lunes, 27 de octubre de 2025

Míralo a él

Si echase la vista atrás para volver a mediados de la gloriosa década que dio comienzo al siglo, uno de mis recuerdos de adolescente, sin duda, serían tres mujeres que me hicieron perder la cabeza desde el otro lado de la pantalla: Michelle Jenner, Elsa Pataky y Katherine Heigl. Por esta última me tragué cientos de horas de Anatomía de Grey hasta que el sopor se hizo insoportable, cosa que ocurrió, casualmente, en el momento en que ella abandonó la serie. Por ella, por esa preciosa sonrisa bajo unas mejillas sonrosadas, me comí, también, algún truño cinematográfico que otro, como aquel 27 vestidos que protagonizó junto a James Marden y del que, a pesar de su nula calidad, guardo en el tintero una escena que me ha acompañado hasta el día de hoy:

- ¿Cuál es tu parte favorita de las bodas?

- Sencillo. Cuando la música comienza y la novia hace su aparición 
acaparando las miradas de todos 
es cuando yo miro al novio, porque es en el rostro de él, 
en la expresión de su cara, donde uno puede ver realmente que el amor existe. 

He asistido a una treintena de bodas en mi vida y siempre intento seguir el consejo de Katherine, mirar la expresión del novio en el momento en que el amor de su vida hace su entrada, justo en el instante en que la novia se lleva toda la atención y, por ende, pierde con ello la naturalidad de quien se siente observada. Él, por otro lado, desde su lugar preferencial y sin esa presión sobre los hombros, observa la escena y es ahí donde ni el más ferviente crítico del amor puede aportar algún argumento en contra. Ahí, en esos pocos segundos, todo lo genuino, mágico y profundo del sentimiento más poderoso de cuantos existen se torna real, palpable y trascendental.

He visto ojos vidriosos, sonrisas torpes que afloran sin querer, miradas de orgullo, susurros de agradecimiento y respiraciones contenidas. Hombres robustos a punto de derrumbarse, chicos tímidos alzarse altaneros, muchachos contenidos explotar de júbilo, ateos declarados agradeciéndole a cualquier dios que pueda escuchar, ese regalo envuelto en tela nacarada que se acerca y, sobre todo, a seres enamorados que certifican que, por mucho que cambien los tiempos, por mucho que el amor se vista de nuevas formas, sigue siendo tan incorruptible, cuando es puro y real, como lo ha sido desde el inicio del universo.

El sábado volví a ser testigo de ello. Un buen amigo se desposaba en esas bodas de pueblo que uno sabe cuándo comienzan pero nunca a qué hora terminan. Un hombre bueno, leal, honrado, trabajador y enamorado hasta las trancas, aguardando con traje oscuro y corbata celeste a que su futura esposa cruzase los poco más de veinte metros de la preciosa iglesia de Santa Quiteria para reunirse con él. Y, de nuevo, ahí se resumió todo: la sonrisa más sincera que le he visto en treinta años de amistad, la sensación de exaltación impregnando el ambiente, la felicidad más plena que las palabras puedan describir inundando su cuerpo, resplandeciendo sobre ese rostro tostado por el sol. Lo vi feliz, con la máxima intensidad con la que uno podría describir esas cinco letras; radiante, prendado hasta el tuétano y orgulloso del camino recorrido. Ahí, erguido y con las manos enlazadas, se encontraba el chico tímido, el deportista, el actor secundario, el amigo fiel, el chaval de pueblo que trascendía de lo terrenal a lo espiritual, de lo mundano a lo infinito, dejando de lado la vacuidad de lo carnal y lo efímero para hacerse sentimiento nítido, amor irracional, poderoso y eterno. Si algún día ese hombre estuvo cerca de Dios, tan cerca que si hubiese estirado un poco la mano podría haberlo tocado, fue esa mañana a eso de las doce y media y yo, desde un banco cercano, fui testigo de ese momento que quizá él, por el nerviosismo y la importancia del propio acto, no supo valorar en su justa medida. Quizá simplemente no se percató de todos los detalles, a lo mejor no fue consciente de lo que ocurrió o, simplemente, estaba tan obnubilado con esa niña de ojos claros que se iba a convertir en su esposa que no se percató. Así que hoy me he animado a intentar dejar por escrito lo que no se puede explicar con palabras, a dar un coletazo de racionalidad, con mayor o menor éxito, a lo que no tiene sentido alguno; y lo hago para que él pueda volver al instante en que su amor trascendió de lo humano a lo divino en ese día maravilloso en que los dos dejaron de ser dos personas distintas para convertirse en un único ser.