lunes, 20 de diciembre de 2021

Tardes pasadas

Paseaban entre murallas centenarias y atalayas escondidas, discurriendo por unas calles empedradas con tanta historia como el mismo mundo, con tanto vivido en ellas que sería imposible describir, narrar o, tan siquiera, imaginar. Ella lo hacía por la izquierda por una extraña manía de esas que no tienen explicación racional. Él, a su derecha, como el ángel custodio que se preocupa más por salvaguardarla que por su propio bien. “Y así” pensó “podría ser para siempre”.

Toledo se erigía hermosa y las luces artificiales de cien mil faroles la engalanaban todavía más. El debate sobre si la ciudad estaba más bonita de día o de noche parecía tan eterno como el mismo tiempo, así que decidieron aplazarlo para más adelante. Las calles se iban sucediendo una tras otra, mientras los dos vagaban por ellas entremezclándose entre una marabunta de gente enmascarada y temerosa en mundo tan deseoso de vivir con miedo que, por momentos, asusta demasiado. Pero ese es otro tema del que ya trataremos.

Él la miraba de soslayo, como quien observa algo sin saber muy bien cómo ha llegado ahí. Desgranaba cualquier detalle: sus pantalones acampanados, sus zapatos negros, la bufanda que no trajo nunca consigo o esa sonrisa que, tímidamente, salía a relucir de vez en cuando. Su media melena cayendo sobre el abrigo azabache y esos ojos preciosos en los que, pensó, se podría perfectamente bucear una noche entera de luna llena como aquella.

Caminaron guiados por el instinto y sin saber muy bien a dónde ir, que es como se hace siempre que uno está bien, que se siente a gusto, libre y alegre. Se vislumbraba al fondo la catedral, guarecida por una campana de la que todavía se duda si es tan grande como se dice o, quizá, más aún. Una ventana diminuta, azulejos secretos, el Alcázar iluminado, murales, portones y, sobre todo, mucha cerveza. Lo que fueron horas se antojaron segundos y lo que parecía una tarde entera al final no fue más que un leve suspiro de tiempo tan corto que, a la mañana siguiente, pareció haber sido un sueño en vez de una realidad. Y es que, según dicen, el tiempo pasa más rápido cuando uno está feliz y, por qué no decirlo, durante esas horas, él pareció volver a serlo.

¿Y por qué? Se preguntó durante muchos días después sin querer creer del todo lo que a todas luces parecía una certeza, la de que aquello se debió a una niña perdida en un mundo de adultos, a la ternura empezando a hacerse mujer y a todo un universo de ensoñaciones con futuros improbables y comidas en familia los domingos. A unos labios maravillosos que no se atrevió a besar, a un par de manos congeladas, el sonrojo de una pedida de matrimonio improvisada, el ruido de coches y campanas, un mercadillo navideño y el sabor picante de una hamburguesa enorme que no se pudo terminar.

Y fue ahí donde volvió a quedar demostrado que la vida no es más que una sucesión de pequeños momentos en los que uno ha de ser feliz o, al menos, rodearse de gente que haga que sea más probable serlo. Porque son los instantes donde uno se siente pleno los que hacen que lo seas, y son los días en los que te acuestas con una sonrisa en la boca los que sirven para que, muchos años después, eches la vista atrás y pienses: “joder, qué días más buenos fueron aquellos”. Así que, bien pensando, una tarde por una ciudad de cuento de hadas acompañado por una chica que bien podría ser protagonista de cualquiera de ellos, es todo lo que uno necesita para sentirse pleno y darse cuenta de que esta vida, con muy poco, es más maravillosa de lo que se puede llegar a creer.