lunes, 17 de febrero de 2020

Batalla perdida

Tantos años preparando la guerra… para morir antes de que se produjera el primer disparo.

Había planeado el momento con la meticulosidad de Napoleón, con la complejidad de César y la templanza de Alejandro. Lo tenía todo controlado, absolutamente todo: qué diría, cuándo lo diría y, sobre todo, cómo lo diría. No había forma humana de no ganar aquella batalla, era totalmente imposible.

Su ejército estaba compuesto de improperios y reproches y la táctica se basaba en recordarle todo lo que le había hecho, el daño más agudo y más profundo que él recordaba o había sido capaz de sentir. Y lo mejor de todo era que ambos sabían que él llevaba la razón. Ahora, tantos años después, ella tendría que reconocer que lo hizo mal, pedir perdón y aguantar como bien pudiera todos sus agravios. No merecía otra cosa.

El campo de batalla, un restaurante con nombre de chiste; la noche ennegrecida envolviéndolo todo y la cerveza templando unos nervios que parecían irreales, porque a buen seguro él jamás había estado tan nervioso antes de una cita con una mujer. Bien es cierto, todo hay que decirlo, que no existía en todo el planeta tierra una igual que ella.

Una vez más, repasó el plan paso a paso y se convenció de que nada podía salir mal si lo seguía al pie de la letra. “Todo va a ir bien” se dijo mientras se escuchaba un ‘gol’ en el ambiente. “Todo va a ir bien” se volvió a repetir por última vez.

Y entonces entró ella y supo de inmediato que no, que estaba totalmente equivocado, que nada iba a salir bien aquella noche de febrero.


Porque apareció tan guapa como siempre y, muy a su pesar, incluso más que nunca. Durante años creyó que el amarillo era el color que más le favorecía pero aquel jersey rojo le ayudó a cambiar de parecer. Se acercó a él y le dio los dos besos más fríos que nadie le ha dado jamás. Se sentó enfrente, dejó su bolso en la mesa y con una simple mirada lo dejó indefenso y a sabiendas que no sólo había perdido la batalla sino que estaba condenando a perder la guerra.

Se dio cuenta de que jamás había echado nada tanto de menos como la forma que tenía de reírse cuando la vio de nuevo hacerlo. Ese achinar de ojos que lo había enamorado años atrás le hacía pedirle a los cielos que, por favor, no se la llevaran nunca. Su pelo dorado cayendo por encima del algodón, su cara de cansada después de todo un día sin parar quieta, aquel maldito anillo que tanto había odiado en el dedo donde debería estar el que él tenía que regalarle y sus ojos negros clavándose en los suyos mientras él se tenía que inventar cien excusas baratas para no aguantarle la mirada más de quince segundos. Y todo porque sabía que si la miraba un poco más se le haría mucho más cuesta arriba la despedida.

No pudo echarle en cara casi nada, al menos no tanto como él hubiese querido. Tan sólo salían leves reproches de vez en cuando y, eso sí, la petición sincera y con la voz quebrada de que, por favor, no se volviera a ir jamás de su lado. El escudo le había durado exactamente un segundo y la coraza había quedado lista para la chatarra en cuanto la primera palabra salió de su boca. Nunca se sintió más endeble y, a la vez, más afortunado que en aquellas horas que la tuvo al lado, que caminaron juntos por las calles desérticas de la ciudad y que, por un momento, pareció que el tiempo no hubiese pasado. 

Y cuando más feliz creía que era, de nuevo, todo terminó. Ella se marchó lejos y él volvió borracho a la soledad de una cama vacía, recordándole a su gente más cercana que no existía nadie igual y que uno deja de meterle prisa al destino cuando comprende quién es su destino. Y su destino, bien lo sabe Dios, era perder aquella guerra para caer rendido a los pies de la chica más increíble que el mundo ha visto nacer.