Las velas iluminaban una mesa
larga, casi infinita, cubierta por un mantel blanco, reluciente y que se veía a cincuenta metros de distancia en la oscuridad de aquella noche calurosa de
finales del mes de julio. Las jarras de sangría y cerveza la llenaban y un
puñado de amigos se amontonaba alrededor para comenzar a cenar. Él, ataviado
con camisa y unos vaqueros cortos, presidía aquel banquete únicamente por su posición
en el ancho de la mesa, no por celebración alguna o elogio particular. El
camarero, minutos después, comenzó a tomar nota y el mundo, a simple vista,
seguía rodando exactamente igual de lo que había venido haciendo hasta ahora …
aunque quizá ya no volviese a hacerlo así nunca más.
De repente ella pasó por su lado
aunque, al principio, ninguno de los dos se percató. Él la vio de soslayo sin
caer en su identidad hasta más tarde y ella ni siquiera advirtió lo que acababa
de suceder. La chica siguió su camino hacia una mesa unos metros más adelantada
y ya dentro del restaurante, alejada de la entrada principal donde él se
encontraba. Llevaba un vestido oscuro y ese pelo alborotado y rebelde que lo
fascinaba; tan bullicioso, agitado y desordenado para tantas cosas
como ella siempre le había parecido, y eso que apenas se conocían. Porque esta
historia habla de dos absolutos desconocidos que, sin embargo, parecían
conocerse cada vez más. La realidad hablaba de dos chicos que únicamente habían
mantenido un par de conversaciones en algún chat ya casi extinto y que les otorgaba
esa condición de amistad tan del siglo XXI: la que es capaz de acercarte a una
persona del fin del mundo pero que, a su vez, te priva de su tacto, su olor o
el sabor de sus labios.
No hubo nada más que contar en
aquel primer acercamiento. Así son las historias en ocasiones, no siempre tiene
por qué ocurrir algo. Y aunque no ocurrió absolutamente nada, él
tuvo la irremediable inquietud de hacerle saber a ella que todo había sucedido, que ya no había vuelta atrás.
Y un día, tiempo después, se lo contó: le dijo que la había tenido a medio
metro de distancia sin que ella lo supiese, que había visto sus piernas
desnudas y el contonear de sus caderas, su piel blanquecina ligeramente tintada
por el sol de aquel verano, sus ojos verdes siempre bien maquillados y sus labios rojo carmesí que
tiempo antes había querido hacer suyos. Le comentó que la había visto desfilar
por su lado como una modelo en una pasarela y que durante una décima de segundo
estuvieron más cerca el uno del otro de lo que jamás habían estado. Y a ella
todo aquello le pareció extraño.
Muy extraño.
Su raciocinio científico le
impedía pensar que alguna fuerza superior, llámalo destino, casualidad o como
te dé la gana, tuviese algo que ver. Su naturaleza no la dejaba creer que todo
aquello estuviese predestinado y ese romanticismo al que jamás prestó
atención pudiese estar escribiéndole con letras de oro la historia más bonita
de cuantas tendría que vivir. Sin embargo, en su interior algo le gritaba que
sí, que todo aquello le estaba sucediendo y que debía tirarse a la piscina ya
mismo, aún a riesgo de que no hubiese agua en ella. Así que se decidió a
colocar las fichas sobre el tablero y comenzar a jugar la partida. Eligió
blancas, porque son las que siempre llevan la iniciativa y esperó a ver cómo
aquel desconocido se desenvolvía. No había prisa alguna, había que pensar bien los movimientos y entender que tenían todo el tiempo del mundo para jugar. Tenían el resto de sus vidas para hacerlo.