Seguramente el primer día que me
tiré (o más bien, me tiraron) a una piscina, ella todavía no había nacido. Tres
años y unos cuantos cientos de días nos separan a ella y a mí en el tiempo,
junto a medio millar de kilómetros en la distancia. O incluso más. Creo, sin
embargo, que nos une una pasión por el agua que no todo el mundo posee, puesto
que una de las grandes diferenciaciones que existe en la vida es la que
clasifica a los seres humanos en ‘de secano’ o ‘de regadío’; y ella y yo somos,
claramente, de la segunda categoría.
Siempre cuento, henchido de
orgullo, que Mireia Belmonte fue a la primera deportista que entrevisté en esa
época lejana en la que el periodismo no sólo no me causaba la repulsión de la
actualidad sino que, pobre de mí, todavía creía esa burda mentira de que “es la
profesión más bonita del mundo”. Ya saben ustedes, la ignorancia de la juventud.
Recuerdo aquel día como si de ahora mismo se tratara. Yo hacía prácticas en una de las grandes radios deportivas del país y nadie por aquel entonces conocía a una sirena de ojos azules y preciosa sonrisa que acababa de proclamarse campeona del mundo junior en Río de Janeiro. Uno de los redactores llegó con un teletipo y me dijo: “Antonino, llama a esta chica que acaba de ganar la medalla de oro y hazle unas cuantas preguntas. Que no dure mucho, para meter un par de cortes en la ronda”.
Antes de iniciar la llamada,
comencé a bucear en el inmenso ciberespacio para encontrar alguna información
sobre esa niña de dieciséis años que acababa de lograr el más preciado metal en
su categoría. Apunté los que más me llamaron la atención, no pensaba consentir
que, en mi primera entrevista, algún error de contraste pudiera hacerme quedar
mal.
Más tarde, y con toda la información bien ordenada, marqué el teléfono de su entrenador que todavía conservo en la agenda más por morriña que por cualquier fin laboral o social. Un señor contestó y, rápida y educadamente, me presenté diciendo mi nombre y desde el medio que llamaba. En poco menos de medio minuto, la voz risueña y casi rota por la felicidad de una niña que acababa de comenzar la carrera más prometedora de la natación española, se ponía al aparato.
Más tarde, y con toda la información bien ordenada, marqué el teléfono de su entrenador que todavía conservo en la agenda más por morriña que por cualquier fin laboral o social. Un señor contestó y, rápida y educadamente, me presenté diciendo mi nombre y desde el medio que llamaba. En poco menos de medio minuto, la voz risueña y casi rota por la felicidad de una niña que acababa de comenzar la carrera más prometedora de la natación española, se ponía al aparato.
Comenzamos a hablar. No descarto
que yo fuera el primer periodista que la felicitaba tras su logro porque me
contestaba incrédula a cada pregunta, emocionada ante cada elogio que le profería,
embriagada de agitación por haberse coronado como la mejor después de tantísimo
trabajo.
Y nos pusimos a charlar.
Los pocos minutos que me habían
pedido se alargaron más de la cuenta. Yo le hablaba del pasado y del futuro,
pero ella se concentraba más en el presente. Lo degustaba como un dulce, como
un vaso de agua en una tarde cálida. No quería pensar en más, sólo deseaba agarrarse
a ese instante mágico que estaba viviendo y a mí, por supuesto, me pareció más
que bien. Recuerdo su risa nerviosa, sus tartamudeos de emoción, sus palabras
entrecortadas por el júbilo. Si alguna vez me pidieran que definiese
la felicidad, podría ejemplificarla perfectamente en esa conversación que duró
hasta que su entrenador, su manager o quien fuera aquel tipo que no paraba de
decirle que cortase, que había más medios que atender, consiguió convencerla.
Me dijo: “me tengo que ir” y recuerdo perfectamente contestarle con un “ha sido
un placer hablar contigo, ojalá que pueda llamarte mil veces más por las
próximas mil medallas que ganes”. Respondió con un “gracias” que me pareció tan
sincero que me juré que así sería.
Pero no fue.
Esa fue la última ocasión que
hablé con la sirena de Badalona. Seguramente ella ni lo recuerde, pero eso tampoco me importa porque a mí no se me olvidará jamás. Y cada vez que la veo tocar el final de la
piscina, en cada ocasión que la observo a través del plasma sonreír empapada en
gloria y triunfos, a mí me levanta también una mueca de gozo. No puedo
evitar acordarme de esa charla que tuvimos hace ya tantos años y pensar que, en
el fondo, yo llevaba razón. Porque aunque nunca volví a hablar con ella, las
mil medallas que le vaticiné parece que se están cumpliendo, y pocos se alegran
más por ello que yo. Enhorabuena, campeona.