Se despertó con los primeros
rayos de sol de la mañana, solo, tal y como se había acostado la noche anterior.
Se lavó la cara con agua fría y anduvo por el desangelado pasillo hasta la cocina. Abrió la
nevera y sacó el medio cartón de leche que quedaba y un par de rebanadas de pan
de pueblo para desayunar. Pan, tomate, sal y aceite. Lo mismo de siempre.
Las noticias seguían hablando del
tema en cuestión y él, aunque estaba ya muy cansado de lo mismo de siempre, la dejaba puesta un rato escuchando las únicas voces que, durante
tanto tiempo que no conseguía alcanzar a recordar, oía a diario. Ponía verde al
gobierno y a la oposición, a los de aquí, a los de allá y a los de más allá. A
todos. Estaba harto de ese confinamiento. Estaba harto de la soledad.
Terminó el desayuno y se fue
directamente a la terraza, no sin antes pasar a por el tercer libro que se había
leído en una semana. “No todo iba a ser malo” pensó “voy a leer más que en los
últimos tres años”.
Se sentó en el sofá que había
acondicionado allí y disfrutó de los rayos de sol que atravesaban el cristal
para morir en su casa. Cerró los ojos y notó cómo el calor del astro rey le
acariciaba la tez con la suavidad de un amante, con la calidez de una enamorada,
con la dulzura de un rollo de verano.
Comenzó a leer y se perdió por
historias ajenas a todo aquello, por mundos fantasiosos y seres irreales.
Pasaron las horas y tan solo se escuchaban, de vez en cuando, el trinar de los
pájaros y el viento meciendo las ramas de los árboles. Nada más. Ni un coche,
ni un grito, ni un atisbo de ruido anti natural. Tan solo calma. Tan dulce como
tremendamente pavorosa.
Las habitaciones seguían vacías
como lo hacían las calles de fuera. La nada lo envolvía todo y él dejó las
páginas del libro apoyadas sobre sus rodillas para perder la mirada en el
firmamento mientras un amago de tristeza le recorrió el cuerpo.
Se levantó del sofá y abrió la
cristalera. Inmediatamente, el viento rompió contra él con suavidad, como lo
había hecho el sol minutos antes pero esta vez erizándole el vello por el
contraste frío que producía. Al frente, las montañas que solía transitar con la
bici y, un poco más allá, los carriles por donde iba a correr hasta no hacía
mucho. Los pinos meciéndose y el olor a mojado en las calles. Le vinieron a la cabeza
las terrazas abarrotadas en verano, la arena de la playa, los atardeceres
bebiendo cerveza con sus amigos, las risas, las discusiones, los abrazos y los
besos, sobre todo los besos. Ya no había nada de eso ahí, tan solo silencio,
tan solo calma, tan solo un piso vacío y él ansiando salir a comerse el mundo
otra vez.
Comprendió entonces que todo
aquello no era más que una lección de Dios, del karma, del universo o de la
naturaleza, llámalo como quieras, para que empezásemos a valorar lo que
tenemos. El olor a café o el crujir del pan recién sacado de la tostadora. El
primer sorbo de vino o el abrazo de ese amigo al que hace tanto que no ves. El
sonido de las olas rompiendo, los campos de violetas floreciendo, los viernes
de cerveza y los sábados de fútbol. Las migas y la paella, las excusas para
quedar y la necesidad apremiante de que te digan ‘te quiero’. Se acordó de ella
y se volvió a preocupar: “espero que no le pase nada porque me muero” se dijo
para sí. Habría matado por pasar la cuarentena con ella en cualquier lugar…
pero a veces las cosas no son como uno quiere. Tristemente para nosotros.
Recordó el olor a romero,
aquellas cenas copiosas que luego no te dejaban dormir, el tacto de la piel de
esa chica o el roce de los labios de aquella otra; los paseos por el parque,
las carreras de montaña, el nerviosismo previo a un viaje, la piscina y el
césped mojado bajo los pies. Los críos peleándose por jugar a la Play, el río y el mar, la música sonando con fuerza en el pub y hasta
echó de menos el alquitrán de la pista donde iba a correr por las tarde. Todo
eso estaba ahí, si estiraba la mano casi alcanzaba a tocarlo… pero no podía.
Y entonces extrañó como nunca su vida,
la que le había quitado el miedo, la mala gestión y un bichito hijo de puta que
les estaba puteando la vida. Y se juró que, cuando aquello pasase, todo
iba a cambiar porque él iba a aprovechar mejor cada momento, abrazaría más y
sería más sincero con la gente que amaba. Diría más ‘te quiero’ aún a riesgo de
no recibir la misma respuesta e intentaría pensar menos y sentir más. Al fin y
al cabo, si algo había aprendido durante su encierro es que la vida
precisamente va de eso: de disfrutar cada puñetero segundo que estemos aquí
porque nunca sabes si va a ser el último.