Tantos años preparando la guerra…
para morir antes de que se produjera el primer disparo.
Había planeado el momento con la
meticulosidad de Napoleón, con la complejidad de César y la templanza de
Alejandro. Lo tenía todo controlado, absolutamente todo: qué diría, cuándo lo
diría y, sobre todo, cómo lo diría. No había forma humana de no ganar aquella
batalla, era totalmente imposible.
Su ejército estaba compuesto de improperios
y reproches y la táctica se basaba en recordarle todo lo que le había hecho, el
daño más agudo y más profundo que él recordaba o había sido capaz de sentir. Y
lo mejor de todo era que ambos sabían que él llevaba la razón. Ahora, tantos
años después, ella tendría que reconocer que lo hizo mal, pedir perdón y
aguantar como bien pudiera todos sus agravios. No merecía otra cosa.
El campo de batalla, un
restaurante con nombre de chiste; la noche ennegrecida envolviéndolo todo y la
cerveza templando unos nervios que parecían irreales, porque a buen seguro él
jamás había estado tan nervioso antes de una cita con una mujer. Bien es cierto,
todo hay que decirlo, que no existía en todo el planeta tierra una igual que
ella.
Una vez más, repasó el plan paso
a paso y se convenció de que nada podía salir mal si lo seguía al pie de la
letra. “Todo va a ir bien” se dijo mientras se escuchaba un ‘gol’ en el
ambiente. “Todo va a ir bien” se volvió a repetir por última vez.
Y entonces entró ella y supo de
inmediato que no, que estaba totalmente equivocado, que nada iba a salir bien
aquella noche de febrero.
Porque apareció tan guapa como
siempre y, muy a su pesar, incluso más que nunca. Durante años creyó que el
amarillo era el color que más le favorecía pero aquel jersey rojo le ayudó a
cambiar de parecer. Se acercó a él y le dio los dos besos más fríos que nadie
le ha dado jamás. Se sentó enfrente, dejó su bolso en la mesa y con una simple
mirada lo dejó indefenso y a sabiendas que no sólo había perdido la batalla
sino que estaba condenando a perder la guerra.
Se dio cuenta de que jamás había
echado nada tanto de menos como la forma que tenía de reírse cuando la vio de
nuevo hacerlo. Ese achinar de ojos que lo había enamorado años atrás le hacía
pedirle a los cielos que, por favor, no se la llevaran nunca. Su pelo dorado cayendo
por encima del algodón, su cara de cansada después de todo un día sin parar
quieta, aquel maldito anillo que tanto había odiado en el dedo donde debería
estar el que él tenía que regalarle y sus ojos negros clavándose en los suyos
mientras él se tenía que inventar cien excusas baratas para no aguantarle la
mirada más de quince segundos. Y todo porque sabía que si la miraba un poco más
se le haría mucho más cuesta arriba la despedida.
No pudo echarle en cara casi
nada, al menos no tanto como él hubiese querido. Tan sólo salían leves
reproches de vez en cuando y, eso sí, la petición sincera y con la voz quebrada
de que, por favor, no se volviera a ir jamás de su lado. El escudo le había
durado exactamente un segundo y la coraza había quedado lista para la chatarra
en cuanto la primera palabra salió de su boca. Nunca se sintió más endeble y, a
la vez, más afortunado que en aquellas horas que la tuvo al lado, que caminaron
juntos por las calles desérticas de la ciudad y que, por un momento, pareció
que el tiempo no hubiese pasado.
Y cuando más feliz creía que era,
de nuevo, todo terminó. Ella se marchó lejos y él volvió borracho a la soledad
de una cama vacía, recordándole a su gente más cercana que no existía nadie
igual y que uno deja de meterle prisa al destino cuando comprende quién es su
destino. Y su destino, bien lo sabe Dios, era perder aquella guerra para caer
rendido a los pies de la chica más increíble que el mundo ha visto nacer.