El empedrado de la calzada se le
clavaba en los pies debido a que las suelas de las zapatillas, blancas como la
nieve, se habían desgastado de tantos kilómetros andados, de tanto mundo
recorrido y de tantas historias que contar. Caminaba camuflándose entre las
sombras de una noche de luna en cuarto creciente, perdiéndose entre las calles
de una ciudad con tanta historia como el mismo mundo, con tanta cultura que uno
no sabría por dónde empezar. Las calles de Granada le pertenecían aquel lunes
por la noche y por un momento creyó que el tiempo no pasaría jamás y que en sus
cuestas, sus patios, sus jardines y sus miradores, perdido en todo aquello,
encontraría la inmortalidad.
Granada sabía a cerveza y olía a
azahar. El viento frío de la sierra le arrullaba con la suavidad de una caricia
de enamorado. La guitarra resonaba en cada callejón como si en todos los
rincones alguna vez alguien hubiese desgarrado sus cuerdas, como si el llanto
del instrumento más español de cuantos existen no pudiese dejar de bramar de
pena entre esas montañas que se alzan al cielo y que se pierden entre las nubes
para encontrarse después con el sol. Tantas culturas hechas una, tantos pueblos
moradores de esa ciudad, tanta sangre, risas y amor derramado durante tantos
siglos que, si uno se pone a pensar, asusta e impresiona caminar por allí.
Seguía el paso sin destino fijo
ni prisa, ni con plan alguno que hacer. Se dejaba llevar por el embrujo de la
luz de las farolas, de las estrellas despuntando encima de su cabeza, de la
brisa de una noche de diciembre y del sonido de la música que salía de sus
auriculares. Caminaba, caminaba y no dejaba de caminar. En su mente se
dibujaban los recuerdos de treinta años dejados atrás, de mujeres y vino, de
amigos, familia y gente que ya no volverá. Recordaba las veces en las que había
deambulado por allí, abrazado a la Alhambra, bebiendo en las calles, besando en
los rincones oscuros que no conseguía olvidar. Granada le había dado mucho
aunque él, hasta ese momento, pensase que era una de tantas, una de esas
ciudades con las que duermes pero con las que no te quieres quedar a desayunar.
La noche lo perdió por el
Albaicín y el frío fue transformándose de caricia a bofetada, entrando por los
pocos poros de su piel que todavía quedaban sin tapar y, poco a poco, lo fue
despertando de la ensoñación a la que la otra Alhambra, la de vidrio verde y
sabor amargo, lo había llevado minutos atrás. El paseo de los tristes lo abrazó
como a uno de los suyos y él se dejó abrazar también. Los muros de piedra
centenarios se iban levantando a cada lado tan altos como lo hacía el muro que
llevaba construyendo demasiado tiempo en lo más profundo de su ser, pero con
cada paso que daba, con cada minuto que pasaba junto a esa amante fundida en mil
costumbres, sentía que todo volvía a la normalidad, que el daño
remitía como si cada sorbo que daba a esa señora con nombre de fruto le sanase
un poquito más. Y entonces deseó también que el nombre del hostal donde dormía
no fuese sólo un letrero y se convirtiese en aquella a la que necesitaba, que aquel
viaje que nunca quiso hacer con ella se hiciese realidad esa misma noche y que
todo el tiempo perdido, que todos esos años marchitos, volviesen a renacer.
Pero ya saben ustedes que los cuentos de hadas no se cumplen siempre que uno
quiere y la noche, poco a poco, se fue apagando y el sol, de repente, volvió a
nacer. Y la magia que parecía que nunca se esfumaría en un instante y sin
previo aviso terminó y sólo quedó el relato triste de unos ojos que
ya no volverán a brillar como lo hicieron ni aunque la más bellas de cuantas
ciudades lo acurruquen en su ser lo hagan, por momentos, tan dichoso como una
vez recordaba que fue.