están más verdes que nunca y el cielo más azul, sonríe aunque nadie más lo haga y, si te dicen que no saben, enséñales tú.

Que sea de oreja a oreja la mejor de tus sonrisas. Estridentes, tímidas, ruborizadas o de las que van saliendo despacio, de esas que no tienen prisa. Sonríe por la mañana, por la tarde y por la noche, desde que amanece hasta que te vayas a dormir, hazte feliz a ti misma sonriendo, haz feliz a todo el que se cruce contigo y hazme feliz a mí.


Sonríe, coño, sonríe, que hay muchísimo que celebrar: que hay más faldas en la calle, más días de playa y muchas fiestas que guardar. Sonríele al mar con una copa en la mano, hazlo en la piscina o en la barra de un bar, sonríele a esta vida que está pasando ahora mismo mientras te has parado a leer esto en algún lejano lugar. Porque estás disfrutando y, por eso, ya eres muy afortunada, porque puedes dormir, cantar, llorar, bailar, soñar, hacer el amor o sentirte enamorada. Porque tienes todo al alcance de los dedos aunque a veces pienses que no tienes nada y, sobre todo, porque la vida es un regalo efímero que, cuando menos te das cuenta, se te va de las manos como arena de la playa.

Sonríe por los que están llegando y por los que se marcharon ya, sonríe por los que están disfrutando de la vida y por los piensan que no la van a saborear del todo más. Sonríe por los que te miramos cuando te paseas por las calles, meciéndote como una cuna de lado a lado, sonríe por todos a los que el contonear de tus caderas nos deja totalmente ensimismados.
 
Sonríe cuando guerreas con otros labios encima de la cama, empapada en sudor mientras te arrancan la ropa... o te besan.... o te aman. Sonríe ruborizada cuando una lengua caiga sobre tu pecho o cuando los labios de aquel que amas se olviden de las palabras y se centren en los hechos. Sonríe por los viejos tiempos, los de goles de cabeza, fiestas de pueblo, vino, copas de ron, bailes, música, camisas y cerveza. Sonríe por las veces que viste salir el sol, sonríe por los paseos por el campo, por las verbenas, los descampados, las prisas y el calor; sonríe por aquellos bufidos de pasión, por los baños de espuma, los mojitos, por Roma, por la playa y por el amor. Sonríe porque aunque nos hayan quitado todo lo que tuvimos y ya no seamos dos locos enamorados sino un par de aburridos, solitarios y cuerdos, tenemos en la mente algo que no puede arrebatarnos nadie: mil millones de preciosos recuerdos.

miércoles, 9 de mayo de 2018

Hace tiempo

Hace tiempo que te fuiste y, sin embargo, no te termino de olvidar; vuelves cada noche a mi cabeza, la misma que te sufre, que te extraña y que no te deja de soñar. Hace tiempo que tus ojos verdes no me miran y, aun así, no puedo dejar de recordar cómo se clavaban en los míos como puñales en la madera, cómo me jurabas amor incondicional, cómo prometíamos que de ninguna forma o manera, nos íbamos a separar jamás. Y ahora, tanto tiempo y tanta distancia después, mi única certeza es que por mucho que te extrañe no tienes intención de regresar.

Hace tiempo que el tacto de tu piel desnuda no impregna las yemas de mis dedos, hace tiempo que no te lleno de caricias ni tú me llenas de besos. Hace tiempo que dejamos de abrazarnos, que te marchaste de mi lado, que comencé, poco a poco, a perderte. Hace tiempo que dejé de gritarle al mundo que te quería aunque, que te quede bien claro, nunca he dejado de quererte.

Hace tiempo que me pierdo en otras camas, que me tocan otras manos, que me besan otros labios y que levanto otras faldas. Hace tiempo que tu ropa no pueblo mi armario, que tu sonrisa no luce en mi casa, que tus tacones no se escuchan en la sala, que tu cepillo se fue de mi baño. Hace tiempo que la vida es menos vida, que el sol no calienta por igual, que las noches se hacen más largas y que, extrañamente, me cuesta hasta respirar. Hace tiempo que los días son una concatenación de horas, minutos y segundos que pasan y pasan sin más.

Hace tiempo que dejaste de jurarme amor eterno, que no bebo vino hasta que el sol por detrás de las montañas aparece, hace tiempo que nadie me recuerda que si algo merece la pena en esta existencia que nos acuna o que nos mece es encontrar a la persona adecuada, tomarla como territorio conquistado, pelear por ella como el más valeroso de los soldados y deslomarse cada día porque no se marche de tu lado.

Hace tiempo que tus manos no se pierden en mi pelo, hace tiempo, estoy seguro, que de tu boca no sale un ‘te quiero’, hace mucho que no te erizan la piel cuando una boca besa tu cuello y hace tanto que yo, querida mía, dejé de sentir algo que parece que, aunque todos me dicen que estoy vivo, yo estoy seguro que desde el momento en que te marchaste, estoy cada vez más muerto.

martes, 24 de abril de 2018

Despertar

Los rayos de sol rompen contra mis pupilas cerradas con tanta fuerza que ellas, cansadas de soportarlo, deciden abrirse por fin. Me cuesta un segundo centrarme y saber dónde me hallo, un segundo nada más para recordar que tú estabas ahí, a mi lado… gracias a Dios.

Giro sobre mi eje para darme de bruces contigo y ahí te encuentro como te había dejado la noche anterior: tumbada de lado y plácidamente dormida. Estás tan bonita que, de nuevo, tengo que entrecerrar con fuerzas mis ojos, contar hasta tres y abrirlos para asegurarme que no sigo soñando. Y si en verdad lo estoy haciendo, ojalá no despierte jamás.

Respiras tan despacio que tengo que acercar, sigiloso y con un amago de infarto, mi mano a tu boca y cerciorarme de que sigues viva. Un leve suspiro de aire caliente choca contra la palma y me hace tranquilizarme un poco. Me fijo en el lunar que adorna tu mejilla, en las arrugas de tres décadas de sonrisas naciendo bajo tus párpados, en tu pelo cuidadosamente colocado detrás de la oreja y en el dorso de tu mano descansando bajo tu cara, como si no te conformases con la almohada que reposa debajo de ti. Y entonces, después de contenerme lo que han sido los tres o cuatro minutos más largos de mi vida, salto hacia a ti para darte el primer beso de los muchísimos que te esperan hoy. Así que hazte a la idea de que esto acaba de comenzar.


Mis labios se encuentran con los tuyos y se pegan a ellos como el metal incandescente lo hace con el hielo. Casi no hay movimiento, únicamente me contento con notar el tacto de tu piel con la mía y dudo que alguien en este mundo de chalados no lo hiciera.

Me despego lentamente de ti mientras noto cómo una sonrisa nace de tu boca. “Buenos días” me susurras aún medio dormida. “Buenos días” respondo yo también. Te acurrucas aún con los ojos cerrados en mi brazo y pones tu mano en mi pecho, como si hubiesen pasado cien siglos desde la última vez que lo tocaste aunque, realmente, no hace más de media hora que te aferraste a él como si no hubiese un mañana. Tus manos ascienden y descienden por él tan suavemente que parece que no se llegan a mover y mientras, a lo lejos, el sol sigue mandando rayos de luz desde millones de kilómetros de distancia que se cuelan a hurtadillas por los recovecos de una persiana que ha visto ya demasiadas noche de pasión y no menos despertares similares. 

Y ahí quedamos los dos, sin la más mínima noción de la hora que es, de en qué día estamos, si hace frío o calor; llueve, nieva o se han abierto las puertas del infierno porque realmente nada de eso importa ahora. Y yo, por mi parte, me quedo mirando la pintura blanca del techo pensando con qué Dios, conocido o por conocer, tengo que pelearme para conseguir que todos y cada uno de los días que me queden por pasar aquí comiencen de la misma forma que éste. 

viernes, 2 de marzo de 2018

Crecer

Hoy me acordaba de una de las primeras mentiras que le decía a mi madre en aquella infancia maravillosa que quedó tan atrás que casi se me ha borrado por completo de la mente. Me obligaba la tipa a lavarme los dientes cada noche, cosa que a mí me tocaba mucho las narices. La mentira en cuestión venía cuando ella asomaba la cabeza por la puerta de mi habitación y me preguntaba si me los había lavado a lo que yo, un día y sin saber muy bien porqué, contesté que sí cuando en realidad no lo había hecho. Recuerdo que, para consolidar el engaño y que no me pillase, me echaba pasta dental con los dedos y la esparcía por mis dientes para que, si se le ocurría olerme el aliento, pensase que efectivamente me los había cepillado. Hoy, como os cuento, recordaba esa época en la que era tan sumamente imbécil que gastaba más tiempo en encubrir una mentira que hacer las cosas bien, todo por orgullo, todo por cabezonería, todo por, efectivamente, esa imbecilidad infantiloide que todos conocemos. Y hoy, recordando aquello, me he dado cuenta de que cuando tus padres te decían que eras un auténtico tonto del culo, no se equivocaban lo más mínimo.
 
Cuando creces empiezas a pensar y, sobre todo, empiezas a comprender. Comprendes la preocupación de tus progenitores, el toque de queda, el “lávate los dientes” y todo lo demás. Empiezas a entender lo que es quitarte tú para dar al que tienes al lado porque has comprendido que si todavía sigue a tu lado es que realmente merece la pena. Te das cuenta de que todo aquello que decían era verdad y que, aunque vas teniendo una idea de lo que va siendo la vida, todavía no tienes puta idea de lo que realmente es. Empiezas a valorar más un domingo comiendo guarrerías en la cama que un sábado por la noche bebiendo alcohol en una discoteca. Te jode perder tiempo viendo una mala película y ya ni prestas atención a los comentarios de gente que hace tanto tiempo que dejó de merecer la pena que, por supuesto, no merece la pena hacerle el caso que no merece.

Crecer es cambiar la noche por el día, el garrafón por un buen vino tinto e imaginarte con una chica por el resto de los amaneceres que te queden por aquí. Crecer es intentar por todos los medios que el Madrid no te joda un fin de semana si pierde aunque, muchas veces, no puedas conseguirlo. Crecer es abrirte el corazón de par en par aún a riesgo de que vengan a apuñalártelo sin piedad. Es aprovechar más el tiempo, degustar más las cosas buenas, inspirar más hondo y más frecuentemente de lo que lo hacías antes porque ya empiezas a darte cuenta de lo afortunado que eres por el simple hecho de estar aquí, en esta maravillosa vida, respirando aire puro. Crecer es dejar de creer que eres fundamental para la existencia del universo y comenzar a asimilar que no eres más que un peón descabezado en la caja de un tablero de ajedrez que no te necesita para jugar la partida. Disfrutar de las vivencias y recordarlas en cada reunión, añorar a los que ya se fueron y empezar a ir a más entierros que bodas. Verte cambiando pañales o suplicarle a los cielos que aparezca de la nada la mujer que esté dispuesta a morir por ti, a matar por ti, a quitarse todo para que a ti no te falte de nada y a entregarte su corazón, su vida y su alma por el mero hecho de que esté tan enamorada que no le importe lo que tú hagas con ellos. 


Crecer es el trabajo que todos hemos venido a hacer en esta vida, nuestra tarea final, nuestro sino o razón de ser. Crecer física, mental y, sobre todo, espiritualmente. Dejar de ser los imbéciles que engañaban a su madre con la pasta de dientes para aportar a esta obra de teatro llamada vida el mejor papel que podamos hacer, aunque no nos dejen más que levantar el telón y permanecer calladitos entre bambalinas. Crecer, queridos míos, es lo más increíble que nos puede ocurrir y de eso no te das cuenta hasta que ya has crecido lo suficiente como para entender que, por muchas cagadas que vayas cometiendo día a día, por muchas que hayan venido y otras que estén por llegar, nada merece más la pena que cagarla una y otra vez, porque es señal inequívoca de que todavía te queda mucho por hacer aquí... aunque sea seguir cagándola hasta el día del juicio final.