martes, 24 de abril de 2018

Despertar

Los rayos de sol rompen contra mis pupilas cerradas con tanta fuerza que ellas, cansadas de soportarlo, deciden abrirse por fin. Me cuesta un segundo centrarme y saber dónde me hallo, un segundo nada más para recordar que tú estabas ahí, a mi lado… gracias a Dios.

Giro sobre mi eje para darme de bruces contigo y ahí te encuentro como te había dejado la noche anterior: tumbada de lado y plácidamente dormida. Estás tan bonita que, de nuevo, tengo que entrecerrar con fuerzas mis ojos, contar hasta tres y abrirlos para asegurarme que no sigo soñando. Y si en verdad lo estoy haciendo, ojalá no despierte jamás.

Respiras tan despacio que tengo que acercar, sigiloso y con un amago de infarto, mi mano a tu boca y cerciorarme de que sigues viva. Un leve suspiro de aire caliente choca contra la palma y me hace tranquilizarme un poco. Me fijo en el lunar que adorna tu mejilla, en las arrugas de tres décadas de sonrisas naciendo bajo tus párpados, en tu pelo cuidadosamente colocado detrás de la oreja y en el dorso de tu mano descansando bajo tu cara, como si no te conformases con la almohada que reposa debajo de ti. Y entonces, después de contenerme lo que han sido los tres o cuatro minutos más largos de mi vida, salto hacia a ti para darte el primer beso de los muchísimos que te esperan hoy. Así que hazte a la idea de que esto acaba de comenzar.


Mis labios se encuentran con los tuyos y se pegan a ellos como el metal incandescente lo hace con el hielo. Casi no hay movimiento, únicamente me contento con notar el tacto de tu piel con la mía y dudo que alguien en este mundo de chalados no lo hiciera.

Me despego lentamente de ti mientras noto cómo una sonrisa nace de tu boca. “Buenos días” me susurras aún medio dormida. “Buenos días” respondo yo también. Te acurrucas aún con los ojos cerrados en mi brazo y pones tu mano en mi pecho, como si hubiesen pasado cien siglos desde la última vez que lo tocaste aunque, realmente, no hace más de media hora que te aferraste a él como si no hubiese un mañana. Tus manos ascienden y descienden por él tan suavemente que parece que no se llegan a mover y mientras, a lo lejos, el sol sigue mandando rayos de luz desde millones de kilómetros de distancia que se cuelan a hurtadillas por los recovecos de una persiana que ha visto ya demasiadas noche de pasión y no menos despertares similares. 

Y ahí quedamos los dos, sin la más mínima noción de la hora que es, de en qué día estamos, si hace frío o calor; llueve, nieva o se han abierto las puertas del infierno porque realmente nada de eso importa ahora. Y yo, por mi parte, me quedo mirando la pintura blanca del techo pensando con qué Dios, conocido o por conocer, tengo que pelearme para conseguir que todos y cada uno de los días que me queden por pasar aquí comiencen de la misma forma que éste.