Nunca fui tan rico como cuando te tuve en mis brazos, tan
ágil como cuando me deslizaba entre tus piernas, tan altivo como cuando
paseábamos por la calle, tan frágil como cuando tus manos acariciaban mi
espalda, como cuando besaba tus senos, como cuando mordía tu cuello, como
cuando te echaba de menos.
Nunca fui tan sincero como cuando pronunciaba un ‘te
quiero’, como cuando juraba que no habría otra, como cuando vivíamos en la cama
o nos encontraba desnudos la mañana.
Jamás me sentí tan impaciente con la vida, tan severo con la
distancia, tan ansioso con un tiempo terco, obstinado, caprichoso como un
chiquillo, receloso como un amante despechado; que ralentizaba con temperamento
desdeñado, las manecillas de un reloj estropeado.
Nunca fui tan holgazán como cuando nos capturaba un domingo
en tu alcoba, tan meticuloso como cuando mi boca bajaba por tu vientre, tan
poderoso como cuando tus gemidos inundaban el ambiente, tan talentoso como cuando actuamos en aquel
drama.
Nunca fui mejor persona que cuando compartimos días y
noches, cuando vivimos dos vidas en una, obviábamos los reproches y nos
prometíamos la luna.
Sin duda alguna puedo concluir, sin miedo a que me digan que mentí, que nunca hubo un periodo
más feliz, que el tiempo, cada segundo, que te tuve junto a mí.