viernes, 11 de agosto de 2023

Pies en la arena

El sonido del oleaje acompañado del graznar de media docena de gaviotas compone la banda sonora de la postal. Los pies, enterrados en la arena fría que indica la proximidad a un torrente que, en pocos minutos, inundará el pozo que ha ido formando durante la última media hora con los dedos. El cielo, pasteloso; una mezcla turquesa untada en un magenta casi imperceptible que, a su vez, se posa sobre una pincelada anaranjada que anuncia que el sol está próximo de marcharse a descansar. Su mirada, fija en las olas que, una a una, van muriendo a centímetros de él, dejando un halo de espuma que se incrusta en la siguiente y luego en la que perece después. Toma consciencia de tantas cosas en el silencio del ocaso como hacía tiempo que no conseguía. Una de ellas, la finitud de la vida enfrentada a la ingente cantidad de atardeceres como ese que habrán visto tantas dudas como las que nacen en su mente que sería imposible contabilizar. El Mediterráneo, el mar que más penas ha enjugado en la historia de la humanidad.

La melodía de un compositor italiano, ese al que la chica del clarinete desprecia, lo arrulla como una nana, hasta el punto de que, extasiado, se tumba en la arena y se da de bruces con la inmensidad del cielo. Piensa. Reflexiona. Oye. Siente. 

Paz, sosiego, calma pero, también, vuelve a tomar conciencia de que el nudo que se cerró aquella noche de diciembre y terminó de soldarse el once de marzo sigue ahí, impidiendo que cualquier atisbo de felicidad se consolide como si de una maldición mitológica se tratase. Ríete tú de Sísifo, de Atlas, Ixión o Ticio… no hay nada peor en esta vida que la sensación de haber querido tanto que tu corazón es incapaz de volver a hacerlo otra vez.

Las manos acarician los granos de la playa y se topan, de repente, con un guijarro alisado por el movimiento y el agua, por la sal y por el tiempo. Lo mima con dulzura acariciando con las yemas del índice y el pulgar la pulcrísima superficie. Al cabo de unos segundos, lo lanza de nuevo al interior del mar reflexionando, de nuevo, sobre el tiempo, los miles de años que habrá tardado esa piedra en llegar a la arena para que ahora un desconocido la devuelva al sitio de dónde salió. Qué cosas tiene la vida.

Se recompone y se lleva a la boca el vidrio de la última de las seis cervezas que había traído consigo, inundándose en el amargor que desprende. Con cada sorbo se siente más calmado pero, irremediablemente, más melancólico. Siempre ocurre lo mismo. Recuerda cabellos castaños aclarados por el sol, manos cuidadas, sonrisas divinas, lunares y besos tan pasados que parece que nunca ocurrieron. Gemidos, pareos y paseos, te quieros tan profundos que helaban el corazón; el futuro que no llegó, el pasado que no se fue y la vida que discurre entre esos dos puntos sin saber muy bien cuál es el siguiente paso a tomar, qué parada nos saltamos para no poder apearnos ya de un tren que sigue su rumbo a ninguna parte.

El agua salada se introduce por primera vez en el surco labrado, mojando el pulgar de su pie izquierdo. La marea sube, el sol se esconde y la oscuridad pronto lo bañará todo dejando únicamente un millar de luces artificiales brillando tras la espalda de ese pobre diablo. Ya no queda cerveza que beber, no hay comida, ni tan siquiera batería en el teléfono para seguir escuchando al maestro italiano. El día termina. Otro más. Tambaleándose por una mezcla de ebriedad y entumecimiento, se levanta de la arena sacudiéndose torpemente el pantalón y enfila la vuelta a ninguna parte. Zigzaguea desmañado por la playa y nota que está a punto de caer en un par de ocasiones, aunque se mantiene en pie el tiempo suficiente para dar otro paso y luego uno más. Al final, el colchón lo recibe con la frialdad de una posadera acostumbrada a tratar con borrachos. De entre sus manos resbala el tercio de cerveza que cae al suelo rompiéndose en mil pedazos y él se sumerge en un profundo sueño que traerá consigo una mañana de resaca y dolores. Un día más y un día menos de esta carrera llamada vida.  Un día más y un día menos en esta carrera llamada amor. Al menos de ésta quedará constancia aunque sea simplemente en un papel arrugado y manchado de lágrimas.