lunes, 5 de diciembre de 2016

Te olvidarás de mí...

Te olvidarás de mí el día en que, cuando llamen a la puerta, no desees con todas tus fuerzas que sea yo volviendo a tus brazos. El día en que te olvides de cómo te besaba lento, de cómo bajaba por tu cuerpo, de cómo te susurraba al oído lo mucho que te quería o lo mucho que te quiero. Ese día, si es que llega, te habrás olvidado de mí. 

En el momento en que los labios de otro no te sepan a los míos, en que no recuerdes mis caricias, en que tu mente no te recrimine lo imbécil que fuiste al irte, al tirarlo todo por la borda, al cambiarlo por nada. Ese día, querida, me habrás olvidado.
Cuando el verano no te sepa a vino en la terraza ni a esos paseos por descampados a la luz de la luna, y el invierno no te evoque estufas encendidas ni mantas guareciéndonos. Entonces, y sólo entonces, me habrás olvidado. 
Cuando no sueñes conmigo, cuando pasees por la calle y tu subconsciente no te diga: esa chaqueta le gustaría, esa camisa le sentaría genial, ojalá estuviera aquí para recordarme el nombre de esa película o, quizá, reces para que volviera allí a quejarme otra vez de lo mucho que tardabas en elegir vestido. Cuando otros dedos ericen tu piel, cuando otro te tape del frío, cuando tus pies helados encuentren cobijo en una cama distinta o cuando ya no recuerdes el olor de mi perfume. Ese día, el día en que por fin dejes atrás todo eso, me habrás dejado a mí también.

Cuando alguien te quiera para más de una noche o, peor aún, tú quieras a alguien para más de eso. Cuando necesites llorar y que te abracen, que te besen con el alma y no sólo con los labios, entonces comprenderás lo que dejaste escapar. Llegará un día no muy lejano en el que ya no recuerdes cómo me agarraba a tu pecho para dormir, cómo necesitaba tenerte cerca para conciliar el sueño, cómo te buscaba en la noche cuando sentía que te habías alejado cinco centímetros y, casi sin quererlo, te atraía a mí para no dejarte escapar. Los momentos de riñas, las lágrimas y también las carcajadas, las noches de película y las películas en mil y una noches. Las partidas de Trivial o los viajes a la tierra del arte, la pizza y el imperio. Las veces en que te dije que te quería más que a nada o a nadie en este maldito planeta que ahora parece un desierto sin ti. Cuando olvides mis manos descendiendo por tu espalda, mi boca diciendo que nunca había querido igual, quizá… sólo quizá, me consigas olvidar.

Y yo dejaré de recordarte la noche en que el alcohol no vuelva a traerme la imagen tu cara, tu sonrisa, tu cuerpo desnudo y esos ojos verdes clavándose en los míos. Entonces, cuando ya no vuelva a pensar que te quise y sólo siga aquí conmigo el daño que me hiciste, empezaré a dejar de depender de ti. Y únicamente quedará guardado en mi mente todo lo malo que vino después, obviando que fuiste el amor de mi vida y odiándote por el resto de esa misma vida que te llevaste metida en tu bolso de marca. Pero espero, de verdad, que todo eso, mi odio, mi desprecio, mi indiferencia o mi apatía tarden mucho en llegar, pues todavía disfruto de los momentos buenos que una vez tuvimos aunque haga tiempo que se convirtieron en ilusiones que se evaporaron como el rocío de una mañana de agosto. Al final, como te dije no hace mucho, te he convertido en algo mejor de lo que jamás fuiste y jamás serás y eso es algo que, probablemente, ni merecías, ni mereces... ni merecerás.

jueves, 17 de noviembre de 2016

Sentidos

El sonido de las primeras gotas de vino chocando contra el cristal de la copa, el ronroneo de la turbina del avión que te duerme y te arropa, chasquear de los labios de mi boca con tu boca o los gemidos de pasión aquella noche en que, con las yemas de mis dedos, te conseguí volver completamente loca. Los acordes de una guitarra española o la melodía de un saxofón, el rugido de un tigre o el chirriar de los muelles del colchón, la risa de una rubia en esa residencia de estudiantes, la melodía melancólica de la música de antes, el silencio de una habitación que guarece a dos amantes o el crujir del cuero de tus pantalones, esos que te quedan como un guante.

El olor de un automóvil a estrenar, el de la gasolina o el de la espuma del mar; el de una habitación vieja o el de la chica que me amó un día y se fue para no volver jamás. El de un jersey recién lavado, el del champú en tu pelo todavía mojado, el que desprende un hombre con el corazón destrozado, el de la pizza salida del horno o el del pan recién horneado, el que uno no echa de menos hasta que lo ha perdido o bien ese otro que no extraña hasta que se lo han robado. 

La visión de tus piernas morenas andando por la acera, la de tus labios rojos o el contonear de tus caderas. La hebilla de tu sujetador desabrochándose mientras mi corazón se acelera, la del amanecer o la del atardecer, siempre que sea a tu vera. El mar azul desgarrándose contra el sol que se esconde y la imagen del primer ‘te quiero’ al que un ‘yo también’ responde. El color blanco ondeando sobre un estadio, las luces de la ciudad desde el extrarradio o las fotos junto a ti, esas en las que todo el mundo me dice que son en las que más felicidad irradio.


El gusto vistiendo que siempre tuviste y el de tu cuello, que aún queda en mi lengua desde el día en que te fuiste. El del café recién molido, el de los bombones, la comida de mamá o el amargor de no haberme ido contigo. El del whisky impregnando mi garganta, pero el del bueno, el que no se toma ni con CocaCola ni con Fanta. El de un domingo de película guarecidos bajo una manta, el de tu boca besándome despacio, ese que tanto me gusta, ese que tanto me encanta. El del chocolate con leche, el asado argentino, el de la cerveza bien fría o el de una buena botella de vino. El de los abrazos que se fueron y el del que dijo que vendría más tarde, y al final nunca vino.

El tacto de tu piel desnuda, el de tu boca cuando la mía besa olvidándose de las palabras, volviéndose muda. El de la seda o el algodón, el apretar tu cintura hacia mi pantalón. Sentir la suavidad de tus manos, el ardor de cuerpo, notar cómo se pasan las horas y, sin embargo, todavía nos queda mucho tiempo. El del césped recién regado, el de la arena y el hormigón armado, el de las esperanzas del futuro y los recuerdos del pasado, el de tantas veces que memoricé tu anatomía y, a pesar de todo este tiempo, todavía no se me ha olvidado. El del saber que vagas por ahí en otros brazos, en otras camas, en otras vidas y sentir que aquí, donde yo estoy, la mía se queda sola, acongojada, triste, mustia y completamente desangelada.

viernes, 28 de octubre de 2016

El recuerdo

Es ahora que tu ropa ya no cuelga de mi armario cuando más me acuerdo de tantas y tantas noches quitándotela. Ahora que te has ido es cuando más te recuerdo, cuando más te echo de menos, cuando más perfecta te hago. No queda lugar para el error en este subconsciente empecinado en pulirte como un diamante en bruto; no queda resquicio de fallo o imperfección, todo eso te lo llevaste contigo aquella noche fría de invierno en que nos dijimos adiós para siempre. 

Hace tiempo que tu perfume desapareció del espejo de mi baño y, sin embargo, no se termina de ir del todo de las sábanas de mi cama. Te llevaste contigo las riñas, los enfados y las discusiones y te dejaste aquí las caricias y los abrazos. No queda rastro de todas las peleas que tuvimos, ni de todas las cosas horribles que en alguna ocasión nos dijimos. Si cierras bien los ojos en mi casa, todavía se escuchan los besos que nos dábamos en cualquier parte de ella. 

Aún hay veces que me giro en la cama buscándote, y eso que ella parece no acordarse de ti. Casi se me ha olvidado tu manía de acaparar el mando de la televisión, tu mal perder, las horas que esperaba a que terminaras de arreglarte o las mentiras que me dijiste. Todo eso lo ha borrado mi mente como el aire se lleva el polvo del camino. Y ahí, donde quedaban todos esos desperfectos, únicamente sigue tu sonrisa al sonrojarte, tu forma de caminar, tus manos acariciándome el pelo o el momento en que supe que, por mucho que pasase el tiempo, no encontraría ninguna como tú por mucho que removiese cielo y tierra. 

Te marchaste buscando otra vida mejor y yo, en vez de ofuscarme en odios vanos e inútiles, conseguí involuntariamente hacerte mejor de lo que jamás serás. Te he perfeccionado con el tiempo aunque no seas más que otra mujer imperfecta como los cientos de millones que vagan por ahí. Ya lo dijo en una ocasion ese poeta colombiano de bigote poblado y cara de bonachón: "puede que seas una persona insignificante para el mundo, pero para alguna persona, tú eres su mundo"

Conseguiste que la taza de café más horrible que había en la cocina sea ahora mi preferida, que todas las Copas de Europa me sepan a ti, que suenen los Rollings en mi Iphone y que, de vez en cuando, me venga el sabor de tu boca a mi cabeza. Te llevaste contigo mucho, pero me dejaste lo mejor: el recuerdo de aquellos años que ahora se antojan preciosos aunque, si te pones a recordar, no lo fueron tanto. Imagino que será la mujer que sí decida quedarse a mi lado la que, poco a poco, le dé la razón a mi mente sobre mi corazón; pero ahora, querida, quería decirte que te he hecho mejor de lo que eras y que con eso hemos ganado los dos: tú por pensar, mientras lees esto en tu ordenador, que jamás conseguiré olvidarte, y yo, sin embargo, por saber que en un alarde de imaginación conseguí eliminar todas tus imperfecciones y así, casi sin quererlo, el que se quedó con la mujer perfecta fui yo.

lunes, 10 de octubre de 2016

El pero

El ‘pero’ es la palabra más puta que conozco: “te quiero, pero…”, “podría ser, pero… “, “no es nada grave, pero…” ¿Se da cuenta? Una palabra de mierda que sirve para dinamitar lo que era o lo que podría haber sido, pero que nunca fue.

Pocas veces en la historia del cine se creó una película más bella, bien llevada y mejor hecha que la que dirigió y estrenó allá por 2009 Juan José Campanella. El Secreto de sus ojos es, para mí, una de las cien mejores películas de la historia y, sin duda, la mejor que ese país de acento meloso, pavas de mate, sabor a tango y balompié nos ha regalado. Y dentro, escarbando un poco en esa maravilla del séptimo arte, encontramos la reflexión que encabeza este texto y que se erige hoy como principal enemigo del condicional, del ‘pero’ y el ‘y si’; del dejar de lado lo que se puede hacer y nunca llega a realizarse.

No hay nada que más aterre a quién les escribe que el condicional, que ese maldito tiempo verbal que te arrebata realidades para convertirlas en sueños y luego, con el paso del tiempo, transforma esos mismos sueños en irreparables frustraciones. Siempre es mejor arrepentirse de algo que no hacerlo, porque al final, con el paso de los días, el pensamiento de qué pudo haber ocurrido si lo hubiera realizado, si me hubiera armado de valor para decirle que la quería, para darle aquel beso que nunca salió de mis labios, para rogarle que no se fuese, que se quedase aquí un rato más… pesa más que cualquier fallo, por muy garrafal que este haya podido ser. Temer que tus actos puedan salir mal nunca debe ser motivo para frenar lo que puede hacerte feliz esa noche, esa semana o el resto de tu vida. Jamás.

Los romanos lo llamaron ‘carpe diem’ y, tras Horacio, los más románticos basaron su vida en ese concepto tan apasionado como tremendamente irreverente. Chaplin lo plasmó como metáfora utilizando su profesión: “La vida es una obra de teatro que no permite ensayos. Por eso canta, ríe, baila, llora y vive intensamente cada momento antes de que el telón baje y la obra termine sin aplausos”. Ríe o llora, ama u odia, sal a la calle y corre, o quédate en casa leyendo, pero no dejes pasar el tiempo sin hacer lo que te colme, lo que te haga tan feliz que consiga avanzar a toda máquina las manecillas de ese reloj incesante que un día, cuando menos te lo esperes, se detendrá para no volver a echar a andar jamás.

 
Que no quede en tu tintero un beso que quieras dar y no des por temor. No guardes en la recámara una caricia, un abrazo o una noche desnudo junto a ella bajo las sábanas blancas de una oscura habitación. No dejes escondido un piropo por el miedo al qué dirán, ni esperes a que el próximo tren pase por la estación por si acaso, sin darte cuenta, ese al que estás a punto de subir es el último. Destierra de tu vocabulario el “a ver si nos juntamos un día” y queda con él esta misma noche; olvídate de “el verano que viene tenemos que ir a…” porque nunca lo harás. Saca el billete ahora, móntate en el avión y lárgate a ese lugar con el que sueñas aún a riesgo de no sea como tú creías. No esperes a que el mundo gire en torno a ti ni a que los astros se alineen para hacer lo que más deseas, aquello que tanto anhelas y pospones una y otra vez. No aguardes a mañana para comenzar a vivir porque llegará un día en que las arrugas pueblen tu piel y eches la vista atrás dándote cuenta de que, como decía Enrique VIII en los Tudor, el tiempo es el único bien que no se puede volver a comprar.

Salta si te apetece saltar, llora si la pena te corroe, ama siempre y en todo lugar, corre cuando el mundo intente atraparte, sonríe todo lo que puedas y exprime hasta el último segundo de ésta, tu única vida terrenal y conocida. No temas al qué pasará, pues a todo se le puede poner solución menos a las cosas que nunca llegamos a hacer. Así que hazlas. Ahora. ¡¡Ya!!

domingo, 18 de septiembre de 2016

Domingo de fiestas

No hay nada más triste, mustio y desangelado que un estadio de fútbol vacío, un cumpleaños sin regalos y el domingo en el que se dan por finalizadas las fiestas de un pueblo. Las calles, ayer repletas de gentes, hoy se han vaciado de repente y ya sólo quedan manchas de alcohol en el asfalto, vasos de plástico olvidados y banderines ondeando de lado a lado de unas avenidas tan desiertas que, por momentos, llegan a asustar.
Si has caminado por Elche durante la tarde de hoy seguro que te has encontrado con medio centenar de despedidas diferentes. Las maletas se guardan en unos coches que salen despedidos de aquí hacia todos los puntos de la geografía nacional: de Málaga a Barcelona, de Valencia a Córdoba, de Madrid hasta las Canarias. La gente se reparte la comida sobrante y las mesas se quedan vacías para cenar. Apenas media docena de persona degusta el último menú de las fiestas; el resto, ya no está.

Los locales se limpian con menos ilusión que hace una semana, las conversaciones se acortan y las sonrisas desaparecen; el invierno se deja ver ya por el horizonte y, aunque hace la misma temperatura que ayer cuando todos bailábamos acalorados al son de la música de la verbena, parece que el frío entra cada año a Elche de la Sierra el dieciocho de septiembre. El invierno llega el último domingo de fiestas, eso es algo que todo el mundo sabe.

Los amigos se te van de las manos como granos de arena resbalando por tus dedos hasta vete tú a saber cuándo. La música se apaga, los excesos se acaban, la comida vuelve a ser sana y el cuerpo te suplica que no vuelvas a probar el alcohol durante el resto de tu vida. Las camisetas de las peñas se vuelven a guardar en el armario y en su lugar salen a relucir las sudaderas, los pantalones largos y los jerséis. Las faldas de las mujeres se esconden y las pocas que quedan por ahí dejan ver piernas enfundadas en medias… y eso también es de las cosas más tristes que hay. El verano termina, las terrazas se vacían y las calles vuelven a helarse una vez más. De repente estás bailando una canción como si el mundo se fuera a terminar mañana y al segundo siguiente parece que, efectivamente, el mundo se acaba de terminar.

Sin embargo, ahí quedan, una vez más, escondidos en ese maravilloso lugar del subconsciente llamado memoria, un millar de recuerdos fantásticos, de pensamientos maravillosos e imágenes que no se te borrarán jamás. La euforia desmedida de un baile con tus amigos, el sabor de ese primer beso que estás deseando volver a repetir, el olor a gamba y cerveza por la calle, el tacto de un abrazo fraternal, la ilusión por encontrarte con aquella persona que tanto añorabas y has vuelto a recordar, la adicción por un pueblo que es tan parte de ti que, por momentos, parece que no quieres que sea de nadie más; el acercamiento a gente que durante el año parece que no te importa o que tú tampoco le importas a ella. Y yo, si tuviera que quedarme con algo con lo que vender todo lo que se ha vivido estos últimos seis días, sería precisamente con eso: la exaltación de la amistad de una semana única que marca el principio y el final del año en mi querido pueblo. Todo comienza y acaba en estos días, todo vuelve a echar a andar una vez más a partir de mañana.

Ya sólo quedan trescientos sesenta y cuatro días para que den comienzo las fiestas de 2017… y no saben las ganas que tengo de que lleguen ya.