Pisaba el suelo adoquinado de la ciudad más importante de la historia de la humanidad con una sensualidad pasmosa, con atrevimiento impropio, con una clase que no se había visto en aquellas calles desde que Anita Ekberg se bañase en sus aguas hace ya mucho, muchísimo tiempo. Él la miraba unos pasos atrás con incredulidad manifiesta, preguntándose una y otra vez qué habría hecho de bueno en su vida para merecer aquello, para observar de primera mano el contonear de esas caderas o, de vez en cuando, la forma maravillosa en que ella se volvía y le sonreía. Y no encontraba explicación.
Sus vaqueros se perdían entre la
muchedumbre y, segundos más tarde, volvían a resurgir ante sus ojos. Le daba
la mano y caminaba a su lado durante unas cuantas calles, feliz, risueña, como
una niña a la que regalan su muñeca favorita el día de Navidad. Luego, lo
soltaba y volaba libre a perderse en los escaparates de las tiendas de lujo cercanas a la Plaza de
España, a otear, uno a uno, sus interminables escalones o a
quedarse embobada en la arquitectura de esos edificios inmortales que, como la
misma ciudad que los cobija, parece que llevan ahí desde siempre y por siempre
permanecerán.
Caminaban sin prisa por la urbe que no conoce qué es eso. Enfilaban Vía Crescenzio dejando a sus espaldas Tierra Santa y cruzando una y otra vez las aguas turbias del Tíber. Cuando se cansaban de andar, buscaban un bar que sirviese cerveza bien fría a un precio relativamente justo y se sentaban a beberla tranquilos, mirándose a los ojos y, de vez en cuando, diciéndose lo mucho que se querían. Vagaban por el alquitrán y los adoquines como marineros perdidos en alta mar y se fotografiaban como turistas japoneses en cada rincón, inmortalizando unos recuerdos que conservarían siempre para, quizá, enseñárselos a sus hijos el día de mañana. O a sus nietos. Vete tú saber.
Se maravillaron con el Panteón y
la Fontana al anochecer le pareció a él la segunda cosa más bonita que había
visto en su vida. Primero iba ella, claro. Con sus Converse claras y su piel
oscura, los rayos de sol rompiendo en su melena castaña y todo el mundo a sus
pies. Su camiseta rosa y las gafas de sol colgando de un escote que bien podría
haber hecho arder la capital del Imperio como antaño lo hiciera Nerón en su locura. Sus mejillas sonrojadas y el brillo en su mirada, sus pestañas manchadas de rímel y esos labios a los que un día juró fidelidad eterna.
El Coliseo la recibió como lo hubiese hecho con Cleopatra si se hubiese dignado a salir de Egipto. Grabaron sus nombres en la piedra y el recuerdo, para siempre, en lo más profundo de su corazón. Volvieron al hotel y se amaron durante tanto tiempo que el mundo dejó de rodar y él, en un momento dado, suplicó que así fuese para siempre. “Que no se me vaya nunca” le rezó a cualquier dios que pudiese oírlo mientras ella dormía desnuda a su lado. Lo hizo con tanta vehemencia que creyó que alguien lo escuchaba y respondía a sus plegarias con un guiño. Sin embargo, no fue así. Y el sueño se convirtió en realidad de un segundo para otro, y ella desapareció de la cama, de Roma y de su vida casi sin darse cuenta, escurriéndose de entre sus dedos como un montón de arena.
El olor a su piel fue lo último que recuerda. Después de eso, la nada. El sabor a su boca y el tacto de sus labios se esfumaron para siempre de su realidad y quedó, únicamente, guardado en su subconsciente para salir a la luz en sus sueños durante las noches más frías de invierno. Y él comprendió que había sido demasiado pretensioso y que Roma había vuelto a salir vencedora, una vez más. Ni siquiera ese amor que parecía imborrable e imperecedero, que por un momento creyó ser la fuerza más poderosa del universo, pudo con una ciudad que estuvo ahí antes que nadie y que, incluso, fue más fuerte que el sentimiento más poderoso que ese chico jamás sintió y, probablemente, jamás sentirá. Porque ella sí volvió a perderse en su historia y a besar, vete tú a saber, a otro chico mejor que él. Porque Roma siempre gana y uno debe aprender esa lección alguna vez en la vida. Aunque, todo hay que decirlo, sí hay que perder contra alguien, no hay nadie mejor que ella para salir derrotado .