Debe ser la edad lo que me ha ido
llevando, paulatinamente, a fijarme en cosas, hechos o situaciones dentro del
bullicio de la noche que, hace unos años, habrían pasado totalmente
desapercibidas para mí. Busco casi inconscientemente un detalle distinto en los
mismos bares que frecuento, un cambio en la monotonía de una
noche que hace tiempo que conozco demasiado bien o una nota discordante en una
armonía tan repetitiva que consigue que, poco a poco, uno le vaya pillando la tirria que se le coge a canción del verano cuando todavía sigue sonando en pleno mes de diciembre.
Encontré hace poco, entre la luz del neón y
el sonido estridente de alguna reaggetoniana melodía, a un señor distinto, a un
actor secundario que conocía de vista pero del que no tengo constancia de su
nombre, apellidos, dirección o gustos. Un hombre que superaría sin problema los
setenta, estatura media, pelo cano y despoblado, con dos bolsas pronunciadas
bajo un par de ojos azules cansados de miles de noches como aquella, de tantas
que sería complicado contar.
Entró sin hacer ruido a un local donde sólo había precisamente eso, y nadie pareció percatarse de su presencia. Él, con una delicadeza propia del que precisamente disfruta de ese anonimato que da la edad, se dirigió al final de la barra y tomó asiento. Pidió una cerveza y cogió una posición estratégica para poder observar todo cuanto acontecía por allí sin que nadie supiera que lo estaba haciendo. Algo que ya de por sí te pone sobre aviso de que esa persona en particular es mucho más interesante de lo que a simple vista pudiera parecer.
Entró sin hacer ruido a un local donde sólo había precisamente eso, y nadie pareció percatarse de su presencia. Él, con una delicadeza propia del que precisamente disfruta de ese anonimato que da la edad, se dirigió al final de la barra y tomó asiento. Pidió una cerveza y cogió una posición estratégica para poder observar todo cuanto acontecía por allí sin que nadie supiera que lo estaba haciendo. Algo que ya de por sí te pone sobre aviso de que esa persona en particular es mucho más interesante de lo que a simple vista pudiera parecer.
No creo que se percatase de que
mientras él miraba de soslayo a la pista de baile yo lo hacía en su dirección,
estudiando sus movimientos, sus gestos y dirimiendo en mi imaginación
pensamientos y sentimientos que pudieran pasar por su cabeza. No era la primera
vez que lo hacía, ni seguramente será la única. Las personas mayores siempre me han llamado la atención, porque se puede ver
más en esos rostros curtidos en penas y alegrías que en mil miradas menores de
cincuenta años.
Bebía pequeños sorbos de cerveza,
degustándola como únicamente las personas que no han tenido nada en algún momento saben hacer. Porque los jóvenes engullimos lo que se nos pone
delante con un “dame más” que ellos ni entienden ni comprenden. Los
ancianos son diametralmente opuestos, ellos exprimen hasta la última gota de
vida porque saben ponerle su justo valorar a las cosas. Y eso es algo que no se
puede enseñar y que, ojalá, no tengamos que aprender nunca.
Por supuesto que ese anciano no
estaba allí por la música, por la compañía, por el ambiente o tan siquiera por
el alcohol. Como todo hombre que sale un sábado por la noche, su único deseo aquel era, sin duda, ver alguna bella mujer contoneándose al son de un
ritmo que él seguro que ni entendía ni tenía intención de entender. Sin embargo, él las miraba diferente, evitando cualquier
contacto visual con ellas, asegurándose de que no supieran que estaban
siendo observadas. Lejos de la brusquedad de otros, él se mantenía apartado,
completamente solo y dando la impresión de que le interesaba todo menos ellas. Desprendía clase, caballerosidad y elegancia, y mezclaba todo ese cóctel en un baño de timidez que acentuaba todavía más a las tres primeras. De vez en cuando se giraba y
oteaba el horizonte de un bar lleno de faldas y sonrisas para bajar la mirada
hacia el suelo, buscando un par de piernas que escarbasen en lo más hondo de su
lujuriosa imaginación. Qué infravaloradas están las piernas femeninas por las
nuevas generaciones y cuánto placer producen en las adultas.
Siguió allí varado como un bote
agrietado por el tiempo en una playa repleta de transeúntes. Sus ojos se
llenaban de vida con cada nueva señora que entraba y, aunque en ningún momento
se animó siquiera a acercarse a ninguna de ellas, se le veía feliz. Le bastaba su mente
para imaginar mil y una indecencias y con eso se daba por satisfecho. Entonces,
cuando apenas llevaba una hora en el lugar, pagó, se levantó y se fué. Y ahí
quedó grabada una historia intrascendente que dudo mucho que nadie más apuntase
en su memoria. Pero yo quería dejar constancia de ello, homenajear a aquel
viejo y su soledad, la misma que lo llevó a un bar de noche para hartarse a
mirar al ser más maravilloso de la creación y después, ya en la intimidad,
recordarlo una y otra vez en fantasías que uno no podría ni querría imaginar.