Había estacionado el coche en el arcén
de la carretera para inmortalizar un precioso paisaje otoñal en la sierra de
Albacete mientras me preguntaba si alguna vez en mi vida había tenido un buen
comienzo de octubre, cosa que me parecía, en ese momento, imposible que hubiese ocurrido.
El
sol brillaba en lo más alto de un maravilloso cielo azul y sus rayos se
entremezclaban con el amarillento color de las hojas que, a su vez, lo hacían
con el verdor de otras que se negaban a dejar escapar un verano del que casi no
quedan resquicios. Intenté plasmar ese instante con una fotografía que,
por mucho que la miro ahora, no es ni la décima parte de lo bonito que me pareció
todo aquello entonces. Y ese es, a veces, uno de los grandes problemas que tenemos: no darnos cuenta que nunca una pantalla de móvil será mejor que lo que tenemos cuando levantamos la mirada de ella.
Después de que mi mente surcara
cielo y tierra, presente, pasado y futuro, y decidiese que ya era de hora de
volver a casa, entré, casi sin quererlo, en Twitter para ver qué se contaba esa
panda de energúmenos que tanto quiero y que tanto me hace reír. Jamás podré
comprender, hablando de todo un poco, hasta qué punto da consuelo esa red social cuando uno se siente solo
y el cariño que se le puede llegar a coger a esos desconocidos a los que uno
tiene ya más cerca que a muchos de los que se encuentra por las calles de su
ciudad.
Noticias, chistes, bromas, memes,
enlaces curiosos, hilos y, de repente, Edu. Eduardo Morey, para más inri. Cuarenta
y ocho palabras que hielan el corazón.
No conozco a Edu, ni lo sigo, ni
me sigue ni jamás había oído hablar de él. Por lo que veo, es un abogado no
mucho mayor que yo, residente en Palma. Por lo poco que he investigado, le gusta el
deporte, es abonado del Mallorca y bucea en los artículos más trascendentales
de la prensa cada mañana. Pero la realidad, la verdadera e importante realidad,
es que es padre de Lucía y de Paula y se acaba de quedar viudo. Esa es la puta
verdad de toda la historia y es la realidad, la suya, la que me ha devuelto a la mía.
No conozco los detalles ni me
importan en absoluto. Con ese tuit me basta, con ese tuit me sobra. “Hay que
gastar mucho la palabra ‘te quiero’” es la frase que hoy, con su permiso, haré
mía, porque no puedo ponerme en el lugar de un tipo que ha perdido al amor de
su vida, a la madre de sus hijos y aún así es capaz de aleccionarnos a todos con un
par de palabras, de devolvernos a la senda, de recordarnos que esta existencia nuestra
es tan fugaz como un soplo de aire o como este otoño que ha empezado pero que
no tardará en terminar. Pero sí puedo (y quiero) aprender de él. Aprender que
quejarse por lo que no pasa no es la solución, luchar por lo que ya no es
posible no es la manera y llorar porque lo que no vale la pena, una tarea estúpida. Que hay tantas
cosas por las que dar las gracias que uno no debería perder el tiempo en
preocuparse por otras; que hay tanta gente a la que querer, que no merece la
pena gastar un segundo en la que no y que hay tan poco tiempo para abrazar, para
besar, para amar y para disfrutar de todo lo que tenemos, que estar corriendo
hacia ninguna parte se hace el ejercicio más dañino de cuantos puedan
existir. Y todo eso me lo ha recordado un tipo con el corazón roto al que ni
conozco ni, probablemente, jamás conoceré.
Así que, desde un cuarto con vistas a la montaña, te mando toda la fuerza del
mundo, amigo mío; toda la que puedo albergar. Que tu tristeza encuentre
consuelo en esas dos niñas que te necesitan ahora más que nunca y gracias, de
corazón, por un tuit que me ha devuelto a la realidad, que me ha recordado lo efímera que es esta vida y la necesidad apremiante de disfrutar cada momento. Ojalá algún día puedas
volver a sonreír, te lo deseo de todo corazón y estoy seguro de que el ángel que tienes cuidando de ti y de
tus hijas te ayudará a hacerlo pronto. Yo, por mi parte, volveré a la pelea y gastaré los 'te quiero' con quien más lo merezca, y lo haré, no te quepa duda, gracias a ti y a ese tuit tuyo que me ha dejado helado pero que, también, me ha vuelto a hacer sentir calor cuando más lo necesitaba.