Una de las figuras clásicas e imperecederas
de la Navidad es ese cansino, demagogo y aguafiestas que todos conocemos y
sufrimos cada año. Ese que se encarga de recordarnos, en medio de la
celebración, las risas y el confeti, todo lo malo que conllevan estos días. Ya
sabéis, el amargado que, cuando has descorchado la primera botella de cava, te
dice: “Bah, la Navidad es todo consumismo y falsedad”. El tipo (o tipa, claro)
sale a relucir en multitud de ocasiones: día de los enamorados, aniversarios,
santos o demás festividades importantes. Es el típico que te alecciona de dónde,
cuándo y cómo hay que amar, recordándote que los abrazos y los besos se deben
dar todos los días y no sólo cuando lo marca el calendario. Y, sin embargo, a pesar de todo lo que te dice, tú no alcanzas
a recordar cuándo fue la última vez que lo viste a él abrazar o besar a alguien.
Curiosa contradicción.
La Navidad es una fecha especial
con tintes religiosos que, claro, no cala muy bien entre esa progresía rancia
que nos ha tocado sufrir a muchos. Nunca la sentí como una fiesta propia de los
creyentes porque, creo, significa (o debería hacerlo) mucho más que la celebración
del nacimiento de Cristo. Para mí la Navidad,
como he dicho anteriormente, es
una época donde la luz vence a las tinieblas metafórica y literalmente. Caminas
por el centro de cualquier ciudad y tienes millones de bombillas alumbrándote
el paso a la vez que, si te paras a mirar, puedes observar cómo, por momentos, la
bondad y el sentimentalismo se sobreponen a todo lo malo que nosotros, la raza
humana, llevamos en lo más hondo de nuestro ser. La Navidad es esa época en que
te fundes con gente a la que no ves durante todo el año, que abrazas y besas y
familiares que viven lejos, a amigos con los que pudiste perder relación o
felicitas a gente con la que no habías hablado en tu vida y, quizá, no vuelvas
hablar jamás. Algunos ven eso como algo malo o artificial y yo, mira tú
por dónde, lo veo como un regalo maravilloso que nos ofrece estos días que
están por llegar.
La Navidad te hace mejor persona,
es algo en lo que creo fervientemente. Sonríes más, sales más, bebes, comes y
quieres más que hace una semana. Te arreglas y te pones guapo, piropeas a tus
amigos y a tu familia, te reúnes y charlas, te desinhibes, piensas menos y
dejas para mañana lo que podrías hacer hoy.
“Voy a aprovechar ahora, que el día dos me pongo con la dieta”.
Por una vez
en el año se vive el momento, ese carpe
diem latino que todos nos obligamos a realizar pero que siempre dejamos
para más adelante. En Navidad se exprimen los segundos, se vive el presente sin
importar el mañana, se externaliza todo lo que llevamos meses queriendo sacar
y, sobre todo, se quiere mucho y muy seguidamente. Únicamente por eso ya merece
la pena celebrarla.
Pero hay más, mucho más: las
guirnaldas, los árboles y los belenes. La ilusión de un regalo que no
esperabas, el olor a marisco o el sabor del vino tinto. El llenar casas de
comida aunque haya veces que cueste llegar a fin de mes; quitarte tú para darle
al que tienes a tu lado o las partidas de trivial que no tienen final.
Garrapiñadas y castañas, bufandas anudadas a la garganta, la ilusión de los
niños y de los que no lo son tanto, los disfraces y las uvas, o la primera
persona a la que felicitas cuando dejas atrás este año que va a terminar. De
excesos y besos, de ‘te quieros’ tan sinceros que parece que te vas a
emocionar. Es época de recordar a los que se fueron o a los que ya no están y
eso, aunque parezca triste, no deja de ser algo maravilloso, porque nada
importa más a la gente que se ha marchado que saber que los que seguimos aquí nos
acordamos de ellos. La Navidad es calor dentro del frío invierno, El Tamborilero de Raphael y las
fiestas de guardar; las resacas, los bostezos, la lencería roja y el afecto. La
Navidad es reunirse con quien tú quieres, amar a los que te quieren y disfrutar
sin parar. La Navidad es darte cuenta de que por muy mal que vayan las cosas tienes mucha gente a tu alrededor que te adora y, pase lo que pase, siempre lo hará.
Por eso, querida amiga o querido
amigo, cuando te venga ese cansino diciendo que todo es un asco, que la
hipocresía nos invade y que todo está fatal, no te amilanes ni le hagas caso;
ponle un gorrito de Papá Noel en la cabeza, invítalo a una cerveza y dale un
abrazo de esos largos, sentidos y difíciles de olvidar. Dile que la vida no es
blanca ni negra, que toda época conocida tuvo fallos y siempre los habrá, pero
que durante estos días todos, absolutamente todos nosotros, deberíamos pensar
que esa vida, con sus imperfecciones y sus bonitas coincidencias, es el mejor
regalo que nos han dado… y nos darán. Así que mejor dejar el amargor y la antipatía
en casa y salir a festejar que estamos casi ya metidos de lleno en la blanca,
festiva y preciosa Navidad. Que la disfrutéis cómo y con quién más feliz os
haga, que la exprimáis como una naranja madura y que os colmen tanto de cariño
que deseéis con todas vuestras fuerzas que no se termine nunca jamás.