Diecinueve de junio de hace vete tú a
saber cuánto. Hace mil años y un par de meses o simplemente mil años... no lo
recuerdo muy bien.
Cuenta la historia que hubo un camino adoquinado que subía hacia
ninguna parte, grandes chalets donde alguien soñaba vivir y una luna casi llena
adornando un cielo repleto de estrellas que se encendían como las luces de un
árbol de Navidad.
Paseaban por aquel páramo
desierto y que comenzaba a calentarse con un verano incipiente que tocaba a la
puerta para hacerse notar, un par de jóvenes que se
hacían llamar amigos pero que, en realidad, eran muchísimo más. Los dos
hablaban y hablaban, porque si en algo siempre fueron expertos, fue en contarse
absolutamente todo… hasta que dejaron de hacerlo tiempo después.
Charlaban de
amigos en común y proyectos futuros, de sus planes y sueños, de sus inquietudes
y de cómo habían llegado hasta allí sin comerlo ni beberlo y, quizá, en ese
preciso momento, entendieron que a veces en esta puta vida hay cosas que
suceden por obra y gracia de una fuerza superior que se muere porque
encontremos a esa persona que te va a exprimir más el corazón que el resto de la
gente que te cruces por aquí. Y vaya si ellos se exprimieron... y vaya si ellos se
quisieron.
Cuentan también que luego hubo un
banco tenuemente iluminado por unas farolas que irradiaban una luz ámbar y que ella vestía de blanco y su piel
morena contrastaba con aquel color de una manera tal que cualquier hombre sobre
la faz de la tierra se habría enamorado de su sonrisa casi tanto como lo estaba él.
Dicen que sus ojos verdes lo miraban tímidos y sus manos, las más bonitas de
cuantas han existido, jugueteaban nerviosas pensando qué vendría después.
Algunos hasta se atreven a afirmar que él, el hombre que nunca se había puesto
nervioso frente a una mujer antes, estaba tan tembloroso que apenas podía
hablar, moverse o, si me apuran, respirar. Pero repito, quizá sean tan sólo
habladurías.
Y la historia continuó, según
dicen, mientras las suelas de sus zapatillas y el canto de las chicharras
servían de banda sonora para lo que vino después. ¿Y qué vino?, se preguntarán
ustedes: una pregunta tímida, una cama de noventa y una mujer que se abalanzó
sobre un hombre que llevaba tanto tiempo enamorado de ella que tuvo que
asegurarse en la oscuridad que por fin sus labios lo besaban y no lo estaba
soñando como tantas veces había sucedido tiempo atrás. Y más tarde vino todo lo demás, pero esa es
otra historia: la de cómo teniéndolo todo, al final, lo dejaron escapar.