Y ahí estaba yo, casi con dos licenciaturas sobre las
espaldas y a punto de sacar a la luz mi segunda novela, soplando las velas de
mi vigésimo sexto cumpleaños, en paro y sin un duro. Sin darme cuenta, mi vida
sobrepasaba ya el primer cuarto del rosco como si hubiera conseguido los
quesitos de historia y espectáculos en una partida de Trivial. Todo era dicha y
alegría a mi alrededor junto con comentarios sin mala fe sobre lo viejo que me
estaba haciendo. Mis seres queridos, exentos de toda malicia, me recordaban la
triste realidad, la funesta y cruenta veracidad de los hechos: me hacía mayor.
En la cena, un informativo radiofónico volvía a poner
al descubierto que la política de este país había perdido el norte para
centrarse únicamente en el punto cardinal de sus intereses más perversos. De un
lado y de otro llueven las falsedades, las falacias y las desvergonzadas
maldades del gobierno y de la oposición, cortados ambos por el mismo patrón: el
de la desfachatez más absoluta.
Nos llaman la generación perdida y creo firmemente que
lo estamos. Nos hicieron creer que éramos la hornada de jóvenes más preparados
en la historia de este bendito país, de esta España nuestra ahora en manos de
los más déspotas tiranos. Somos la envidia de nuestros predecesores, la
plasmación del éxito de los héroes de la transición, el orgullo de un estado
que tocó techo y ahora se desploma en las profundidades del oscuro mar de la
crisis agarrado al peso de los duros rostros de nuestros gobernantes. ¿La generación
perdida? Más bien la generación abandonada.
No nos dejaron la oportunidad, no nos dieron ni un
empujoncito más que para tirarnos desde el nido contra el suelo. Ellos, que vivieron
épocas de bonanza como jamás conoció la nación, no tuvieron la consideración
que recibieron de sus padres, nuestros abuelos, que lo pasaron bastante peor de
lo que nosotros si quiera podamos imaginar y esperemos que nunca tengamos que
hacerlo. Ellos sí son dignos de elogio. Nuestros gobernantes, por el contrario,
son la vergüenza de sus padres, de sus hijos y la de todo un país. Se han
comido, tantos unos como otros, todo lo que sus antecesores sembraron para
ellos y para las generaciones venideras, enarbolando la igualdad de la rosa o
el liberalismo de la gaviota y luciendo finalmente, la devergonzada bandera del
egoísmo.
Creo que fue el gran Jorge Bustos el que decía que
deberíamos hacer ya un recuento de cuántos honrados quedan en este país. Como
en Sodoma y Gomorra, España está degenerando a unos límites insospechados,
acrecentados por una crisis que ahoga a la clase media y que provoca la
vergüenza y la ira de ésta contra los que todavía les aprietan más el cuello
mientras sorben su copa de Möet & Chandon en sus lujosas mansiones de
los barrios más ricos de la capital y la periferia.
Somos la generación abandonada, dejada de la mano de
Dios y por aquellos que juraron protegernos. Sin embargo, también ellos se han
equivocado, cometieron un error, todos y cada uno de esos partidos e
instituciones que se burlaron de nosotros con sus fechorías cometieron el
desliz que históricamente viene repitiéndose en la vieja Europa: subestimar al
pueblo. Nosotros tenemos el poder de ponerlos y quitarlos, de sacarlos o
meterlos, de enaltecerlos o defenestrarlos para siempre, a todos y cada uno de
ellos, a los de un partido o el otro. La democracia es, si no me la han
cambiado mientras dormía, el enaltecimiento de la libertad de una nación, no la
banalidad de uno políticos corruptos. La crisis se acentúa y cae sobre los más
indefensos, los que no pueden defenderse por sí solos hasta que llega un día en
que se dan cuenta de que no son tan pocos como pensaban y no es tan tan solos
como creían. Es entonces cuando los gobiernos caen. El único problema es que,
visto lo visto, el que venga después con promesas efímeras tampoco parece que
lo vaya a hacer mucho mejor. La triste realidad de esta España de la que los
jóvenes huyen y los ancianos se avergüenzan mientras ellos, los políticos, la
queman como Nerón bañados en vino y corrupción.
“De todas las historias de la Historia, la más triste
sin duda es la de España, porque siempre termina mal”. Jaime Gil de Biedma