Entraron de la mano en el pub sin
saber muy bien de dónde venían y, mucho menos, a dónde irían después. Parecía
que se conocían desde hacía mil años pero, en realidad, se acababan de conocer.
Encajaron tan bien como las piezas de un puzle, como el azul del cielo de la primavera
lo hace con el del prado más verde o como esas parejas que por mucho que se
empeñen en separarse no terminan de dejarse de querer.
Se sentaron en el banco más
cercano a la barra y se miraron durante un segundo. “¿Qué hacemos ahora?” Se preguntaron
los dos sin dirigirse una sola palabra, a lo que ella, atenta y decidida, se
atrevió a contestar, esta vez sí en voz alta:
-Dos tequilas, camarero.
Tres malditas palabras que se
clavaron en el pecho de aquel tipo afortunado que, sin comerlo ni beberlo,
comenzó a tener claro que aquella noche sería la primera del resto de muchas y
que, seguramente, todas terminarían comparándose con aquella después. Nada
podía salir mal, todo debía salir bien y, cruzando los dedos por debajo de la
barra, rezó para que así fuera por una maldita vez.
El barman abrió una botella de
José Cuervo y el licor comenzó a derramarse por el vaso desde unos diez
centímetros de altura. El anaranjado caía dentro del recipiente, derramando por
obra y gracia de la gravedad y la fricción gotas fuera de él, como si no
importase desperdiciar el bien más preciado para todos cuantos moraban en aquel
tugurio: el alcohol. Había de sobra para todos y eso había que
dejarlo bien claro para que todos aquellos huéspedes deseosos de ebriedad se percatasen.
El tipo que los atendió introdujo
dos rodajas de limón dentro del vaso ya repleto de licor y dejó un salero común
para que ellos mismos hicieran los honores. Ambos se lamieron el dorso de la
mano y desparramaron sobre ella una buena cantidad de sal. Luego, se miraron
atentamente esperando que alguien tomase la iniciativa a lo que ella, de nuevo,
se adelantó para sugerir un brindis: “por lo que surja o tenga que surgir”
dijo. Y él comprendió que, en efecto, aquella noche le había tocado la lotería.
Apenas una hora más tarde una
puerta se abría en un piso cualquiera de una bonita ciudad y dos amantes
entraban en él con la fiereza con la que un Miura lo hace al abrirse la puerta de
toriles. La saliva de sus bocas se mezclaba con el sabor a tequila y sal de
media docena de chupitos como aquel que se ha narrado con anterioridad. Las
lenguas guerreaban en un combate sin tregua y las manos de ambos contendientes
se perdían por debajo de las faldas o por dentro de los pantalones. El click de
la hebilla del sujetador retumbó en el piso como el tambor de guerra de un
ejército en un desfiladero y sirvió de pistoletazo de salida para todo lo que
vino después. Que no fue poco, por otro lado.
Los besos en el cuello, las
caricias por la espalda, los gemidos más tenues comenzando a acrecentarse a la
par que la temperatura de unos cuerpos suficientemente calientes ya por un
licor que volvía a fraguar una noche de pasión como venía haciéndolo desde que
alguien tuvo a bien inventarlo vete tú a saber cuándo. El verano fuera, el
infierno dentro, y al final, después de medio millón de mordiscos, doscientas
cincuenta mil embestidas, unas sábanas empapadas de sudor y media noche de una
pasión tal que ni la misma corte de Lucifer podría haberle hecho sombra, tan sólo
quedó el silencio más absoluto y un olor a tequila, sal y limón en el ambiente que
atestiguaba que todo aquello era culpa del alcohol, como casi todo lo bueno o
malo que ocurre en esta maravillosa vida. Y ellos, extasiados, cayeron dormidos rozándose únicamente con la yema del dedo índice pero dando gracias a Dios por ese
tequila maravilloso que les acababa de regalar la primera del resto de sus
noches.