Aquel tiempo de recreos y clases de historia, de
partidos de fútbol interminables en el patio del colegio, de noches de parque,
de besos secretos; aquel tiempo de paz y sonrisas que parecía que nunca iba a
acabar, que creíamos que siempre sería nuestro y que nadie nos lo podía robar.
Aquel tiempo de almuerzos, de bocadillos de jamón
con tomate calentados en el radiador de clase. Esos días de amores adolescentes
y pelotas de cuero, de enfados constantes y cambios de humor, aquellos días de
hormonas y celos, de riñas y caricias, de fiestas y juegos de manos, de
revistas de fútbol y cine por doquier. Aquellos tiempos que se quedaron atrás, que
se fueron un día sin darnos cuenta y parece que nunca volverán.
Aquel tiempo lejano que tiende a borrarse con
cada día que pasa. Aquella época que, sin embargo, no termina de irse jamás. Las
partidas de cartas y los veranos de piscina y sofá. Las tardes sin fin y
las noches fugaces, de trapicheos y experiencias, amores de verano, secretos,
caramelos y melodías de piano.
Aquel tiempo de amigos y amigas, de conocidos y
fiestas de guardar, de sábados y viernes, de reticencia al domingo, odio al
comienzo de semana y a ese maldito lunes de legañas y mochila. La época de las
clases de gimnasia y el ligoteo en las aulas, de profesoras de cabello dorado y
símbolos matemáticos, de gente nueva y de la misma de ayer, de guiños
arrebatadores y labios por morder, aquel tiempo que ha muerto y no volverá a
nacer.
Aquellos años que no desaparecen y que nunca
regresarán, esos días de motocicletas y césped, de madridismo exacerbado y
Copas de Europa. Los años del discman y las baterías que duraban semanas
enteras. Los tiempos del olvido y el perdón, del cariño extremo y la amistad
eterna, de promesas incumplidas y mentiras que se hicieron realidad. Aquellos
años que se marcharon hace tiempo y que parece que no regresarán.
