“I am not the only traveler
Who has not repaid his debt
I've been searching for a trail to follow again
Take me back to the night we met”
Nueve años después de prometer encontrarse en Viena y faltar a su palabra, Ethan Hawke le decía, henchido de amor y nostalgia a Julie Delpy en Antes del Amanecer, una de las frases más bonitas que he escuchado nunca frente a una pantalla: “recuerdo la noche que nos conocimos mejor que algunos años de mi vida”.
A mí me pasa exactamente lo mismo.
Recuerdo un pasillo largo que se extendía de este a oeste en un descampado casi deshabitado del sureste peninsular. El silencio lo copaba casi todo pues las horas a la que sucedieron los hechos eran altas y, al día siguiente, la gente responsable madrugaba para afrontar con fuerza su rutina diaria. Yo no era demasiado responsable por aquel entonces y venía de esconder cebollas en una de las habitaciones que solía frecuentar en el que fue, a todas luces, uno de los mejores años de mi vida en una de las mejores ciudades de cuantas he conocido.
Podría enunciar cada detalle del cuadro con tanta veracidad, con tal fehaciente precisión que, a día de hoy, me sigue maravillando que mi mente sea capaz de rememorar así la escena. Me cuesta recordar qué comí ayer y, sin embargo, mi cabeza tiene tan grabado a fuego todos los detalles de la escena que podría recomponer, sin ayuda ninguna, durante los treinta segundos que duró. Así que empecemos:
Comenzaba a hacer frío en una ciudad donde casi nunca lo hace. La luna brillaba con fuerza en un cuarto creciente precioso y un manto de estrellas acompañaban la postal. Las chicharras habían dejado de cantar pocos días antes, así que afuera reinaba la quietud interrumpida, de vez en cuando, por el sonido de algún vehículo despistado que surcaba ese asfalto enfriado por la noche. La vi aparecer a lo lejos, cruzándose en mi vida por obra y gracia de Dios, algo que tengo tan por seguro que nadie me podrá hacer cambiar de idea jamás. Sólo pudo ser un ser celestial, omnipotente y todopoderoso el que hizo aparecer a quien consiguió arrancarme el corazón y no devolvérmelo jamás.
Vestía de rosa, un color que, curiosamente casi nunca utilizó después. Su melena castaña caía un poco más abajo de sus hombros y sus piernas delicadas se entrecruzaban a cada paso con la elegancia de un felino. El ruido de sus zapatillas deportiva se mecía en el ambiente a cada paso mientras la suela de goma se agarraba a unas baldosas sucias y amarillentas. Nos miramos a lo lejos y ella esquivó pronto la mirada. Nos fuimos acercando el uno al otro después sin saber, sin tener la menor idea, de que era el primer momento del resto de nuestra vida. Segundo más tarde, sacó del bolsillo la llave de la habitación y la introdujo en el bombín justo en el momento en que nos cruzamos. Nos saludamos con un ‘hola’ mutuo, seco, formal y yo seguí de largo, maravillándome con su belleza de inmediato, con esa cara risueña, con esos ojos verdes, con esa piel tostada y con esa sensualidad que pocas veces he vuelto a ver jamás. No sé si ella me vio alejarme, sin tan siquiera se fijó en mí después, lo que sí tengo claro es que, meses más tarde, surgió una pasión tal que no creo posible que mi corazón vuelva a experimentar jamás. Nos quisimos tanto que, a veces, me entristece; y lo hace porque me destroza saber que no volverá a ocurrir nada parecido, que pasarán cincuenta, sesenta o setenta años y seguiré comparando todo mi amor con algo que fue excelso, irreal, místico y, tristemente, efímero. Y aunque probablemente la hice más perfecta con el tiempo de lo que jamás fue el castigo que ese mismo Dios me propinó por hacerme tan feliz como sólo se puede ser en las películas, fue recordarme cada día de lo que me quede entre ustedes que nunca, jamás, volveré a amar igual.