La vio bajar los escalones de una
discoteca que conocía demasiado bien y se juró que aquella noche sería suya.
Fue un trabajo difícil, como no podía ser de otra manera y, como todas las
grandes gestas de la historia requirió tiempo, sudor y (casi) lágrimas.
La
batalla comenzó con un contacto visual que ella rápido esquivó. Pocos segundos
después, él se armó de valor y recorrió el par de metros que los separaban para
comenzar a relatar, una tras otra, las palabras que su imaginación le iba
leyendo, sin prisa pero sin pausa, con la firme intención de que, en pocas
horas, estuviera desnuda en su cama.
Sus labios se acercaban a los de ella buscando un susurro en su oreja que pudiera hacerla olvidar el ruido
de una música estridente para concertarse única y exclusivamente en él, en todas
las cosas que le prometía. Le sacó alguna que otra sonrisa y ahí supo que la
dirección era la correcta, que no debía alejarse mucho del camino que, hasta
ahora, estaba trazando entre piropos y galanterías.
Le habló de sus ojos y de su
boca, y le dijo sin miedo y sin vergüenza que se moría por comérsela de arriba
a abajo, por desnudarla él mismo sin compasión y sin reparo, sin miramientos o
atisbo de vergüenza. Ella se ruborizó. Entre la luz fluorescente del local y la
intermitencia de una oscuridad que cada pocos segundos se apoderaba de todo, pudo
ver cómo sus mejillas se enrojecían y la temperatura de su mano, la cual acariciaba
muy de vez en cuando, comenzaba a subir.
Acabaron por fin en su casa, los
dos; ella asegurando que únicamente sería una copa y él dándole la razón
mientras de reojo miraba al cielo dándole las gracias a unos dioses porque, por
fin, la comenzaba a sentir entre sus brazos.
Le llenó una copa de vino
olvidando el decoro y el protocolo. Ella bebió un sorbo y se quejó del frío del
ambiente. “No iba a poner la calefacción” contestó él, “que si no, no te
acercas a mí”. De nuevo rio y, de nuevo, él la cogió de la mano. Ella,
finalmente y consciente de que el mísero trocito de escudo que le quedaba era ya inservible
ante el momento que se avecinaba, se desprendió de él y se abalanzó sobre el chico introduciendo su lengua en su boca. Y fue ahí cuando una fría noche de
invierno poco tuvo que envidiar a la más calurosa del mes de agosto.
Intercalaban besos de cariño con
mordiscos de pasión. Sus manos se perdían bajo una ropa que fue
desapareciendo de sus cuerpos para perderse en las esquinas del cuarto. Él
besaba su cuello con frenesí y ella jaleaba de pasión impregnando el ambiente
con un vaho de lujuria que se perdía en el infinito. Le desabrochó el sujetador
y apretó sus pechos con fuerza, llevándoselos más tarde a la boca y mordiendo
sus pezones hasta hacerla temblar. Terminaron de desvestirse y las primeras
gotas de sudor comenzaron a empapar las sábanas de una cama que los acogió
chirriante. Se perdieron en una locura libidinosa, en una esquizofrenia sexual
que los acompañó hasta que los primeros rayos de sol se estamparon contra unas
ventanas empañadas ante la diferencia de temperatura de la calle y aquel trozo
de infierno en que se había convertido ese cuartucho. Pero ahí siguieron los dos amantes, deseosos
de más y convencidos de que esa noche de escarcha y nieve, de frío e invierno,
se convertiría, entre sacudidas de lascivia, en otra de calor, fiesta, sexo y verano.