El jolgorio y la dicha se
palpaban en el ambiente como siempre que se reunían todos al calor de la música
y el alcohol. Él estaba apoyado en la encimera con un vaso de wisky en la mano
y una sonrisa en la boca. La gente bailaba o charlaba, o hacía ambas cosas a la vez.
La noche se ennegrecía más y más mientras el olor a verano comenzaba a empapar
las fosas de nasales de un pueblo que se preparaba para su fiesta más grande.
Todo seguía tan maravillosamente normal, tan placenteramente inamovible que, por
un instante, el chico pensó que el tiempo no pasaba por ellos. Qué equivocado
estaba.
Una de sus amigas se fue directa hacia los mandos del equipo de música y bajó el volumen de los altavoces. “Chicos, alguien os tiene que decir algo”. dijo en voz alta. Una punzada de terror atravesó el corazón del muchacho mientras los quince o veinte del grupo guardaron silencio sepulcral ante un momento que, sin todavía saberlo, cambiaría sus vidas para siempre.
Una de sus amigas se fue directa hacia los mandos del equipo de música y bajó el volumen de los altavoces. “Chicos, alguien os tiene que decir algo”. dijo en voz alta. Una punzada de terror atravesó el corazón del muchacho mientras los quince o veinte del grupo guardaron silencio sepulcral ante un momento que, sin todavía saberlo, cambiaría sus vidas para siempre.
“¡No!” gritó él cuando su amiga
comenzó una frase con “os tengo que informar que el año que viene…”. “¡¡¡No!!!”
volvió a exclamar otra vez con la esperanza vana de poder acallar ese mensaje
inconcluso que lo cambiaba todo, que los llevaba a una madurez a la
que no quería llegar jamás. Pero no puedo hacerlo. Al final, la chica que
había vivido junto a él desde que su memoria alcanzaba a recordar terminó el
anuncio con ese previsible “me caso” que tanto pavor le daba a él y que ponía punto y final a la época más maravillosa de sus vidas.
Así era, se casaba. La
primera boda en un grupo de amigos de toda la vida, el momento más esperado por
todos desde siempre. Pasaron por su cabeza miles de recuerdos en los que todos
habían apostado quién sería el primero o en qué año sucedería. Y ahora estaba
pasando de verdad.
Se alegró tremendamente por ella,
ténganlo ustedes bien claro. Una mujer maravillosa que encontraba a alguien que
la merecía, cosa que no era para nada sencillo. Sin embargo, aquel síndrome de
Peter Pan que lo atenazaba se acentuaba con cada abrazo que ella recibía, con
cada felicitación que le daban, con la mirada que él no podía quitarle pensando
qué rápido pasa el tiempo y qué mayores se estaban haciendo.
La noche pasó como lo hicieron tantas antes y tantas otras lo harán después. A todos nos pareció que esa fiesta era especial, pero ninguno quiso o pudo comprender que ese instante fue el último de una época increíble; que ahí, en ese local que tantos momentos ha presenciado, terminaba nuestra infancia y comenzaba a tomar forma una etapa nueva que traerá cambios profundos. Ese fue el final de las noches en el parque, los besos a escondidas, los pantalones de campana, los botellones en descampados y los sms; el momento en que nos hicimos formalmente adultos. Apenas duró un segundo, pero permaneció toda la vida.
Y desde la más profunda melancolía el chico imploró
al cielo tres cosas: que su amiga irradiase siempre la felicidad que desprendía
esa noche, que la etapa que se abría fuera la mitad de feliz que la que se
cerraba y, sobre todo, que cualquier momento que haya de venir lo viva junto a
ese grupo de amigos que siempre estuvo ahí y sin el que no podría levanarse cada mañana.