Éramos ricos… y no lo sabíamos.
Teníamos el bullicio de las calles abarrotadas de gente, las faldas ondeando al aire y los tacones resonando en las baldosas como si de un ejército invasor se tratase. Teníamos el olor a castaña recién hecha, los puestos ambulantes, el cruce de miradas y las colas en las tiendas. Ahora sólo queda la quietud de avenidas vacías, pueblos tristes, abatidos y apesadumbrados y ciudades que se despiertan taciturnas y se van pronto a dormir.
Teníamos el calor del abrazo sanador de nuestra gente. El beso lento y suave, los dos de cortesía y el susurro lascivo de aliento a ginebra con pecaminosos mensajes subliminales. El “vente a casa a cenar” o el “quedamos en el bar a tomarnos una rápida”, el sonido de la muchedumbre en el estadio, el de las canciones a capela en los auditorios o el del nerviosismo de la sala de cine a la espera de que comience la última de Nolan. Ya no queda nada de eso, se lo han llevado todo y todo, por ende, se ha vuelto un poquito peor.
No queda rastro de los paseos hacia el campo, ni los amantes comiéndose a besos en el césped del parque. Se ha perdido eso de abrazar y lo hemos cambiado por un choque de codo insulso, horrible y exasperante. Ya no hay comidas familiares ni los niños corretean por las calles detrás de un balón. Nos espera una Navidad de cenas solitarias, sin los regalos, los besos, las anécdotas del abuelo ni los pasteles de mamá. Se llevaron las bodas, el arroz volando por los aires en la puerta de la iglesia, las fotos del grupo y todo lo demás. Los bautizos y las tradiciones, las fiestas, la feria, los encierros y los fines de semana de no salir del bar. Parece incluso que uno ya no tiene ganas ni de cumplir años porque, casi seguro, no podrá tener cerca a todo el que quisiera invitar.
Ya no se visita a la abuela por el miedo a contagiarla. De fondo, el pavoroso escenario de perderla y, además, de no poder siquiera despedirte de ella. Un buen día, las sonrisas desaparecieron de nuestras vidas y las cambiaron por ese azul celeste de mascarilla quirúrgica que uno no puedo mas que odiar con toda su alma. Ya no ves el sonrojo en sus mejillas cuando la piropeas, ni la curva de su boca cuando se ríe por ello. Sus palabras suenan más graves y lo más grave de todo es que, a veces, ya no recuerdas cómo era su voz.
Nos robaron la posibilidad de vernos, de charlar y deambular juntos por las calles sabiendo que tenemos toda la noche para nosotros. Ni siquiera eso, la noche, la tenemos ya. Toque de queda, nueva normalidad o distancia de seguridad se han apoderado de un mundo peor que el que teníamos y que, ahora, nos toca aguantar como bien podamos. Y, claro, uno no puede evitar echar la vista atrás y recordar cuando todo era diferente, aquella época de ver amanecer, de bendita normalidad y de estar tan pegados que, por momentos, parecía que dos personas se hacían uno nada más. Fueron buenos tiempos, sin duda. Lo tuvimos todo y no fuimos conscientes de ello y, quizá, eso sea de las pocas cosas buenas que saco de esto: el saber que, cuando volvamos a ser lo que éramos, valoraremos todo un poquito más.