miércoles, 22 de noviembre de 2023

Don Luis Molina

La vida es tan maquiavélicamente curiosa que uno no deja de sorprenderse cada día: la misma mañana que te dan la noticia de un nacimiento esperado te enteras que un gran amigo se va. Qué cosas, la verdad. 

Y aquí estoy, a diez mil kilómetros tuyo bebiendo cerveza, acordándome de ti como lo llevo haciendo durante todo el día paseando por una de las siete maravillas naturales del mundo y escribiendo, ahora, con bolígrafo en una mantel de bar todo lo que me gustaría decirte. Así que allá vamos. Empecemos por el principio:

Te voy a echar de menos, amigo.



Hablaré de ti siempre que surja la ocasión porque como te dije la última vez: “nadie se va del todo mientras haya quien lo recuerde” y si hay algo que tú dejas en mí será precisamente eso: recuerdos.

Se me va el hedonista perfecto, el hombre que mejor entendió de qué va esto de vivir. Luis entró de lleno y hace mucho tiempo en ese selecto grupo de gente a la que considero igual que yo: amantes de la vida, enamorados de la cultura, el vino, las mujeres, de España, la naturaleza, el buen comer y el rodearse de la gente que hace que valga la pena esto de estar vivo. Él, su hijo Javier, Alguacil y dos o tres más. Y para de contar. Especímenes diferentes, gente que se apasiona por los gustos sencillos, los placeres triviales, las compañías gratas, las sonrisas bonitas, las piernas largas y la incombustible necesidad de amar. “No sé cómo siendo así de grande, Luis, no eres del Madrid” le dije en una ocasión. “Es que si lo fuese sería perfecto y el único tío perfecto que conozco eres tú” me contestó el cabrón con un peloteo tal que ni yo te lo habría firmado. Reí, rió y volvimos a beber.


Bebía Jack Daniel’s y siempre que me veía me invitaba a alguno sin que jamás, en todos los años que lo hizo, me dejase devolverle la invitación. Me mandaba fotos con todas las chicas que sabía que me gustaban, me llamaba de vez en cuando para poner verde a toda la casta política, me aconsejaba sobre vinos y me decía que nunca vendería El Entredicho pero que, si tuviese que hacerlo, sólo me lo vendería a mí. Me encanta ese cortijo, hablando de todo un poco. Me fascinaba verlo recostado en una silla con una copa en la mano mirando el infinito y solía jurarme que, algún día, yo haría lo mismo cuando tuviese su edad. Cómo me gustaría parecerme a ti, Luis, dentro de unos cuantos años; sería todo un orgullo y la constatación de que mi vida ha ido por el buen cuace.


Cuatro hijos maravillosos de los que supo despedirse, cosa que no todo el mundo puede decir. Una mujer a la que idolatraba y tanto cariño hacia todo el mundo que hoy, al entrar a navegar en las redes, no me ha extrañado verlo devuelto por toda su gente querida. Con su “el cielo existe” y ese “AE” característico, corriendo por la montaña o vestido con un chaleco, Luis siempre tenía una sonrisa en la boca, siempre la sacaba y siempre, siempre, hacía que su compañía valiese la pena. No creo que haya mucha gente que pueda presumir de esas tres cosas.


“Espero que el cielo exista” le leía a una niña de ojos azules hace un rato, frase que me parece preciosa para su epitafio. Yo sé que existe y tengo tan claro que ahí arriba hace falta gente como don Luis Molina, como lo tengo agendado y como siempre lo llamaba yo, que ahora me da un poco de vergüenza pelotearlo de esta manera porque sé que me estará mirando y pensando: “las palabricas déjatelas para las nenetas”. 


Hoy se ha marchado un hombre que hacía de este mundo un sitio mejor, un tipo que entendió rápido que la vida es disfrutar de los pequeños placeres que, no os quepa duda, son los más grande que existen. Se va un buen tío, un caballero de los que escasean, un amigo leal, un compañero generoso y un referente al que muchos deberían mirar. Se va alguien que entendió pronto que vida, de momento, hay una y que ese Dios que nos observa querría que la viviésemos tan apasionadamente como fuese posible. Yo, querido amigo, te prometo que lo seguiré haciendo hasta que Él me llame a filas y querré, o al menos lo intentaré, con tanta fuerza que me arda el corazón. Te echaré de menos, pensaré en ti y te rezaré de vez en cuando. No te olvides de mí porque yo prometo no hacerlo de ti. Ve preparando buen vino allá arriba y búscame un hueco bonito en alguna nube con vistas al mar. Te quiero, te extrañaré y te estaré eternamente agradecido siempre por todo lo que me has enseñado y lo mucho que me has dado. Te veo en tu cielo y gracias, de corazón, por cruzarte en mi vida.


lunes, 23 de octubre de 2023

Recuerdo aquella noche…

“I am not the only traveler

Who has not repaid his debt

I've been searching for a trail to follow again

Take me back to the night we met”


Nueve años después de prometer encontrarse en Viena y faltar a su palabra, Ethan Hawke le decía, henchido de amor y nostalgia a Julie Delpy en Antes del Amanecer, una de las frases más bonitas que he escuchado nunca frente a una pantalla: “recuerdo la noche que nos conocimos mejor que algunos años de mi vida”.


A mí me pasa exactamente lo mismo.


Recuerdo un pasillo largo que se extendía de este a oeste en un descampado casi deshabitado del sureste peninsular. El silencio lo copaba casi todo pues las horas a la que sucedieron los hechos eran altas y, al día siguiente, la gente responsable madrugaba para afrontar con fuerza su rutina diaria. Yo no era demasiado responsable por aquel entonces y venía de esconder cebollas en una de las habitaciones que solía frecuentar en el que fue, a todas luces, uno de los mejores años de mi vida en una de las mejores ciudades de cuantas he conocido. 



El silencio, repito, se hacía prácticamente total. Llegaba sudoroso, extasiado y con el corazón a mil revoluciones después de huir del pobre diablo que había sufrido la ira de un universitario aburrido, con todo el tiempo del mundo en su maleta y la desfachatez de quien conoció la vergüenza muy temprano pero la abandonó a su suerte poco después. No había nadie en aquel pasillo, nadie excepto ella.

Podría enunciar cada detalle del cuadro con tanta veracidad, con tal fehaciente precisión que, a día de hoy, me sigue maravillando que mi mente sea capaz de rememorar así la escena. Me cuesta recordar qué comí ayer y, sin embargo, mi cabeza tiene tan grabado a fuego todos los detalles de la escena que podría recomponer, sin ayuda ninguna, durante los treinta segundos que duró. Así que empecemos:


Comenzaba a hacer frío en una ciudad donde casi nunca lo hace. La luna brillaba con fuerza en un cuarto creciente precioso y un manto de estrellas acompañaban la postal. Las chicharras habían dejado de cantar pocos días antes, así que afuera reinaba la quietud interrumpida, de vez en cuando, por el sonido de algún vehículo despistado que surcaba ese asfalto enfriado por la noche. La vi aparecer a lo lejos, cruzándose en mi vida por obra y gracia de Dios, algo que tengo tan por seguro que nadie me podrá hacer cambiar de idea jamás. Sólo pudo ser un ser celestial, omnipotente y todopoderoso el que hizo aparecer a quien consiguió arrancarme el corazón y no devolvérmelo jamás.


Vestía de rosa, un color que, curiosamente casi nunca utilizó después. Su melena castaña caía un poco más abajo de sus hombros y sus piernas delicadas se entrecruzaban a cada paso con la elegancia de un felino. El ruido de sus zapatillas deportiva se mecía en el ambiente a cada paso mientras la suela de goma se agarraba a unas baldosas sucias y amarillentas. Nos miramos a lo lejos y ella esquivó pronto la mirada. Nos fuimos acercando el uno al otro después sin saber, sin tener la menor idea, de que era el primer momento del resto de nuestra vida. Segundo más tarde, sacó del bolsillo la llave de la habitación y la introdujo en el bombín justo en el momento en que nos cruzamos. Nos saludamos con un ‘hola’ mutuo, seco, formal y yo seguí de largo, maravillándome con su belleza de inmediato, con esa cara risueña, con esos ojos verdes, con esa piel tostada y con esa sensualidad que pocas veces he vuelto a ver jamás. No sé si ella me vio alejarme, sin tan siquiera se fijó en mí después, lo que sí tengo claro es que, meses más tarde, surgió una pasión tal que no creo posible que mi corazón vuelva a experimentar jamás. Nos quisimos tanto que, a veces, me entristece; y lo hace porque me destroza saber que no volverá a ocurrir nada parecido, que pasarán cincuenta, sesenta o setenta años y seguiré comparando todo mi amor con algo que fue excelso, irreal, místico y, tristemente, efímero. Y aunque probablemente la hice más perfecta con el tiempo de lo que jamás fue el castigo que ese mismo Dios me propinó por hacerme tan feliz como sólo se puede ser en las películas, fue recordarme cada día de lo que me quede entre ustedes que nunca, jamás, volveré a amar igual. 

lunes, 9 de octubre de 2023

Cómo la besaba

Permanecía con la mirada fija en una de las pantallas que se habían colocado en el convite para que los invitados no se perdiesen detalle alguno de lo que ocurría en la mesa nupcial. Decenas de amigos habían ido circulado frente a los novios para agasajarlos con presentes y cariños, con abrazos y besos, con buenos deseos y palabras sinceras; unos locos, incluso, habían paseado al Cristo de la Buena Muerte por el cielo del salón mientras la gente reía, bebía, charlaba y disfrutaba de un día de esos en los que todo gira en torno al sentimiento más importante de cuantos existen: el amor.

Él, repito, permanecía impertérrito observando el momento por el plasma colgado de la pared. Ahí estaba su amigo, de esos de toda la vida, de verano de balón y camiseta Teka con el tres de Roberto Carlos a la espalda. De los de los primeros botellones y las canciones de Bisbal, las buenas, claro, que son las antiguas.. como suele ocurrir ya con casi todo. El amigo que había trabajado junto a él, reído junto a él, estudiado, llorado, jugado y crecido. El amigo, por otro lado, que nunca se iba a casar y, si lo hacia, sería según sus propia palabras, con una chupa de cuero, vaqueros y la moto en la puerta esperando. Y ahí estaba ahora, haciéndolo con chaqué, regalando flores, arrodillado ante Dios y henchido de felicidad.



Lejos de parecer una recriminación, al chico que miraba a través del plasma le pareció tan bonito que, incluso, le agradeció en silencio el gesto a su amigo porque, de nuevo, volvía a atestiguar que cuando uno ama, cuando lo hace de verdad, no le importa pisotear sus estúpidos prejuicios por alegrar a la persona que ha elegido para pasar el resto de su vida. Y, creo, no hay definición más fiel, bonita y real del amor que esa: quitarse todo lo propio si es necesario para que tu mitad sea un poco más feliz.

Lo volvió a observar. Tenía los ojos vidriosos, la mirada perdida, acongojada y sobrepasada por momentos y el chico de la corbata oscura, el que miraba a través del plasma, echó la vista atrás, más de tres décadas para ser exactos, sin poder encontrar un instante en que lo recordase más feliz. Estaba risueño, extasiado de amor, dubitativo, resplandeciente y dichoso. Miraba a su esposa por el rabillo del ojo, con dulzura, con deleite, con admiración y prestando atención en todo momento a que todo estuviese en su sitio, a que todo saliese bien… a que su día fuera perfecto.


Y cómo la besaba


Lo hacía con una suavidad inusitada, con el respeto más pulcro, con el cariño más maravilloso, con ternura y delicadeza, con pausa y calma, con la certeza de que esa mujer que vestía de blanco no era, en absoluto, una más sino que ya tenía delante, por obra y gracia del mismo Dios, a la única que había conseguido hechizarlo hasta el punto de vestir con corbata, posar para los fotógrafos y ponerse camisa y zapatos después de tantos años.


El día se fue sucediendo y llegó al final irremediablemente. Por medio, ojos azules, besos a escondidas, alcohol, música, mensajes por Instagram, la sensación de ridículo con textos que, quizá, nunca debieron ver la luz, auriculares con dedicatorias, resignación, calor, resaca, olor a whisky, vestidos rosas, miradas tristes, corazones cansados y chaquetas perdidas en lugares indecorosos. Una boda más, podrían pensar muchos; pero fue algo más que eso, fue la enésima constatación de la certeza más grande de cuantas han existido: que el amor es un sentimiento tan enorme que te hace mejor persona, menos egoísta y más propenso a dejar el orgullo de lado para hacer feliz durante el resto de tu vida a quien ya ha conseguido hacértelo a ti para siempre.

lunes, 28 de agosto de 2023

Por los agujeros de la valla

"¿Dónde están? Las noches sin pastillas para dormir,

las penas que sólo eran penas para los demás”


La noche había ido llevándose de la fiesta, como el viento de noviembre lo hace con las hojas secas, a casi todos los asistentes a excepción de un grupo de incansables que seguían bailando sobre el hormigón recalentado por el sol que ahora, a tan altas horas de la madrugaba, comenzaba a volver a su temperatura habitual. El olor a cerveza y ron impregnaban un ambiente acompasado por canciones de rock español de los noventa y eso, por alguna extraña razón, le daba un toque melancólico a lo que hasta no hacía mucho había sido jolgorio, abrazos y ganas de vivir.

Él se había sentado en una silla de plástico con el bañador todavía húmedo del baño en la piscina que acaba de tomar y que había cumplido a la perfección las dos funciones que se le había encomendado: refrescar un cuerpo acalorado y, sobre todo, descender el poder del alcohol en su sangre. Las gotas caían al suelo, sus manos abrazaban un vaso vacío, sus pies se frotaban con el césped artificial y su mirada se centraba única y exclusivamente en la chica que lo había cautivado durante todo el día y a la que observaba por los agujeros de una valla metálica que separaba la piscina del resto del complejo.

La había escudriñado durante demasiadas horas viéndola deambular por el recinto, acompañada por momentos, sola durante otros; risueña, sencilla, extasiada, seria más tarde, dulce, impasible y, sobre todo, melancólica. Pesaba sobre ella una pena inmensa que no sólo no terminaba de macharse de su alma sino que, como seguro que ya había comprendido, jamás se iría del todo. Él, más torpe que otra cosa, quiso hacerle entender en los pocos segundos que le concedió de conversación que eso, a pesar de lo que pudiese parecer, era una preciosa señal: “nadie se marcha del todo mientras haya quien lo recuerde” le dijo con absoluta sinceridad, con un tono quebrado y, por primera vez en mucho tiempo, con algo de rubor en las mejillas. Era tan bonita que causaba esa extraña sensación de vergüenza en los hombres o, al menos, eso quiso creer él para no tener que entender que, quizá, era al único al que le costaba sostenerle la mirada.

Preciosa. 

Una belleza apenada y taciturna que se esfuerza por salir a flote, por volver a vivir aunque, de repente, de un segundo para otro, se venga abajo como una torre de naipes. Su voz desafinando agarrada a un micro, sacando de dentro toda la rabia y las ganas de vivir. Sus labios muriendo de vez en cuando en el plástico del vaso y siendo éste la envidia de todos los que rondaban por ahí. Sus ojos, apagados de tanto llorar, guardan sin embargo una luz apasionante, estremecedora; su espalda desnuda, su forma elegante de andar y la manera maravillosa con la que sonreía en los contados minutos en que lo hizo, dieron más luz a esa fiesta que el sol de agosto brillando en lo más alto del cielo durante todo el día. Fue un espectáculo de contrastes del que él fue espectador de excepción y del que intentó no perderse detalle alguno, quizá por eso y por todo lo que le hizo sentir, permaneció inalterable en su ser la irremediable obligación de mirarla en la distancia durante tantas y tantas horas y hasta el preciso instante en que se marchó. Lo hizo sin hacer ruido, nadie sabe muy bien dónde. Quizá unos labios encontrados en la basura sí tuvieron valor para decirle ‘quédate’ pero, desde luego, no fueron los de aquel tipo que se se tuvo que conformar con plasmar sobre el papel, para quien tuviera a bien leerle, una preciosa lección que la vida le había regalado: que, a veces, una mujer con el corazón roto es el espectáculo más maravilloso que la vida te puede brindar.  

viernes, 11 de agosto de 2023

Pies en la arena

El sonido del oleaje acompañado del graznar de media docena de gaviotas compone la banda sonora de la postal. Los pies, enterrados en la arena fría que indica la proximidad a un torrente que, en pocos minutos, inundará el pozo que ha ido formando durante la última media hora con los dedos. El cielo, pasteloso; una mezcla turquesa untada en un magenta casi imperceptible que, a su vez, se posa sobre una pincelada anaranjada que anuncia que el sol está próximo de marcharse a descansar. Su mirada, fija en las olas que, una a una, van muriendo a centímetros de él, dejando un halo de espuma que se incrusta en la siguiente y luego en la que perece después. Toma consciencia de tantas cosas en el silencio del ocaso como hacía tiempo que no conseguía. Una de ellas, la finitud de la vida enfrentada a la ingente cantidad de atardeceres como ese que habrán visto tantas dudas como las que nacen en su mente que sería imposible contabilizar. El Mediterráneo, el mar que más penas ha enjugado en la historia de la humanidad.

La melodía de un compositor italiano, ese al que la chica del clarinete desprecia, lo arrulla como una nana, hasta el punto de que, extasiado, se tumba en la arena y se da de bruces con la inmensidad del cielo. Piensa. Reflexiona. Oye. Siente. 

Paz, sosiego, calma pero, también, vuelve a tomar conciencia de que el nudo que se cerró aquella noche de diciembre y terminó de soldarse el once de marzo sigue ahí, impidiendo que cualquier atisbo de felicidad se consolide como si de una maldición mitológica se tratase. Ríete tú de Sísifo, de Atlas, Ixión o Ticio… no hay nada peor en esta vida que la sensación de haber querido tanto que tu corazón es incapaz de volver a hacerlo otra vez.

Las manos acarician los granos de la playa y se topan, de repente, con un guijarro alisado por el movimiento y el agua, por la sal y por el tiempo. Lo mima con dulzura acariciando con las yemas del índice y el pulgar la pulcrísima superficie. Al cabo de unos segundos, lo lanza de nuevo al interior del mar reflexionando, de nuevo, sobre el tiempo, los miles de años que habrá tardado esa piedra en llegar a la arena para que ahora un desconocido la devuelva al sitio de dónde salió. Qué cosas tiene la vida.

Se recompone y se lleva a la boca el vidrio de la última de las seis cervezas que había traído consigo, inundándose en el amargor que desprende. Con cada sorbo se siente más calmado pero, irremediablemente, más melancólico. Siempre ocurre lo mismo. Recuerda cabellos castaños aclarados por el sol, manos cuidadas, sonrisas divinas, lunares y besos tan pasados que parece que nunca ocurrieron. Gemidos, pareos y paseos, te quieros tan profundos que helaban el corazón; el futuro que no llegó, el pasado que no se fue y la vida que discurre entre esos dos puntos sin saber muy bien cuál es el siguiente paso a tomar, qué parada nos saltamos para no poder apearnos ya de un tren que sigue su rumbo a ninguna parte.

El agua salada se introduce por primera vez en el surco labrado, mojando el pulgar de su pie izquierdo. La marea sube, el sol se esconde y la oscuridad pronto lo bañará todo dejando únicamente un millar de luces artificiales brillando tras la espalda de ese pobre diablo. Ya no queda cerveza que beber, no hay comida, ni tan siquiera batería en el teléfono para seguir escuchando al maestro italiano. El día termina. Otro más. Tambaleándose por una mezcla de ebriedad y entumecimiento, se levanta de la arena sacudiéndose torpemente el pantalón y enfila la vuelta a ninguna parte. Zigzaguea desmañado por la playa y nota que está a punto de caer en un par de ocasiones, aunque se mantiene en pie el tiempo suficiente para dar otro paso y luego uno más. Al final, el colchón lo recibe con la frialdad de una posadera acostumbrada a tratar con borrachos. De entre sus manos resbala el tercio de cerveza que cae al suelo rompiéndose en mil pedazos y él se sumerge en un profundo sueño que traerá consigo una mañana de resaca y dolores. Un día más y un día menos de esta carrera llamada vida.  Un día más y un día menos en esta carrera llamada amor. Al menos de ésta quedará constancia aunque sea simplemente en un papel arrugado y manchado de lágrimas.