miércoles, 5 de enero de 2022

Porque no eran ella

La luz relampagueante de un lugar al que yo no pertenecía se vislumbraba justo encima de mi cabeza, a unos pasos tan sólo de donde me encontraba en ese momento incierto. Subí por una escalera de marfil y nácar posando mis pies, intermitentemente, en cada uno de los peldaños de algodón que nacían de ninguna parte y morían junto a una verja de barrotes de oro y piedras preciosas donde todo comenzaba y todo se dejaba atrás. El sonido mudo del vacío se hacía dueño de todo, como si estuviésemos en una cápsula espacial flotando a la deriva por un universo desconocido.

Me vio llegar y frunció el ceño como el padre disgustado al que acaban de entregar las notas de un mal trimestre. Y entonces, comenzó la regañina:

Te puse tanto amor en el camino que me es imposible entender cómo has llegado solo hasta aquí. Te di manos frágiles que acariciaron tu pelo con tanta ternura que te quedabas durmiendo en ellas. Te di labios carnosos para que te perdieras en un millón de besos de pasión, de cariño, de locura o de simple afecto. Tuviste ojos vidriosos suplicándote amor, miradas lascivas, profundas y en algunas, incluso, me pareció sentir cómo se te encogía por un instante el corazón. Tuviste rizos azabaches, melenas doradas, cabellos caoba, ocres, anaranjados y plata; cinturas de infarto, pechos turgentes, piernas infinitas y tantas palabras de amor que poca gente pudiera creer posible. Te abrazaron con la delicadeza de un niño y también con la pasión de un huracán; te quisieron mucho, casi todas ellas, alguna hasta la extenuación. Viviste días felices, sonreíste y bebiste vino, acariciaste pieles del color del champagne y del sabor del mismo cielo y, sin embargo, aquí estás… totalmente solo.

Paseaste de su mano, viste ponerse el sol y volver a renacer, anduviste por la orilla del mar sintiendo la arena fría en tus pies y un manto de estrellas sirviendo de telón a tus propios piropos. Las viste dormir y despertar, notaste sus pieles desnudas, comiste de sus bocas y te engalanaste con sus gemidos; las sentiste tristes, dichosas, risueñas, preciosas y vivas… y aquí estás tan sólo como nunca. ¿Por qué?

Porque no eran ella – respondí.


Y yo ansiaba que fueran sus manos las que me acunaran en su pecho como antaño lo hicieron, que su pelo castaño se quedara preso en las sábanas de mi cama y su sonrisa iluminase la habitación como aquellos domingos donde no había más sol que ella. Que sus pies descalzos cruzasen de punta a punta el apartamento para saltar sobre mí cuando llegase a casa y mis hijos, esos que nunca tuve, tuvieran sus apellidos. No quería más imagen en mi mente que el momento en que se puso la camiseta de fútbol que le regalé ni más olor que el de su cuello, que es el último que recuerdo. No quise otro futuro que el de idealizar una etapa que nunca regresó y, por ello, por perfeccionar hasta lo irracional lo que seguramente no fue tan perfecto, no pude querer jamás tanto como la quise a ella. Mi corazón se agotó de amar con esa fuerza y se declaró en huelga indefinida.

Así que gracias por todo lo que la vida me proporcionó – Le dije - Jamás fui merecedor de tanto halago aunque sí plenamente consciente de lo que tenía, de lo que me vino, de lo que gané yo y, por supuesto, también de todo lo que perdí. Pero aunque perdí mucho, quizá demasiado, jamás fue comparable a aquella mañana en que todo terminó y nada volvió a ser igual, porque fue allí, ese frío primero de diciembre donde comprendí que cuando uno ha amado con todas sus fuerzas no tiene fuerzas para volver a amar igual.