Ya he comentado en las anteriores
entradas que vengo haciendo sobre esta profesión, que el 99% de los que una vez
fuimos tan valientes (o insensatos, según lo quieran ver ustedes) de escoger el
periodismo como modo de vida, hemos tenido que alejarnos paulatinamente de él
para poder sobrevivir.
Los hay que todavía siguen cobrando trescientos euros
por hacer unas prácticas interminables a la espera de ese esperado contrato
(con un sueldo no mucho mayor) que los ayude a establecerse definitivamente en
un medio de comunicación. También hay casos de alumnos más avispados que,
viendo cómo estaba el panorama, no tardaron en matricularse en otra carrera
(periodismo es tan fácil que es compaginable a la perfección con casi cualquier
otra licenciatura) y ahora viven de esa otra rama siempre y cuando la crisis
les deja. Por último, hay otro grupo que comenzó con ilusión en los medios y un
buen día se dio cuenta de que ojalá hubiera sido tan sagaz como sus compañeros
de curso para poder haber huido rápidamente de un trabajo que, no nos
engañemos, no da para vivir más que a unos pocos afortunados o, en su defecto, una
serie de enchufados por papá o mamá. Yo fui del de ese último grupo que un buen
día decidió que ya estaba bien vivir de ilusiones.
Comencé a hacer prácticas en
tercero de carrera. Lo hice en ese curso porque la normativa de la
licenciatura impedía a los alumnos hacerlo antes. Sí, como ya he narrado con
anterioridad, la carrera no deja a los periodistas hacer prácticas en medios
hasta que se llega a la mitad de ella, una auténtica estupidez. Mi primer
contacto con un medio de comunicación fue en una importante radio nacional.
Pasé allí ocho meses donde aprendí sin duda más que en mis cinco años en la
facultad (tampoco es que fuera muy difícil por otra parte). Mi turno se dividía
en mañanas, tardes o fines de semana que yo no podía elegir y donde además debía estar
atento ante cualquier imprevisto en el que se me solicitase para cambiar mi
horario. Eso sí era periodismo o, por lo menos, una idea clara
de lo que era esa profesión.
Conocí a auténticos maestros de la radio y aprendí
muchísimo en tiempo en el que, todo hay que decirlo, no cobré ni un solo céntimo
de euro. El coste del transporte, las
dietas o los honorarios mínimos que un becario cobraba por entonces, nunca
existieron para la hornada que entró aquel año 2008.
Los seis meses de prácticas
se alargaron dos más y fue a principios de junio cuando comuniqué a la empresa
que abandonaba. Lo hice porque no podía permitir que mis padres siguieran
pagando en los meses de verano mis costes universitarios (piso, comida,
desplazamientos…) y porque esa época de vacaciones era la única en la que podía
solicitar un trabajo remunerado que me permitiera sobrevivir al año siguiente.
Mi paso por allí fue magnífico en muchos sentidos pero tristemente aclarativo
en otros. Supe inmediatamente que para acabar en un medio de comunicación
tienes que tener suerte, padrino o las dos cosas. Coincidí con gente más que
capaz que no tuvo mejor fortuna que yo mientras otros, ‘hijos, sobrinos o
primos de’ ampliaban sus contratos en prácticas con la esperanza casi asegurada
de que tendrán trabajo en el futuro. El enchufismo es, sin duda alguna, el gran
enemigo de los periodistas más brillantes de mi generación, que ven como se
quedan fuera por gente mucho menos capaz que ellos. Desolador y desmotivador
como pocas cosas en la vida. Me parece una auténtica barbaridad que los Mañero,
los Guillén, los Agulló, los Senovilla, de Otto, Castro y un largo etcétera se tengan
que desquebrajar la cabeza buscando trabajo mientras el ‘hijo, el sobrino y el
nieto de’ estén plácidamente ocupando un sitio que no se han ganado más que por el apellido. Hagan ustedes la prueba, verán como los jóvenes periodistas de la actualidad son, en un tanto por ciento muy aclarativo, o bellezones femeninas o enchufados masculinos (o una mezcla de ambas cosas)